Eterno feminismo, eterno retorno
Mucho se habla de "la mujer" en nuestros días, pero ya no se habla de la feminidad (ni de la masculinidad). Y ello coincide con el hecho de que a muchas mujeres les ha crecido un bigote en el cerebro. Una progresiva "masculinización" en las formas y comportamientos femeninos, que no tendría por qué estar ligada a la justa y necesaria plenitud de la igualdad social, laboral y civil con el hombre. Una extraña paradoja: a medida que muchos de los supuestos "valores femeninos" impregnan cada vez más la totalidad del cuerpo social, la mujer se desfeminiza.
¿Qué hay detrás de todo ello?
En el lenguaje corriente de nuestros días, el uso abstracto del término “mujer” alude ante todo a una categoría social, a sus reivindicaciones y a las políticas destinadas a darles curso. Sólo más raramente se refiere a las cualidades o intangibles que conforman lo que vendría a ser la mujer entendida como esencia. Cabría decir que la consideración de la mujer como destinataria de políticas de ingeniería social ha eclipsado a la consideración de la mujer como ideal-tipo. Es más, la misma noción de que haya un ideal-tipo de mujer normalmente enciende de rabia a las neo-feministas. ¿Adiós por tanto al “eterno femenino”?
Sabido es que el feminismo está en el núcleo de la llamada “corrección política”. Feminista es “lo que hay que ser”. Se trata de un término que ha perdido casi toda su carga polémica por la práctica desaparición del campo contrario, el antifeminista o “machista”. Al igual que sucede con la palabra “izquierda” (hoy todo el mundo es de izquierdas, ya se trate de un jornalero o de un multimillonario) la adopción generalizada del “feminismo” por la vulgata bienpensante hace que el término esté a punto de devenir obsoleto.
Aún así, todavía pueden reconocerse diferentes tipos de feminismo. Hubo un feminismo que centró su lucha en la consecución de la igualdad jurídica, social y civil de la mujer con el varón, y que ofrece un balance a todas luces positivo. Se trata de un feminismo que responde a principios de la más elemental justicia, y que como tal debe ser plenamente asumido. Pero hay otro feminismo, hoy en vías de imponerse: el que busca suprimir la distinción sexual en todos los ámbitos de la vida. El que prescinde del sexo como hecho natural, y lo sustituye por el género, entendido como nuevo criterio de diferenciación sexual al arbitrio de la elección de cada persona.
Cuando todo un Presidente de Gobierno se define como “feminista radical”, no cabe sino asumir que los poderes públicos se han apuntado en España a todo ese proceso de reinvención del feminismo: un sonajero mediático-progresista, adecuado para disimular el desvaído estado de la panoplia ideológica de la izquierda, pero que más allá de sus consecuencias prácticas inmediatas encierra, en último término, todo un programa filosófico: la deconstrucción de la “masculinidad” y de la “feminidad”, que ahora se definen como los resultantes socioculturales de una situación de opresión. ¿Qué queda entonces de la identidad femenina?
Mujeres de pelo en pecho
El neofeminismo abomina de la idea de que “la mujer” tenga una esencia. Simone de Beauvoir, en su biblia del neofeminismo, El segundo sexo, explica cómo los diferentes prototipos de mujer (coqueta, frívola, caprichosa, o sumisa, cariñosa, abnegada, etc.) no son sino productos culturales por los que la mujer se define siempre como madre, esposa, hija, hermana, etc., y sólo por relación al hombre. En esta línea, De Beauvoir denunciaba el diferencialismo sexual, la idea según la cual hombres y mujeres son esencialmente diferentes. Para el neofeminismo, esta idea no sería sino el producto de un régimen de patriarcado, que en último término reduce a la mujer a la condición de reposo del guerrero. En consecuencia, las mujeres deben definirse por sí mismas, y no en relación al hombre. La conclusión es que “las mujeres no nacen, se hacen”.
Sentadas las premisas, se despliegan las consecuencias. ¿En qué consiste ahora “ser mujer”? En primer lugar, se parte de una definición en negativo: ser mujer es formar parte de una clase oprimida. En segundo lugar,el neofeminismo postula en la práctica que la mujer deje de ser mujer para equipararse al varón. Porque, al fin y al cabo, este discurso neofeminista equivale a considerar a la mujer como “un hombre con un cuerpo molesto”, un hombre incompleto o un hombre fracasado.
