No trato de ofender, ni mucho menos. Más bien de alertar. La idiotez es la epidemia invisible que aflige al catolicismo desde hace mucho tiempo. Podemos parafrasear aquello de Ortega -Lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa- aplicándolo al pueblo católico y quizás resulte que lo que nos pasa es que desde hace demasiado tiempo padecíamos ese idiotismo.
Los inventores de la palabra idiota fueron los antiguos griegos. Para ellos, idiota era el ciudadano que no ostentaba ninguna responsabilidad política. La palabra, al comienzo, no era particularmente ofensiva. Describía una situación por la que pasaban muchos y no implicaba de suyo indiferencia por la cosa pública.
Progresivamente, el término idiotes vino a denominar al creciente cuerpo de los que se desinteresaban permanentemente del bien común, dejando que otros se disputasen la dirección de la ciudad, mientras ellos se dedicaban a sus asuntos particulares.
Idiota tiene la misma raíz que idioma e idiosincrasia: idios, que significa lo particular, lo privado, lo específico, lo peculiar, lo que tiene que ver con la intimidad.
Para Santo Tomás idiota tiene ya claramente un sentido peyorativo: el que conoce sólo su lengua materna (“Idiota proprie dicitur qui scit tantum linguam in qua natus est”, Super I Epistolam B. Pauli ad Corinthios c. 11), que viene a ser lo mismo que no haber llegado a adquirir el verdadero conocimiento (“non habens scientiam adquisitam”, S. Th. I, q. 84, art 3).
Idiota, antes que implicar debilidad mental, designa al que se recluye en lo originario, en lo privado, en lo familiar, y se desentiende de sus deberes en el orden de lo común, específicamente, de lo político. El idiota político incurre en un espejismo: el de creer que es posible conocer y realizar sus intereses temporales sin la participación en el bien común. No sólo sin recibir del bien común esa realización, sino también sin cumplir con sus deberes políticos.
Cuando los bárbaros han tomado la ciudad -como es el caso- y hacen uso de las instituciones políticas para la destrucción del bien común, sólo queda la virtualidad vivificante del bien común acumulado por las generaciones anteriores y más felices. Eso y el comportamiento virtuoso, conforme a la justicia general.
Por lo demás, lo que se presenta como bien común no son sino los elementos más mostrencos éste, que acompañan a toda acción de gobierno: la regulación de la convivencia y de un cierto orden público.
Hay un mal añadido al de esta barbarie institucionalizada que plagia la vida política.
Se trata de la penosa actuación de los que aprovechan esta subversión para intentar convencernos de que el Estado y la política son, por naturaleza, el enemigo; que incluso cuando estaban al servicio de la doctrina católica, torvamente aspiraban a instrumentalizarla; que, en realidad, bien común es mero orden público que ampare la búsqueda de los bienes privados y que el Estado debe ser no sólo mínimo, sino neutro.
Los católicos -si hubiéramos de seguir esta peculiar idiotez religiosa- debiéramos defendernos siempre de la política y dedicarnos a nuestra religiosa piedad, lo más privada posible: que otros se preocupen de la política y de las cosas temporales.
Pareciera que es una locura defender -ahora, precisamente ahora- que el bien común tiene primacía siempre sobre el privado; más todavía: que el bien de los individuos depende del bien común, incluso cuando éste está reducido al testimonio del bien común de nuestros antepasados y al cumplimiento de los deberes de justicia general de los ciudadanos.
Sin embargo, es nuestra condición de hombres y de cristianos la que nos exige seguir creyendo y cumpliendo con nuestros deberes hacia la sociedad, la que nos impide aceptar el fracaso de hoy como demostración de otra cosa que no sea que la existencia del misterio del mal.
Pudiera ser que el fin de la Historia estuviera a la vuelta de la esquina y con él la segunda Venida. Pudiera ser, o no. Pero sea como fuere, que el tiempo nos alcance custodiando la verdad íntegra, también la de nuestros deberes políticos y ejerciéndolos. Siempre derramando fe, esperanza y caridad, a campo abierto.
Seamos Católicos, nada más que Católicos.