(De Postrimerías del Monte, de Juan Alberto Bello).
Después de varios años de casado y varios críos en su haber, habiendo juntado unos pesos se puso a buscar casa. A él le gustaba la montaña y para ese lado tiraba, pero ella trataba de traerlo a la realidad- asunto a todas luces difícil - y por fin acordaron en una que se recostaba en la ladera sur del cerro Santa Elena ya casi dentro de la quebradita que forma con el cerro Melón.
Desde ese día sus ojos azules se llenaron de sierra, y el olor de las jarillas lo llamaban como un canto ancestral. Poco tardó en hacerse de un caballo y no bien llegado el fin de semana se borraba de su mente la oficina, el automóvil y los papeles. Armaba su montura al más puro estilo cuyano de fines del siglo diecinueve y de sombrero aludo y bombachas, partía para los cerros que se dibujan al oeste. Nosotros sabemos que su viaje era más largo de lo que todos pensaban, era de esos hombres que no se hallan en su siglo y el viaje no sólo era a los puestos del pedemonte; era un viaje en busca de un pasado que no le pertenecía pero que de una manera extraña lo reclamaba, era un viaje en el tiempo y en los sueños. En ocasiones lo escuchamos decir que tenía nostalgias de cosas que nunca había vivido.
Para ella esa partida, aunque la sabía un capricho del niño que trae todo hombre, no dejaba de saberle a abandono y traición. Él partía a un mundo en que nadie de los suyos estaba y lo presentía como un rechazo, era tan lejos dentro suyo que un día podría no volver... a pesar de estar
De aquellos paseos resultó que rentó un campito con un viejo puesto de cabras que en los días diáfanos se ve desde los altos de Vistalba — desde el borde de la ruta que corona al Santa Elena — privilegiado lugar que en otros tiempos juntaba lo más granado de la sociedad terrateniente lujanina para ver los amaneceres maravillosos que le dieron nombre al paraje. Aún hoy, cuando ese sol nace estallando como una herida mortal de la noche, se puede verlo acariciando el puesto criancero que se recuesta al pie del cerro Melocotón erizado de álamos como lanzas y rodeado de un halo más claro, halo que forma en el piso el ramonear de las cabras cuando en las tardes esperan alrededor de la casa a que se les abra el corral. Se lo conoce como puesto El Peral. Y allí, de esta manera y de esta manía, una vieja historia cruzó su vida — o quizá su vida atravesó una vieja historia — que he tratado de rearmar con algunos pocos recuerdos del protagonista y aún menos comentarios de los que quedan vivos y a los que la sola mención empaña los ojos.
La casa del puesto, que data de la década de 1880, es una casona grande de adobes y chapas, de las del tipo de galería, dos grandes piezas en fila y la cocina; por detrás está el monturero que sirve de depósito de forrajes y herramientas, y un galpón grande que hace de cuadra para los peones y visitantes.
Dentro de la cocina y como únicos lujos, hay contra el fondo un viejo hogar de barro a cuyos lados cuelgan parrillas, sartenes y cacerolas tiznadas. Una de las paredes de aquel horno es un gran tacho de chapa zincada, remachado en la costura, que fuera una vieja caldera de tambo y que ahora hace las veces de calefón. Una mesa pesada de madera gastada con dos bancos bamboleantes, y sobre la pared, la pileta de cemento y la larga mesada de granito a la que no abandona el olor de los carneos.
