La Profecía de Magallanes

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 12/02/2014 - 1:27pm

El mar estaba inquieto, el cielo oscuro
por nubes cenicientas apagado,
con fulgor inseguro,
empezaba a asomarse la alborada;
cerrando los Confines de Occidente,
brotaban de las sombras lentamente
las titánicas cumbres de los Andes,
y en toda su hosquedad Naturaleza
mostraba la magnífica fiereza
con que sabe vestir los hechos grandes.

Y entre esa majestad, sobre las olas
que el continuo vaivén tornaba pálidas
las cuatro carabelas españolas
se alzaban atrevidas y gallardas;
sobre la inmensa superficie solas,
las quillas en el mar, la enseña al viento
lanzaban en su arrojo un desafío
al oscuro nublado, al mar bravío,
al ígneo rayo y al ciclón violento.

¡Jamás ante el poder de un elemento
temblaba aquella Raza de titanes!
Hasta el mar cuando fiero se alborota
humilla su poder ante una flota
como aquella de Hernando Magallanes.

El era su Almirante. Sobre el puente
de la nave izadora de la enseña
iba el bravo marino, alta la frente,
la mirada aguileña
escrutando orgullosa el Occidente:
es que allá, separados los pilares
que forman la gigante cordillera,
dejaban paso abierto hacia otros mares,
es que la audaz quimera
que en su mente genial alentó un día
ante la faz de la Creación entera
proclamando su gloria se cumplía...

Magallanes habló; sus ojos de ave
brillaban encendidos de entusiasmo,
los bravos marineros de la nave
le escuchaban hablar, mudos de pasmo,
y aun las nubes que en lo alto se cernían,
y hasta el agua sin fin del mar Atlante
absortas parecían
escuchando la voz del Almirante.

–¡Ya es hora! –dijo–. ¡Un mundo nos espera
tras del que hoy se divide a nuestro paso¡
Sigamos nuestra ruta aventurera
por los mares ignotos al acaso!
Es infinito el mar, la vida corta,
nuestro poder, pequeño,
¡pero no os arredréis! ¿Qué nos importa
que se acabe la vida en el empeño?
¡No importa que muramos! Las estelas
que dejan nuestras raudas carabelas
jamás han de borrarse; por su traza
vendrán para buscar nuevos caminos
otros bravos marinos
de nuestra Religión y nuestra Raza;

De España y Portugal, la raza ibera
cuyos hijos, unidos como hermanos,
a la sombra van hoy de una bandera;
portugueses e hispanos,
bogamos juntos tras la misma suerte...
Españoles, ¡quién sabe si algún día
se unirá vuestra Patria con la mía
en un lazo de amor eterno y fuerte!

Calló; todos callaban
de solemne estupor sobrecogidos;
los bravos corazones palpitaban
con rápidos latidos,
y tendiendo los brazos a Occidente,
por donde un nuevo mundo aparecía,
el marino vidente
acabó la asombrosa profecía:

– Esas costas y esotras cordilleras
también serán iberas
cuando naves de Iberia con sus quillas
surquen aquel Estrecho que allí asoma;
desde las dos orillas
les darán parabienes en su idioma...
¿Qué importa nuestra muerte si con ella
ayudamos al logro de este sueño?
Si la muerte es tan bella,
¿qué importa sucumbir en el empeño?..
¡Adelante, hijos míos!
–gritó transfigurado, el Almirante–.
Y los cuatro navíos
temblaron a las voces de: –¡Adelante!..

Hincháronse las velas;
en el mástil derecho
la enseña tremoló, las carabelas
embocaron audaces el Estrecho...
Y entonces, estallando de repente
la fiera tempestad que amenazaba,
rugió por los espacios imponente

Cual monstruo colosal que se destraba;
aullaba el huracán, el mar bramaba
alzándose feroz en ronco estruendo
y la Creación entera parecía
que presa de pavor se estremecía
ante el empuje del ciclón tremendo.

¡Era un himno triunfal que nubes y olas
con su música fiera
cantaban a las naves españolas,
embajadoras de la Raza Ibera!

José Antonio Primo de Rivera