La Importancia del Matrimonio

Enviado por Esteban Falcionelli en Dom, 11/10/2009 - 3:56pm





No pasan
semanas, sino días, que no tengamos que deplorar el espectáculo de hogares
desunidos
, de uniones quebrantadas, cuya separación es más definitiva por otras
uniones adúlteras, o que no tengamos que comprobar la ilegitimidad de uniones
que se podría creer regulares. ¡Cuántos dramas de consciencia, cuántos dolores
morales escondidos!.


Pero lo
más grave, es la comprobación de una ignorancia inconcebible de las
obligaciones del matrimonio, como esta unión no dependiese más que de la
voluntad humana, y que los derechos y deberes que derivan de ella no existiesen
sino en la medida que los cónyuges lo deseen. O, si se conocen las leyes que
rigen el matrimonio, no se entiende el rigor; y, frente a los numerosos
ejemplos de aquellos que las violan, no se entiende que esta libertad no sea
aceptada por la Iglesia como más conforme con el espíritu moderno.


Con cuanta
frecuencia, con ocasión del cuestionario que detalla las obligaciones del
matrimonio, se escuchan reflexiones que testimonian un increíble
desconocimiento de todo lo que este contrato tiene de grave y de sagrado.


No es raro
encontrar, incluso entre los que todavía tienen, gracias a Dios, una idea clara
de la importancia y de la santidad del matrimonio, una indulgencia, o más
exactamente una tolerancia benevolente para con las separaciones, para con las
uniones libres, que no dejan de constituir un verdadero escándalo, sobre todo
para la juventud.


Con la
asistencia al cine y a espectáculos que ofrecen todo aquello que es contrario a
las buenas costumbres y a la santidad del matrimonio, termina por acostumbrarse
a todo lo que tendría que ser mirado como un objeto de reprobación.


Incluso en
algunos hogares católicos, las conversaciones sobre estos temas son frecuentes
y no revelan ninguna desaprobación, con gran daño para los jóvenes que las
escuchan. No se teme introducir en el hogar revistas o novelas donde el
matrimonio estable, indefectible, es ridiculizado en provecho de la unión
egoísta y pasajera
.


Este
acostumbrarse los ámbitos católicos a las ideas falsas difundidas por los no
católicos es gravemente nociva a la santidad del matrimonio.


Cuántos
hogares serían más dignos, más unidos, más apaciguados, si el esposo buscase la
sana recreación en lugar de darse a la bebida, si la mujer fuese más modesta en
lugar de entregarse a las vanidades.


«El
matrimonio
-dice nuestro Santo Padre Pío XI- no fue instituido ni restaurado
por obra de hombres, sino por obra divina. No fue protegido, confirmado, ni
elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la
naturaleza, y de su restaurador, Cristo Señor Nuestro. Por lo tanto, sus leyes
no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo
contrario con los mismos cónyuges (...).


Mas,
aunque el matrimonio sea de institución divina por su misma naturaleza, con
todo, la voluntad humana tiene también en él su parte, y por cierto nobilísima,
porque todo matrimonio, en cuanto que es unión conyugal entre un determinado
hombre y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de
ambos esposos (...).


Es cierto
que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que las de determinarse
o no a contraer matrimonio, y a contraerlo precisamente con tal o cual persona;
pero la naturaleza del matrimonio está totalmente fuera de los límites de la
libertad del hombre, de tal suerte que si alguien ha contraído ya matrimonio se
halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales»
.


¿Cuáles
son las propiedades del matrimonio?


El sentido
común, que es la expresión de la verdadera sabiduría, y las Sagradas Escrituras
con la Tradición, nos enseñan que son dos: la unidad y la indisolubilidad.


Estas dos
propiedades, que descartan por una parte la presencia de una tercera persona en
el matrimonio, y por otra parte la posibilidad de romper el vínculo establecido
por el contrato concluido entre los dos cónyuges, encuentran su raíz profunda
en la naturaleza humana establecida por Dios. La naturaleza misma del contrato
matrimonial, la de constituir la sociedad familiar por la presencia de los
hijos, exige absolutamente la unidad y la estabilidad perfecta del matrimonio.


«La
fidelidad conyugal y la procreación de los hijos
-dice Santo Tomás- están
implicados por el mismo consentimiento conyugal, y en consecuencia si, en el
consentimiento que constituye el matrimonio, se formulase una condición que les
fuese contraria, no habría verdadero matrimonio»
.


La unión
conyugal une todo en un acuerdo íntimo; las almas más estrechamente que los
cuerpos.


El
matrimonio contraído por dos almas que se dan una a la otra teniendo como
perspectiva la eventualidad de una separación, es un mentís insolente dado a
las más nobles aspiraciones que el corazón humano aporta en este acto solemne;
es la contradicción llevada a lo más íntimo de dos corazones que se unen. Decir
contradicción no es bastante; los pretendidos derechos del corazón a no ser
irrevocablemente encadenado, no es otra cosa y no se pueden llamar de otra
manera que cobardes necesidades del egoísmo.


Admitir en
el contrato matrimonial que se pueda quebrar el vínculo, no es sólo contrario a
la naturaleza de la sociedad conyugal, contrario a la naturaleza humana, sino
también y sobre todo, contrario al fin mismo del matrimonio, de la sociedad
humana.


¿Qué
sucederá, en efecto, con los hijos, esos seres divididos, más tristes que los
huérfanos, que sacan del afecto por su madre el odio para con su padre, y que
aprenden de su padre a maldecir a su madre? ¿Puede concebirse un contrato de
matrimonio que admita la perspectiva de una semejante disociación de la familia
y que haga pesar sobre los hijos la amenaza de una existencia herida para
siempre en sus más profundos afectos?


Mons. Marcel Lefebvre, en su Carta Pastoral del 11 de febrero de 1950.