Lo que más llama la atención es que está ubicada sobre un alto morro pedregoso, a los cuatro vientos, asomada por un barranco que hace orilla de un cauce aluvional, dentro de una ancha y larga quebrada que forma el cerro Melocotón por el norte y el furgón del Punto Blanco por el sur (se le llama furgón a las estribaciones mesetarias de algún cerro, que parecen que van a la rastra del mismo), y que para darle fundación se ha construido una enorme plataforma rectangular de piedras, de unos trescientos metros cuadrados y de un alto de poco más de un metro, convirtiéndola en una especie de atalaya que hace cara hacia el este, donde se desliza por unos quince kilómetros la meseta inclinada que separa las Chacras de Coria de la precordillera. Meseta poblada de jarillas y coronillares en medio de la cual se ve serpentear la huella que lleva al puesto. Dos grandes y retorcidos barnices sombrean por atrás y por delante la casa, uno de unos doscientos años y el otro, joven, de no más de cien. De frente un modesto jardín, y atrás la quintita de frutales; todo rodeada de álamos y entre medio, su gran orgullo: dos enormes corrales de piedra apircada que delatan mayor antigüedad que el caserío. A poco andar quebrada arriba, unos dos mil metros rodeando el Melocotón hacia el noroeste, encontramos el puesto histórico - o lo que queda de él — enclavado casi al fondo de una pronunciada quebradita bien protegida por los cuatro costados, al borde de una vertiente que nace al pie de un montecito de perales, y de allí el nombre del lugar. Este ranchito no tiene pretensiones de amplias vistas como la casa nueva y se contenta con estar al reparo de los vientos y las nevadas. Está construido con las mismas piedras que los corrales, pero ahora ya no simplemente apircadas, sino que las paredes son dobles y entre medio una colada de barro que las amalgama; solo una pieza y una cocina de no más de diez metros cuadrados cada una, el piso de tierra - ya ganado por el coirón- y sin techo, que debe haber sido de ramas, barro y paja. A unos diez metros, de tres por tres, la letrina, sobre las que se apoya los restos de lo que puede haber sido un galponcito de herramientas. Todo habla de extrema pobreza y de duras costumbres. En una pared de la pieza y como única irregularidad, hay un nichito en la piedra y el alma a uno se le estruja de pensar lo que guardaba. A pocos pasos quebradita arriba, quedan restos de corrales de pircas, bien encajonados para proteger los animales del frío.
El comenzó por arreglar la casa, dotándola de algunas comodidades y pintándola color sangre de toro y ocre, como era el uso antiguo, ya no con cal y sangre de toro verdadera, sino con pintura y colorante. Se proveyó de algunos caballos, gallinas, pavos y gansos. Dos buenos perros, un galgo y un ovejero. Unos pocos muebles petisos de álamo y totora, una vieja cama de hierro y, en la galería la amasadora para el pan. De una rama del barniz viejo volvió a colgar el aparejo a la espera de un carneo y poco tardaron la sangre en teñir las raíces retorcidas del viejo árbol y las guitarras a sonar en las rondas de mate.
Un sueño cumplido. Pero como los sueños no son nuestros y son caprichosos sus dueños, comenzaron los fríos llevándose el verde, y el hielo colgó flaco y largo de las chapas de la casona trayendo enormes pelos en las patas y bozos de los caballos, hasta que les hicieron parecer animales de una época prehistórica.
Un hombrecito retacón pero de atléticas proporciones quedó al cuidado, Gabriel se llamaba, hombre blanco aunque requemado por el trabajo de moler a mazazos las piedras de carburo hirviente allá en la fábrica de Blanco Encalada, y que creyó encontrar su descanso en aquel puesto resucitado del olvido.
Era el gusto del patrón el rehacer el jardín y la quinta, por lo que los días se le pasaban recogiendo osamentas de animales y otras basuras que aún en el borde mismo de la casa habían tirado anteriores ocupantes durante años. Criadores sin amor al lugar, apurados por sacar el fruto y dejar el sitio, de los que sonaban algunos nombres pero que habían ido cambiando rápidamente hasta el final abandono. Esto debió ser para él un aviso, pero sus ojos solo veían muy lejos.
En fin, el asunto se vino de repente. Un medio día, cuando llegaba a caballo al puesto y ya desde la tranquera, lo vio al Gabriel con sus monos preparados en la puerta de la casa; unas pocas pilchas y un recadito de basto atado por los estribos.
"Me voy patrón, no aguanto más. Llevo días sin dormir"— Le dijo sentado en la escalerita de piedra y aún antes de saludar o esperar que baje del caballo.
"Calentá la pava y contame"- contestó sereno el jinete y enfiló el caballo hacia la vara. Entre los dos desensillaron y acomodaron los aperos en el monturero y calladitos se fueron a la cocina una vez soltado el pingo en un corralito de arena, ideal para revolcadero.
En poco ya la pava silbaba y preparado el amargo, el hombrecito con la panza caliente soltó el rollo.
