Como casi todas las cosas de nuestros decadentes tiempos la “fiesta” se ha convertido en el lugar del desenfreno, el vicio y el consumo. No podía ser de otro modo, ya que esta “fiesta” así degradada es la contraposición absoluta de la auténtica fiesta: “el espacio para la alabanza y el juego”, como la define con tanta exactitud Platón en el “Fedro”, o también “la contemplación de la belleza divina que engendra la inmortalidad”, como lo atesta Sócrates en el “Banquete”, haciéndose eco de un oráculo divino.
La esencia de la fiesta es la fruición o gozo que engendra el ocio, esto es, la liberación del trabajo servil, y que conduce a la irradiación de la felicidad perfecta la cual culmina en la visión beatifica.
Pero en el tiempo dicha visión es adelantada y como pregustada por la repetición cíclica de los signos litúrgicos. De aquí procede, precisamente, la renovación continua y ritual de la fiesta centrada en su esencial inutilidad, ya que ella es “divinorum contemplatio” o, en la feliz expresión romana “exclusiva propiedad de los dioses”.
De ahí también su efusividad natural o espontánea que está en las antípodas de toda “organización” comercial, de todo “consumo” pautado, de toda “propaganda” sistemática.
La fiesta, por ende, no es propiamente hablando una “diversión” en el sentido actual de “aturdimiento”, según lo notó ya con agudeza el ingenio de Pascal: “el aturdimiento que nos evita pensar en nosotros y que nos divierte… por eso (en el aturdimiento) los hombres gustan tanto del ruido y de la agitación; por eso la cárcel es un suplicio tan horrible; por eso el placer de la soledad es algo que no se comprende…”.
Empero, la fiesta es el estado original del hombre. Sólo la “caída” ha provocado como castigo (no tanto venido desde “afuera” por un Dios vengador como producido desde “adentro” por el trastocamiento de la naturaleza) el trabajo penoso, la cotidianeidad de las cosas rutinarias y, por lo tanto, la nostalgia del “tiempo primordial” (Mircea Eliade) que, recurrentemente, retorna con la fiesta. Y por esto la fiesta (auténtica) es alegría y expansión, gozo y paz, alabanza (“laus Deo”) y contemplación.
Es un “respiro” (Platón en las “Leyes”) o también “bonum in malo”, como quien dice un “destello del bien en medio de la maldad” (Tomás de Aquino), una holganza de la sabiduría delante del Señor y de los hombres (Libro de la Sabiduría), una de cuyas magníficas perícopas la liturgia romana aplica sin ambages a la Purísima Virgen: “ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum et deliciae meae esse cum filii”, la delicia que consiste en jugar ante los ojos de Dios y de los hombres y, por ello, la “actividad” connatural del niño es (o debiera ser ya que casi no lo es más) el juego.
Donde la caridad (el amor sobrenatural) se regocija allí está la verdadera festividad, según san Juan Crisóstomo (“ubi caritas gaudet ibi est festivitas”). La “festivitas” es, por lo mismo, un don que debe ser apreciado, agradecido y saboreado y, para ello, debidamente cultivado.
“Culto” y “cultivo” están en la semántica misma de toda genuina cultura dada al hombre para alcanzar la plenitud expansiva de su primigenia e inalterada vocación a la felicidad.
Este contenido real de la fiesta no puede aparecer, como lo ha notado Joseph Pieper, ni en las obligadas abstracciones festivas tan típicas del laicismo y, en general, de todos los totalitarismos ni, tampoco, en la “incitación” compulsiva a la “alegría”, tan comunes ahora en muchas “asambleas” eucarísticas.
La alegría no nace a los gritos. Por el contrario, se genera desde el silencio gozoso del corazón. “Mi alma exalta al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador” (Magnificat).
Una vez más Pieper nos da el fundamento de la fiesta: “todo lo que existe es bueno y es bueno que exista”.
La fiesta asienta en la bondad connatural de las cosas. Sólo el aburrimiento que es, en rigor, “aborrecimiento” del ser, ha trastocado su naturaleza genuina degenerándola en “taedium vitae”, esto es, “horror de la vida” o acedia (pereza del corazón) o, como lo señala Kierkegaard, “desesperación de la debilidad”.
Paradógicamente, en un mundo plagado de “fiestas” no hay lugar para la FIESTA. Todo es ahora fárrago, vértigo, trabajo sin fin, permanente diversión, espectáculo continuado.
No hay ya un espacio propiamente “festivo” y allí donde se intenta restaurarlo se lo persigue sin piedad. Se lo aborrece y se lo detesta hasta la muerte… porque detrás de esta “fiesta sin Dios” está el ala de aquel que es “homicida desde el principio”.
Sólo la Iglesia (en todos sus antiguos y venerables ritos de Oriente y Occidente), heredera como es de la sabiduría de todos los siglos, ha sabido percibir la psicología de la fiesta y, por ende, el quicio sobre el cual ordenar la vida civil en función de la primacía de los bienes sagrados.
“La Iglesia no es de ayer, para que en un eterno cambio pudiera traer algo nuevo. Ella posee los tesoros que no envejecen. Por eso está alegre en su tradición. Puede haber hombres, seres de un solo día, que no estimen lo antiguo. Ella sabe esperar. Vendrán otras generaciones que sabrán agradecerle su actitud” (Dom Odo Casel).
El contenido armonioso de la fiesta es comunicación temporal de la verdad, la bondad y la belleza divinas. Por ello, el tercer mandamiento nos ordena “santificar las fiestas”, vale decir, saber separar, con determinada regularidad (un ciclo semanal y otro anual), un espacio y un tiempo profanos para dedicarlos a la “plenitud de la gracia” que se nos comunica en la desbordada alegría de la fiesta.
El ocaso de la fiesta es la consecuencia más aterradora del eclipse de Dios en nuestras sociedades secularizadas.
En palabras finales del gran escritor francés Olivier Clément: "¿qué es la fiesta sino la sobreabundancia de la belleza, la existencia hecha juego, liberada de la utilidad, de la preocupación, de la gravedad, sino la participación de la amistad y de la vida hasta tal grado de intensidad que incluso la muerte parece olvidada? La fiesta es espontaneidad y gratuidad, es el gran sí dado a la existencia, la gran celebración que une a lo ilimitado".
Ricardo Fraga