El 16 de Octubre se cumplió un aniversario de la
muerte de María Antonieta, símbolo de la realeza humillada por la revolución.
Rubén Calderón Bouchet la evoca a raiz de profundas y simples reflexiones sobre la
historia.
Partimos de un hecho que es imposible discutir: el pasado no puede ser vivido en la memoria por mucha fidelidad que ésta ponga en el sostenimiento de sus recuerdos y, el acto mismo de recordar, es hacer una cierta selección de las circunstancias vividas que sólo retiene algunos aspectos de una realidad que se complace en escapar por todas las pendientes como un estanque desbordado.
Si pretendemos, más allá de la memoria personal, traer a la mente pasajes de una época que no hemos vivido y a la que podemos asomarnos a través de las memorias o documentos dejados por otros, la posibilidad se hace todavía más difícil y resulta absolutamente imposible escapar a las exigencias de evocar una suerte de sueño creado casi totalmente por la fantasía. Trato de atenuar la extensión del adverbio totalmente por respeto a los documentos que dirigen la faena de la imaginación y permiten distinguir lo que consideramos una obra histórica de una ficción novelesca en la que los pormenores del suceso son el producto de nuestra capacidad creadora.
Sarmiento vio desfilar por la ciudad de San Juan a los soldados de Facundo. Hasta que punto sus prejuicios, sus temores, las ideas que con el transcurso del tiempo y el carácter de sus estudios se forjó sobre la personalidad de Facundo, influyeron sobre esa visión que tiene todo el aspecto de ilustrar el tema de la barbarie en su famosa lucha por la civilización y el progreso. Una visión objetiva del pasado en la que no aparezca para nada el calor de las pasiones que alimentan nuestros recuerdos o la evocación de sucesos que no hemos vivido personalmente pero ante los cuales no permanecemos indiferentes, es absolutamente imposible y, si por casualidad se diera, la frialdad de los hechos evocados harían caer el libro de nuestras manos como si estuviéramos leyendo una guía telefónica.
La historia es vida y su persistencia en el presente desde el cual se la evoca es tanto más patente cuanto más vital la recepción hecha por el historiador. Pero aquí conviene distinguir entre la continuación de un discurso partidario y la exposición hecha por un analista capaz de descubrir el sesgo pasional de los protagonistas y exponer sus puestas con la vivacidad del que puede ponerse en todas o casi todas las situaciones, que el complejo ámbito de la historia permite vivir. Michelet tenía todas las condiciones requeridas para meternos en un trozo de la historia de Francia y hacernos vivir apasionadamente los momentos evocados por su pluma. Pero era fundamentalmente un orador y un orador que continuaba el discurso de Dantón y convertía la toma de La Bastilla en el símbolo de una gigantomaquia en la que luchaban dos fuerzas míticas: el Pueblo y la Opresión.
Como los que combaten en la realidad son hombres y no entelequias, el discurso de Michelet pudo ejercer un fuerte influjo en los que todavía estaban bajo la sugestión de tales entidades, pero dejan completamente fríos a los que quieren, más allá de los símbolos, penetrar en los entresijos de las auténticas nociones humanas. Si, entendemos: el pueblo y la opresión, pero también sabemos que la Bastilla era una cárcel para gente selecta y en donde nunca hubo hombres del pueblo propiamente dicho, por eso conviene hacer unos retoques al discurso de Michelet y bregar por un poco más de claridad en la reconstitución del evento.
Esto indudablemente puede lograrse y basta penetrar con alguna sagacidad en la documentación existente y evitar, dentro de lo que nos es posible, asumir una actitud decididamente partidaria. Es cierto: el punto de mira de las estrellas, no es el de los hombres, pero es aquí donde el catedrático debe apelar a la ironía para poder responder, con una sonrisa, de la posible parcialidad de su enfoque. Fui siempre un enamorado de María Antonieta y nunca, en mi fuero íntimo, me permití dudar de la honesta integridad de su conducta pero es indudable que el Conde de Fersen vivió más cerca de ella que yo y su enamoramiento pudo ser menos platónico que el mío. No obstante, asumo la responsabilidad de que pudo existir entre ambos, un sentimiento de noble abnegación por parte del caballero y de una discreta complacencia sentimental por parte de la dama.