“Usté va decir que soy sonso, y que son cosas de bruto, pero mire patrón... no hay noche que pueda pegar un ojo. Ya por las doce una niña llora en el patio, allí... bajo el barniz más joven, entre las piedras del zócalo de la tela romboidal del jardín. Y llora despacito, con un gemido agudo que parte el alma y anuda las tripas, y dispués..., los cascos de un caballote herrado que se encabrita en el patio, que chanclea una herradura y que bufonea que revienta los ollares, y que yo sacando ánimo de donde no tengo me asomo por la ventana de su pieza y no hay nada. Y que hago un par de tiros con la escopeta y que nada. Y que se me han acabado las balas que usté me dejó y que me quiero ir. Y no son gatos, que los conozco y que toda esta mierda me va enfermar y prefiero volver a la masa y al carburo. Que le agradezco y si estoy loco lo mismo me voy, que mucho le debo pero así no pago, que pídame lo que quiera.-"
Luego de un silencio del largo de un mate galleta, él le contestó.
"Pucha Gabriel si venía pa quedarme esta noche. Traje una entrañita, un vino y un pan casero... y tu vieja te manda unos chorizos y un queso. La soledad es mala pero entre dos es distinto, nos quedamos esta noche y ya mañana nos vamos los dos pa bajo. Dale; ensillame la tordilla que mientras el sillero mío descansa un rato nos bajamos la tetera al borde de la vara y le salimos a ver las yeguas. Ya con el cuerpo cansado, hacemos unas brasitas para las tiras, le damos con pan y cuchillo, una jarra de vino, y te venís a dormir a mi pieza, en la cama del pendejo — si pa eso sos cortito - metemos los chocos a la puerta y mañana tan choto, estás comiendo en la casa de la gorda Mirta… si, si, no te hagas el güevón que ya me han traído los cuentos, más te vale portarte bien, que este puesto y sus historias se arreglan con una buena mujer y un par de críos que corran por la quinta.-" Y así salvó el asunto con la promesa de unos días libres. Pero por poco tiempo.
Aquella noche nada pasó y Gabriel dudaba de sí mismo. Al otro día mientras volvían al paso de sus montados, el peón le contó que tenía una hija pequeña, que se criaba con su madre... y el marido de ella. Que a veces la extrañaba. Y que quería darle su apellido. A lo que el patrón levantó las cejas con una media sonrisa y prendiendo un cigarro bajo el ala del poncho, siguieron sin más comentarios.
Días después durante la licencia del caserito, siendo domingo y habiendo el sol templado la siesta invernal como sólo en Mendoza lo hace, cuatro o cinco jinetes terminaban un asadito bajo el barniz viejo, el del fondo, hablando como siempre de caballos con historias, cuando, ya casi en la tranquera, roncaba el Valiant de Don Eduardo Ezquerro; tambero de las Chacras de Coria y propietario del campo. Hombre ya viejo, un vasco rubión de mediana estatura y ojos risueños, que no cabía en sí de alegría por ver revivir el puesto y venía a echarle un vistazo. Sumado a la sobremesa, entre jaranas y chistes subidos de tono, saltó el tema de aquella niña que lloraba como para divertir a los comensales que, al escuchar la anécdota, hacían burlas sobre la bruta imaginación del Gabriel, pero... no fue poca la sorpresa cuando Don Eduardo, serio y bajando la cabeza, les contó la historia que sigue:
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"No es novedad pa mí el asunto, aunque no es pa ponerse clueco. Son muchos los que han sentido lo mismo y dende hace mucho tiempo. Me supieron contar los más viejos la historia que ahora les cuento. Traigan un tinto".
Se acomodó cada uno como mejor pudo, uno en un medio tronco, otro en el suelo, los restantes arrimaron dos sillas petisas con asiento de cuero y el viejo, para mejor adorno de la cuita, se quedó sentado en una cadera de vaca que había junto al bracero y fue desgranando bajito la triste historia del puesto.