¿Y que hacemos con la naturaleza? La ideología de género acude al rescate. Esta ideología es el marco conceptual del neo-feminismo, una ideología que escinde el sexo del género, la naturaleza de la cultura. Según este enfoque, los términos que corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que corresponden al género son los de masculino y femenino: construcciones psicológicas y culturales independientes del “sexo biológico”. La ideología de género desemboca por tanto en el reconocimiento jurídico del “deseo” como fundamento del derecho… a ser hombre o ser mujer. Lo que abre el campo a todas las extravagancias: ser mujer consiste ante todo en sentirse como tal. La Ley de Identidad de Género aprobada en España ya permite la modificación documental del nombre y el sexo, sin operación genital ni procedimiento judicial. En resumen, para el neo-feminismo el “genero femenino” se refiere a una clase oprimida, compuesta por mujeres y por hombres “biológicos” que se sienten mujeres, y en el que el patrón social básico es masculino. (Marca suprema de aseptización: la sustitución de los términos “padre” y “madre” por los de “progenitor A” y “progenitor B").
Ni que decir tiene que todo este proceso tiene su paralelo inverso en el caso del hombre: desvalorización de todos aquellos aspectos considerados demasiado masculinos o “machistas”, y apertura hacia su “lado femenino”. Virilización de la mujer y feminización del hombre: un proceso de abolición progresiva de toda diferencia, paralelo al de los otros muchos mestizajes en curso. Si durante siglos se consideró que la cultura se adecuaba a la naturaleza, hoy en día es la naturaleza la que se adecua a la cultura. La destrucción del orden simbólico-sexual deja paso una concepción “fluida” de las identidades sexuales. Un proceso de fusión en un gran aglomerado de individuos iguales, indiferenciados e intercambiables. Un fenómeno estrictamente post-moderno. Y al dictado de los ritmos económicos.
Las mujeres y la trampa del Capitalismo
El periodista Érik Zemmour describía hace poco, en un exitoso ensayo publicado en Francia, [1] la “trampa” que el capitalismo tendió a las mujeres europeas: la supuesta “liberación” mediante su inserción masiva en el mercado laboral, en condiciones más alienantes que las de los hombres. En realidad -señala Zemmour- a lo largo de la historia las mujeres siempre habían trabajado, ya fuera en la tierra o en el comercio en las ciudades. Sólo durante el interregno de la sociedad burguesa, a partir del siglo XIX, las mujeres pasaron a recluirse en casa, en un mal mimetismo burgués de las “clases ociosas” de la aristocracia. La gran novedad se produjo en los años 60, con la incorporación masiva de las mujeres al mundo del trabajo asalariado. Ello proporcionó al capitalismo un ejército de reserva de trabajadores que permitió así contener las reivindicaciones salariales de los obreros occidentales. La desigualdad de salarios padecida por las mujeres durante esta fase se correspondía con su papel subordinado respecto a los trabajadores masculinos, de conformidad con las necesidades objetivas de la economía capitalista.
En una segunda fase, la globalización, el capitalismo, ya no precisa de nuevos brazos en Occidente: los encuentra en China, India y otras zonas del Tercer Mundo o economías emergentes. A partir de ese momento, el capitalismo necesita sobre todo consumidores. Y se pone en marcha todo un fenómeno inverso y complementario al anterior: las mujeres son en general mejores consumidores que los hombres. En consecuencia, extensión de los “valores femeninos” a todo el cuerpo social, feminización de los varones y puesta de largo mediática de los gays.
Obligadas a competir con los varones en la cadena de producción capitalista, las mujeres se vieron obligadas a interiorizar a marchas forzadas muchos de los atributos asociados a los hombres: agresividad, competitividad, dureza, virilidad. La maternidad pasó a ser un estorbo, tanto para las empresas como para la “realización personal” de las mujeres. Las amas de casa tradicionales pasaron a ser despreciadas y ridiculizadas por la cultura oficial (en España, con el apelativo degradante de “marujas”).
Paradójicamente el mercado y la publicidad siguen en gran parte proponiendo modelos muy femeninos, pero éstos se reducen al ámbito de la estética: el culto a la belleza, a la juventud y a la forma física. Modelos inalcanzables para muchas mujeres, pero perfectos para sostener la espiral de consumo. Atrapadas entre los valores masculinos imperantes en su realidad sociolaboral y los valores femeninos exaltados por la publicidad, muchas mujeres oscilan entre la confusión y una notable falta de armonía. Pero en el campo de los usos y formas sociales, el resultado global está a la vista: un mimetismo cutre del varón, muy frecuentemente de lo peor del varón. Indiferenciación en el vestir, vulgaridad en el lenguaje, chabacanería en el comportamiento, agresividad en el trato, hostilidad ante el juego de la “seducción”. No hace falta decir que a todo este proceso de masculinización acelerada ha coadyuvadoel aparato teórico y la fuerza social desplegada por los movimientos neofeministas.