Historiadores tan decentes como Bernard Fäy ponen en rigurosa duda la existencia de tan sublimes relaciones, pero yo no, y apelo a esa página de amor que escribió Edmundo Burke para recordarla en el esplendor de su juventud, cuando era una niña de quince o dieciséis años y apareció ante sus ojos en el marco luminoso de un Versalles que todavía no había conocido el dolor del vejámen revolucionario.
“It is now sixteen or seventeen years old I saw the queen of France, then the dauphiness, at Versaiiles; and surely never lighted on this orb, which she hardly seemed to touch, a more delightful vision!”.
Claro, Burke era irlandés y esta raza ha sido completamente arruinada por su persistencia en seguir siendo católica cuando ya el asunto no era de estación. Se me dirá que Burke fue protestante y esto es muy cierto, pero hijo de una católica estuvo siempre comprometido un poco con la mentalidad papista y si no, que lo diga esa página sobre la desdichada reina de Francia y muchas otras que jalonan sus reflexiones sobre la Revolución Francesa y que obedecen a un punto de mira irrevocablemente contrario al de cualquier buen protestante.
Persisto en mis trece: no cualquiera pude evocar una reina sin cometer algunas felonías típicas de la mentalidad demo liberal tan cara a nuestra época. Hollywood las fabrica a piacere y la pobre muchacha que las encarna a su debido tiempo y que ha sido criada en algún pupilaje harto complaciente con las debilidades sexuales, no encuentra ningún inconveniente en suponer que la primera dama del Reino de Francia era de tan frágil arcilla como ella misma y estaba siempre dispuesta a complacer a un súbdito con la dádiva de un órgano que le había sido dado para su solaz y capricho.
¿Es que parir un rey es tan diferente a parir un quidam cualquiera? Aquí resulta conveniente poner un poco de atención a eso que llamamos los condicionamientos culturales y que generalmente nos sirven para justificar algunas manías homosexuales en detrimento de esa fijación en el sexo que atribuimos a dichos condicionamientos. Pero si es la cultura la que nos hace hombres y mujeres, ¿por qué no pensar que puede también forjar reyes y reinas, con saludables diferencias en sus actitudes específicas?.
No ve quien quiere sino quien puede y esta afirmación que se impone por el peso de su evidencia, se complica un poco sin perder veracidad, cuando trasladamos nuestra visión al campo de los hechos históricos. A prima facie los acontecimientos que nos ofrecen los datos existentes, pocos o muchos, no difieren esencialmente de aquellos que nos toca presenciar en nuestra vida cotidiana: hombres y mujeres movidos por sus ambiciones, sus orgullos, sus apetitos o sus temores, debatiéndose en un ámbito cuyo decorado puede ser muy diferente al que frecuentamos, sin que el cambio del marco se traslade a la naturaleza de los protagonistas.
No obstante las notas comunes de nuestros comportamientos, tenemos que tomar en consideración las preferencias valorativas de cada época y saber apreciar los signos que impone la educación recibida en los diversos grados de la escala social. Si carecemos de la sensibilidad que se precisa para distinguir tales matices, la monocromía de nuestra visión del pasado será transferida a un cuadro carente de la vivacidad y colorido propios de la vida real.
El orgullo como el desprecio son sentimientos que todos podemos sentir con más o menos fuerza, pero para apreciar sus beneficios morales hay que verlos encarnados en un hombre poseedor de una escala de valores en quien la altivez, la soberbia de la vida y el desprecio por las actitudes ruines y bajas se hace sentir como un don que jerarquiza y eleva, sin detrimento de la generosidad y la modestia cuando la ocasión lo requiere. No puede despreciar quien no estima y la calidad de sus desprecios tiene que medirse por el valor de sus estimaciones. Nuestro Señor despreció todos los ofrecimientos que el Tentador le hizo en el desierto, pero no despreció ni al leproso, ni a la pecadora, ni al pobre publicano avergonzado de su mísera condición. Despreció a los mercaderes del templo y a los doctores de la Ley que pretendían confundirlo con sutilezas de rábulas, pero no despreció al centurión romano que le pidió por la salud de su esclavo. La nobleza de un hombre se mide más por la calidad de sus desprecios y pude decirse sin temor de cometer un desatino: dime qué cosas desprecias y te diré quien eres.