"Recién se había terminado la casa principal del puesto, por allá en el 1897. Detrás de los cerros que están viendo, la Pampa e los Ñangos ardía de yeguas de propiedad de Don Melitón González quien criaba caballos y mulas para vender al ejército. Se hablaba de guerra con Chile y se solicitaban hombres baquianos de la sierra y hechos al oficio del lazo y el boleo pa hacer una recogida macha; parece que había venido un General del Ejército Nacional que supo andar en más guerras que el diablo y era de un apellido difícil, como gringo, Foringam, si mal no lo recuerdo. El principal del puesto El Peral era un hombrón oscuro de llamarse Francisco Vargas, con un bigotazo en herradura que le tapaba por completo la boca y que lucía como un desafío pal que lo miraba, todo en medio de una cara oscura ,larga y delgada, de ojos renegridos, caídos y tristones y, sin embargo a pesar de la fiereza de su aspecto, era de ser un hombre bueno y de familia (esta estaba formada por cuatro cachorros machos que había tenido con la patrona y que frisaban los veinte años más o menos), de cristianas costumbres y honrada fama. Poco hacía que se había instalado en los cerros, venido de Tulumaya, donde tras largos años de trabajos en los arenales había logrado hacerse de un piño regular de unas mil seiscientas chivatas y de unos pesos con los que compró los "derechos” por diez años.”
"En poco tiempo y gracias a la ventaja que Dios le había dado en esos cuatro jóvenes y fuertes muchachones; se había hecho conocedor de la zona, de todas sus aguadas y comederos, organizando la chivatada sin perder más que una parición en el cambio."
"Era un lujo verlos, meta grito, chiflido y perros desde el alba hasta la tarde por los cerros y luego... la traída y el encierro; a separar las madres de los matuchos y los chivatos a un cerco después de mamar; los guachitos uno a uno con su madrina de teta, y por la noche, que no se aplasten, que cuando hela, uno y otro se turnean pà mantenerlos separados, que si no, se arman montañas de animales y los de bajo amanecen muertos. Y así dende muy temprano los chicos abrían las puertas y el puestero desde el zaino, contando la bichada; y pilla si hay una renga – “¡que la aparten! - ¡La overa, la de las ubres hinchadas! que la dejen hasta que desinchen, que no se las lastimen los montes” - Y no se le escapaba ni una de la inspección de sus ojos entrecerrados que brillaban como carbones bajo las cejas espesas.”
“Mientras los muchachos con los perros empujan las chivas por la senda, Don Vargas baja del zaino para apurar unos mates con su patrona... y es el tiempo de la reflexión. Hablan de los muchachos y de las cosas de la casa, de los proyectos. Ella muy atareada, como de paso, va dejando en su hombre las ideas que ha concebido en las horas de amase y cocina, ideas firmes, sabias y tiernas como su pan, y que mañana le retornarán de boca de su hombre y aprobará como ajenas una vez que él se las haya apropiado."
"En épocas de nevada, al lado de las chivas van golpeando los arbustos con varas a fin de que los animales coman las hojas, que de sino, se debilitan y no se pueden traer sino a lomo de caballo. En los días soleados, Francisco se queda en las casas reparando los corrales de piedra, alambres y algunas herramientas, cuando no trenzando unos cueros y amansando algún potro que ha canjeado por cabras."
"Como era hombre de buen corazón, había permitido que en el puesto histórico de los peralitos, se quedara una mujer con cinco hijos que lo habitaba hace una punta de años; habiendo sido el marido peón del puesto. Ella lo esperaba a que volviera ya que se había enrolado con la tropa hacía más de un año. Emeteria Bohorquez se llamaba, apellido principal que hablaba de un buen pasado, ya que los Bohorquez habían sido familia fundadora de la Carrodilla.