El finado Francisco Umbral solía decir que aquí ha habido mucho feminismo de bragas de esparto. Un feminismo ceñudo y macho que destila resentimiento ante un cierto tipo de mujer: la mujer femenina. Y que curiosamente, en algunos países europeos ha supuesto el perfecto relevo para un feroz puritanismo religioso que se encargaba sistemáticamente de aniquilar el deseo en los hombres. Extraña paradoja: tras predicar la “libertad sexual” y el derribo de los tabúes durante los años 60, muchas feministas llegaron a la conclusión de que el verdadero beneficiario de tanto desmadre era “el macho” y sus estrategias de dominación sexual. Con lo cual… vuelta al casillero de salida. Muy significativamente, algunas de las neofeministas anglosajonas más extremas han llegado hasta a teorizar la “contrasexualidad” y a abogar por la reproducción vía laboratorio. Si el rechazo al sexo se justificaba antes por la moral y por el “qué dirán”, hoy en día lo es por el “respeto” y por la “igualdad” en aras de la corrección política. En ambos casos, la seducción es la víctima.
No es extraño que, ante panorama tan inhóspito, un número creciente de hombres europeos busquen aventuras y/o parejas en sociedades más “atrasadas”, donde la alteridad entre sexos todavía funciona y donde las mujeres no han sido todavía concienciadas para ver en el hombre un enemigo. Y en un paralelismo lógico, no es extraño tampoco que un número creciente de europeas dejen a sus hombres con el carrito de la compra para escaparse a países donde, lejos de tanto varón domado, puedan divertirse con hombres en estado bruto.
Y en Europa la lógica igualitaria lo invade todo, y el mundo es cada vez más gris, más aburrido, más aséptico. Es ese mundo que el novelista francés Michel Houellebecq describe en sus novelas: un mundo europeo en el que los hombres y mujeres, lisa y llanamente, ya no se soportan entre sí. Una sociedad sin empatía y sin aventura, a la que la industria turística suministra en el Tercer Mundo sus exilios sexuales de temporada. ¿Exageraciones?
Eterno femenino y “eterno retorno”
La ideología de género, institucionalizada como discurso oficial, está lejos de ser la única opción posible dentro del campo del feminismo. Existe también un feminismo diferencialista que plantea sus reivindicaciones desde el reconocimiento de la alteridad y la complementariedad entre los sexos, y que rechaza el modelo masculino como patrón universal para el género humano. La teórica feminista franco-belga Luce Irigaray denuncia ese “feminismo universalizante” que no reconoce una naturaleza femenina ni masculina, y que ha caído en la trampa de adherirse a valores supuestamente universales que en último término no son sino valores masculinos. Para Irigaray, “nos hemos convertido en pulsionalmente unisexuales”, pero de un sexo único, patriarcal. Y añade: “querer suprimir la diferencia sexual es invocar un genocidio más radical que todo lo que hasta ahora se ha conocido de destructivo en la historia”.
Si aceptamos esa idea de alteridad básica entre los polos masculino y femenino, no tendría sentido formular comparaciones entre hombres y mujeres en términos absolutos, puesto que no existe un baremo de comparación común para ambos. Aunque sí se abre la vía para otro tipo de comparaciones: ¿Qué modelo social es preferible, el hombre masculino o el hombre feminizado? ¿Qué modelo social es más atractivo, la mujer masculinizada o la mujer femenina? A cada cual encontrar su respuesta…
No deja de ser paradójico que la “cultura unisexual” tenga su epicentro en Europa, una civilización cuyo imaginario colectivo -a través de su visión de lo sagrado, de su arte y de su literatura- llevó hasta el paroxismo la expresión de los arquetipos masculinos y femeninos. Y no deja de ser paradójico que sea en Europa -la civilización que más ha exaltado la feminidad- donde la feminidad se encuentra más cuestionada.
Hay una cierta grandeza en las viejas concepciones cíclicas del tiempo: un cierto sentido de la justicia histórica, una confianza en que la memoria más larga tal vez nos permita anticipar el porvenir. Desde ese espíritu, tal vez sólo quede confiar en un eterno retorno de ese eterno femenino que el imaginario europeo supo expresar como nadie. Diosas, reinas o heroínas, todo el registro de actitudes y pasiones humanas -desde las más creadoras a las más violentas o destructivas- encontraron en Europa su forma femenina de expresión: lejos de toda visión meliflua o arcangélica, lejos de toda idea de la mujer como objeto, como auxiliar del hombre, como hombre incompleto.
El eterno femenino no se puede definir, sólo se puede sentir. No se puede explicar, pero sí se puede expresar. Cualquier hombre al que de verdad le gusten las mujeres sabe a lo que nos referimos. Ese “algo misterioso que daba miedo a Leonardo y a Amiel”, que cantaba el grupo La Mode allá por los años 80. Su redescubrimiento tal vez marque el momento en que hombres y mujeres, en Europa, empiecen de paso a redescubrirse. Suena reaccionario ¿verdad?.
[1] Eric Zemmour Le premier sexe. Denoël, 2006. Editado en España con el título Perdón, soy hombre por Áltera, 2007.