Se dice que el orgullo es una exagerada estimación de sí mismo y, en tanto exagerada, tal estimación, resulta defectuosa, pero si caemos en el vicio contrario: una actitud despectiva con respecto a nuestra propia dignidad, muchas veces inspirada por el mismo orgullo que suele caer en esos juegos a dos bandas, la situación moral es mucho peor. El desprecio por sí mismo es difusivo y tiene una tendencia inconcebible a extenderse a todos los demás creando un clima de bajeza en el que resulta fácil percibir la presencia invertida del orgullo.
Las sociedades sanas han sabido cultivar ciertos orgullos que, bien administrados, juegan un papel honroso en la distribución de las jerarquías que un buen orden moral impone. Sentirse orgulloso de pertenecer a una familia de honor y de prestigio no es una vanidad superflua y en muchas oportunidades sirve de estímulo para inspirar una conducta en consonancia con esos antecedentes. El “self made man” no es de confiar y en los antiguos regímenes se tenía muy en cuenta el peso de la familia y en poca consideración a los advenedizos. En Roma para ser alguien había que apelar a la manifestación de “los rostros” o sea a las máscaras mortuorias de los antepasados que se hacía desfilar para acentuar el valor de un prestigio naciente.
Hoy es fácil abominar de todos estos ritos y adscribirlos para siempre a los perjuicios de una mentalidad obsoleta. No olvidemos que el hombre antiguo era mucho más social que nosotros y muchos de esos usos que llamamos despectivamente “prejuicios”, eran las defensas vivientes de un orden civil que nuestro individualismo burgués ya no conoce. El noble era educado como noble y el rey y la reina como reyes y en esta educación, en este condicionamiento cultural, se imponía un código que los historiadores tienen que comprender si pretenden tener una idea adecuada de lo que efectivamente sucedía en el Antiguo Régimen.
Hay dos historiadores franceses que encarnan, respectivamente, dos mentalidades diferentes al pasado de su propia nación: Numa Denis Fustel de Coulanges y Jules Michelet. Ambos han sufrido el influjo de las ideas liberales y del positivismo científico que fueron las enfermedades de la inteligencia francesa del siglo XIX, pero Fustel, más atento y mejor dispuesto para con la verdadera Francia que Michelet, supo ver en el Antiguo Régimen virtudes que Michelet, más burgués y republicano, no consideró dignas de una valoración adecuada. Hasta en el estilo con que presentaron sus estudios se puede apreciar la diferencia: muy clásico y contenido el de Fustel de Coulanges, romántico y muy oratorio el de Michelet, ilustran esas dos vertientes de la espiritualidad francesa que en ocasiones se mezclan para nuestro desconcierto y nos obligan a modificar nuestros esquemas valorativos: Barbey escribía como un romántico y pensaba como un clásico, al revés de Anatole France que escribía como un clásico, pero rendía inesperado tributo a los dioses de la revolución.
No obstante cuando Anatole volvía sus ojos al pasado, el espíritu clásico predominaba en él y así tratara de una escritora como Mme La Fayette o de una actitud como de una galantería en el gran siglo de Luís XVI, sabía apreciar con exquisita fineza los matices más refinados de las nobles costumbres de la cortesía francesa.
Hemos entrado a empellones en el siglo del consumismo y la historia nos viene preparada a salsa norteamericana con una gruesa dosis de erotismo democrático y otra no menor de deformaciones bien dispuestas para satisfacer nuestras exigencias igualitarias.
Un gentilhombre es una suerte de bailarín que hace malabarismos con una espada de utilería y una dama, una muchacha enjaezada como una carroza de carnaval y que lanza miradas lánguidas a través de sus falsas pestañas.
Los trajes están bien copiados y las ceremonias imitadas sobre la base de excelentes pinturas, pero los gestos delatan el teatro y el deseo de mostrar una sociedad que trata de acentuar las diferencias de clases con posturas de cómica superioridad.
Rubén Calderón Bouchet