Mujer de unos treinta y pico de años, y de haber sido muy lindona, aunque ya prematuramente gastada por el trabajo y los padeceres, se apoyaba en sus críos, teniendo el mayorcito unos diez años y la menor unos tres, si mal no recuerdo. La mujer se mantenía con el sueldo de tropa que le llegaba mensualmente por intermedio del capataz de San Ignacio, (atención que le prodigaba Don Melitón González) junto con un atadito de pilchas y de unos kilos de azúcar y harina que no se le olvidaban de poner en un canasto. La entrega era la excusa que el capataz tenía para la visita mensual del puesto. Siempre llegaba a la tarde y ya cuando estaba por ensillar para la vuelta, era invitado a hacer noche en las casas, lo que aceptaba después de mil rezongos aparatosos dándole así ocasión para ponerse al tanto de las cosas que ocurrían por aquella parte, encargar algún animal que no encontraba o cambiar algún potro por trenzas o chivatos. En aquellas épocas la gente bruta era muy delicada, sólo recibía favores si era obligada y nunca se hacían preguntas; se conversaba"
"Francisco Vargas siempre encomendaba alguna tarea a los críos de la pobre solitaria y ella misma se hacía el trecho todas las tardes para dar una mano a la patrona con el amasijo, aguantando las bromas que la casera le gastaba sobre que esas finas manos no estaban hechas pa tanta forcejeada. Estos trabajitos le valían la carne del mes, la sal y algunas otras cositas que Francisco aumentaba ocultándole a la patrona."
“Vale aclarar … porque ya los veo torciendo las miradas, que en aquellas épocas los hombres eran de una sola pieza, que Francisco sólo tenía un Dios, una patria y una mujer, y que su corazón bueno no significaba merma de respeto por su honestidad y claras intenciones. De más está decir que ella, criada en la Villa de Luján, tenía muy dentro la religión como todos aquellos que se educaron alrededor del oratorio que dio origen a la Villa (pues si no lo saben, la villa se fundó sobre el lugar en que se quedaron enterradas las carretas que venían de Buenos Aires y que traían una imagen de la Virgen de Luján; al bajar la Virgen junto con la carga para alivianar, pues se dejaron la Virgen en la partida y la gente comenzó a peregrinar a esta imagen, haciéndose de a poco y con el tiempo, un pueblo alrededor de ella) . Lo que sí, el haber tenido Francisco sólo machos, no lo había preparado para aquel golpe imparable de ternura que era aquella "chinita compradora" de tres años, que en poco tiempo le tiraba de esos bigotes que hubieran asustado a una partida completa de milicos camperos. Ya cuando la veía bajar en la mañana por la senda que une a los dos puestos, le costaba contener los latidos que le saltaban de alegría en el pecho anticipando el placer de las caricias que la niña le prodigaba."
“Era el gusto de la niña sentarse bajo el barniz joven, sobre el zócalo de piedra de la tela del jardín enredada de vincas con sus flores violetas, viendo a Francisco pelar un cuero o afilar una herramienta. Allí le charlaba un montón de incoherencias y el hombrón contestaba para dar largas y llenarse de la dulzura de aquella vocecita encantada. Era retacona aún para su edad, con una melenita corta y escasa de rulos castaños, carucha redonda con mejillas tersas y sonrosadas y unos ojos enormes, celestes como el agua. La patrona la miraba desde sus quehaceres y moviendo la cabeza sonreía al ver al gigante haciendo payasadas, en cuatro patas como un perro o haciéndose el muerto para que la niña lo mesara del bigote. Ella siempre cargaba un monigote de paja que Francisco le hiciera como muñeca, feote y rígido como un crucificado, pero al que la niña adoraba."
"Emeteria tenía un problema. La niña no tenía nombre porque no era bautizada. El trámite se había retardado, primero por ocupaciones del campo y luego por la ida del padre a la tropa; bajar a la villa era complicado ya que en aquellos tiempos no había camino ni huella hacia las Chacras que recién comenzaban a poblarse; o rumbeaban por San Isidro a la Capital y luego carreta a Luján. O había que irse cerro arriba, a San Ignacio, y de ahí a Potrerillos para bajar a la Villa de Luján, y de allí a la Carrodilla que era la Iglesia donde Emeteria quería hacerla cristiana por haber sido su padre carbonero (la Virgen de aquellos lados hizo el milagro sobre una carreta de carbón, que se llaman “carrodillas”) y por devoción a una imagen antiquísima que allá se guardaba y que todavía está. Quería por otra parte cumplir una manda en el calvario que hacía poco construyera el Padre José que gozaba de santa fama. Así las cosas el tiempo pasaba, y la pobre madre, para no ser tan dejada, sacando unas piedras del muro, había hecho un nichito en la cocina del rancho con una virgencita a la que los seis de rodillas rezaban todas las tardes, poco antes de la cena, pidiendo que el hombre de la casa volviera entero de cuerpo y alma."
“A veces Francisco, y otras el capataz de San Ignacio, prometían que un día u otro la llevarían y hasta pensaban en nombres para la princesa, pero su madre nada quería saber: "será el Cura de Carrodilla quien deberá nombrarla, que el nombre es el destino y es de Dios el resignarla".
Ya la noche caía y el frío apretaba. Don Eduardo protestó por la hora y que lo esperaban. Pero aquellos hombres no le daban tregua. Acomodaron el Valiant bajo la enramada y sobre el motor echaron una carpa. Prendieron un fuego en la cocina y con la puerta completamente cerrada, a la luz de una vela y bajo de unas frazadas, le pidieron al viejo que les terminara la historia del puesto, poniendo en la mesa una jarra de vino casero y un queso de chancho bien picoso que aseguraba la sed.
"Cuestión, que la vida pasaba con la alegría de quien se la gana pechando los días a fuerza de amor. Pero llegó el día fatal de la pena que siempre llega. El General Foringam y unos oficiales recorrían el campo de San Ignacio probando los animales y despuntando el vicio de la caza. Cerca de allí los agarró la noche sobre la cuesta de la Pampa Seca, y antes de volverse al casco que era cuesta arriba, prefirieron bajar por la quebrada de Las Pircas para hacer noche en El Peral - cosa que el capataz recomendaba no sólo por la hora, sino para aprovechar la volteada y ver a los Vargas que seguramente tendrían datos sobre dónde andaba la guanacada-. Y así lo hicieron, llegando a las casas siendo la noche cerrada."
“¡Que lío de gentes! Francisco saltó de la cama y puso a todos en tren de faena, ¡gente tan importante visita la casa! Que arreglen los cuartos y vuele la escoba de dura pichana, traigan los chorizos, que pongan la pava! ¡lleven esos pingos al corral con agua, saquen los arneses, maten dos chivatas! Hombre de familia el General - moroso- de su propia mano lleva el pingo al agua para dar el tiempo que necesitaban, y luego solemne, mirando la luna, orina en la zanja que desagua el cerco de dos grandes chanchas. Mientras los soldados, puestos en descanso y vueltos de espalda, le hacen la guardia."
"Ya en la galería se hacen los saludos, toda la familia marcial se le cuadra, vuela la patrona para la cocina y entre mate y torta cruje en la parrilla la carne a la brasa. Se habla de mil cosas y ya se promete Don Francisco Vargas ser de la partida para guiar la caza. Entrega su cama sin oír protestas y con la patrona, entre unos pellones se echa en el galpón, para con un ojo vigilar la calma."
“Bien de mañanita un mate dulce y panes con huevo están junto a la cama del General, afuera en el patio ya están los hombres junto a sus caballos formados en filas como si tocara diana. Ahí va el General la cara lavada, con una sonrisa les da buenos días y puestos en ruta abren la jornada."
"Buena cacería. Francisco es maestro en marcar las presas y el generalote demuestra pericia con su carabina (hizo seis disparos y seis cogotudos ya están despostados sobre las albardas). Los que seguían heridos eran alcanzados a bolazos por Francisco"
“Llegada la tarde el grupo se separa, vuelven los soldados rumbo pa la estancia y sobre el saludo, desde las monturas, Don Ignacio Foringam - de pocas palabras - le pone en las manos a Francisco Vargas una carabina y un bolso con balas – “pa que me recuerde y defienda la Patria si se hace necesario con la chilenada", y dio media vuelta sin parar en nada; que quedó Francisco mudo como un ánima que se lleva el diablo, jurando en silencio que si hiciera falta, nunca se diría que Francisco Vargas no cumple sus mandas. El buen General con poco de andar, había calado el alma de hidalgo del recio puestero, y era su costumbre dejar obligado para con la Patria a todo buen hombre que le abre su casa."
"Así con jactancia, bajaba Francisco por el portezuelo y tomó la senda que va por la cuesta del Oreganillo rumbo pa la casa, la mano rugosa firme en la cimasa y con la culata sobre la cadera. Hombre de prudencia para con las armas, el loco entusiasmo de aquella jornada le cegó la vista y le hinchaba el alma, haciendo el orgullo que se le olvidará el viejo refrán, "que el diablo las carga".
"No bien sobre el patio y con el apuro de contar a todos la gloria pasada, ni siquiera ha visto la niña mimada que bien sentadita con su monigote que muy fuerte abraza, bajo aquel barniz - como distraída - esperaba de él, una payasada." "Voleó el pie derecho, pero la pesada espuela de plata de tipo chileno, del lado del lazo con algunos tientos se enredó de malas, clavando sus púas en el anca de aquel potro nuevo - un bayo gateado que era como un trueno y se acosquillaba con sólo la sombra que deja el sombrero- “¡Pucha que chambón!, pensó para adentro, ¡que esta cosa le pase a un viejo campero! Y en tren de agarrarse y crispar los nervios, sintió el fogonazo que sin culpa alguna disparó su dedo… y se vio en el suelo... el potro pateaba la caña e la bota que colgaba muerta atrampada en el nudo que lazo y espuelas formaban... "¡barajo...!" pensó para dentro "si he sentido crujir el hueso!". Y un dolor punzante que lo desmayaba le llegó hasta el pecho."
"Con tino ligero desató la espuela y tirado en el piso respiró dos veces y se puso sereno, escupiendo tierra miró todo el patio hasta que vio eso... Bajo aquel barniz, por sobre las piedras que hacen el zócalo de la tela del jardín, todavía sentadita entre las vincas violetas y abrazando su monigote de paja, se moría la niña adorada. Sus ojos de cielo perdían su brillo y por su faldita corría del pecho un río de sangre. Todo estaba hecho."
"Francisco echó un grito que rodó en los cerros que nubló las sierras, que secó los pastos, que partió su pecho, que espantó rebaños y mató los perros, que amargó su boca, derrumbó los cercos, cortó el amasijo y llegó hasta el cielo cruzado de rayos..., sabiendo el Señor que perdió a aquel hombre enorme de bueno, descargando lluvia por días enteros, llorando la pena que niega consuelo."
"Y así fue la cosa - siguió Don Ezquerro- poco ya se supo de todos aquellos, ya que en unos meses no quedaba nadie por aquellos suelos. Desde aquella historia cambió todo el pago, los viejos señores y nobles puesteros se fueron de a uno, otros ya vinieron, pa hacer un agosto, pa llevar de ajeno. Varios aves negras midieron los suelos y tramposos títulos fueron consiguiendo. Toda la comarca quedó maldecida… y en oscuras noches de apretado silencio, se suele escuchar llorar a la niña que muerta infiel de sacramentos llama en su socorro por una buena alma que le alcance el Agua; pero el muy maldito, que monta un oscuro herrado de plata, la quiere en el limbo y viene a callarla. Algunos lo han visto, a galope seco del flaco animal que piafa de furia y de los ijares, punzados de espuela de un solo clavo, sangra sobre los campos matando con ella el pasto de hoja y dejando paja. "
Ya todos callados miraban el fuego. Don Eduardo tocó con el dedo en el hombro de su inquilino y dijo:
"No crea compadre que es de mala fe que al campo lo traje, pensé para adentro que una gente nueva y con buenos deseos variara la cosa. Ya ve, siempre pasa, el que no hace reparo en las viejas mentas todo lo hace nuevo. Muy por el contrario, la cola de paja lo vuelve a golpear con aquel pasado que todo estropea. No tenga temores usté es hombre sano. Probable que el hombre de mala conciencia la haya escuchado v sentido el ruido de los negros cascos… y no es que no existan, pero ¿qué le importan? Hágalos a un lado, asunto e mandingas .Todo terminado.”
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No fue más que saber la historia y él no pudo sino pensar día y noche en ella. El recuerdo de la niña muerta sin bautizo y la angustia feroz de aquel buen hombre no lo dejaban en paz. Para alguien al que el tiempo no lo cerraba en su estricto momento, tenía que haber una forma de volver y reparar el entuerto.
Desde ese momento ella sintió que sus peores sospechas se iban haciendo carne. Como por fuerza, él comenzó a ir cada vez más seguido para el puesto, llevando imágenes religiosas y pidiendo bendiciones para la casa. Pero nada.
Sólo volviendo a bautizar la niña saldría la reparación, y para allí había que ir, a caballo tras el tiempo, que de eso sabía aunque lo creyeran loco. Y trazó su plan.
Debía de ser en un caballo padrillo, ya que solo hombres y caballos enteros pueden enfrentar al malo, eso ya se sabe. Lo trajo el destino. Era un puro criollo de pelo rosillo, calzado de tres y cogote grueso, cruzando la cara una lista tuerta que más furioso lo hacía. Se lo dieron en pago de una deuda, por chusco y cabrero, aunque lo escondían. "Engaño" fue el nombre de aquel bravo pingo, con el que emprendieron contra aquel peligro.
Muchos alardean de saber el tema, pero lo que cuento es sólo lo visto, ya que nadie supo que pasó esa noche cuando entre las nubes se escondió la luna y aquellos señores, el malo y el bueno, sobre sus monturas batieron facones. Parece que el negro subido en su mulo empuñaba en diestra un fierro redondo y puntudo, cargando en la zurda un torzal de bola perdida, de aquellas de hoya con plomo fundido; el otro, altanero facón de solingen con desangrador, formando la cruz en la empuñadura. Por entre las coronillas saltaban contra las piedras las chispas de las herraduras, sonaban los hierros en sus choques secos mientras los montados se daban mordiscos en plena carrera, fieros los aceros de los dos jinetes tajeaban el aire buscando, no carne, sino el alma del otro, y de una manera que el hombre no entiende, al cortar el tiento de la bola guacha ganó la pelea el mejor montado, trazando una cruz sobre el corazón del malo.
Llegando a la casa bajo aquel barniz, encontró la niña que llora en silencio, besó sus mejillas bebiendo las lágrimas, alzóla en sus brazos crispados de esfuerzo y vio que el muñeco que acuna en su pecho, no es un monigote de ordinaria paja, es un Cristo muerto. La llevó despacio mientras la chiquita tocaba su barba, remontando a pie la senda que lleva hasta el viejo puesto que invaden los pastos, y allí en la vertiente de risa muy clara, con la mano en hueco levantó unas aguas y sobre sus rulos la desparramaba, diciendo orgulloso, aquí te bautizo en nombre del Padre..., del Hijo, y del Santo Espíritu y se abrió el cielo verdeando los pastos.
Un grito feroz subió la cañada, “¡Robaste la niña! ¡pero te maldigo! y no mucho de tiempo, traerás conmigo un alma cristiana derecho al infierno!"
Y allí despertó, cansado y hambriento, sin saber siquiera si todo fue un sueño. Más todo pasó y nada sintieron todos los que iban a dormir al puesto. Puso voluntad para recuperar su sueño, trayendo guitarras, recibiendo arrieros, pero ya algo negro quedó por adentro, hasta esa mañana del quemante enero, cuando por orgullo de un hombre bien hecho, dos balazos secos cobraron la muerte que pidió el muy negro. Y así recobraba el malo aquel puesto, que perdió el jardín, la quinta y los cercos. Que murió el barniz detrás de la casa, que se quedó solo en medio de vientos.
Y este es otro cuento que ya nadie sabe ni cómo termina. Sus ojos celestes ven a la montaña y se nubla el día. Volvió a sus papeles y a su oficina y de vez en cuando, cuando tiene tiempo y está solitario, desde cualquier lado lo lleva la noche y lo pone tieso sentado en el patio, entre aquellas piedras, bajo de aquel árbol, de junto a la tela de enredadas vincas... y queda llorando con un monigote de paja en las manos.
Como moraleja les pedimos esto: aprendan que hay cosas que trenza el muy malo y sólo almas puras, de orden consagrada, pueden componerlo - no es cuestión de “sueños” - es cuestión de Signos concretos del cielo; que estos mortales que pisan el suelo, hoy día son roble... mañana ceniza que se lleva el viento. No hay nuevos paisajes ni nuevos amores que redima el hombre que se siente entero, el mejor montado suele ir al suelo. Buenas intenciones llenan nuestro pecho, pero cada paso que se da por gloria, se desanda triste hacia lo deshecho. Que nada es ganancia, que al final del trecho que es nuestra vida, lo que construimos se queda sin techo.