La relación fracturada

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 22/04/2009 - 11:12am
 

Piepper nos señalaba que el amor es ese gozo de la inteligencia ante la existencia del otro; "es bueno que tu existas" afirma el que ama. En Dios la afirmación es creadora, el acto de amor es creador y en su permanencia sostiene la existencia. De análoga manera, cuando amamos "recreamos"; nuestra personalidad se nutre y se informa de esos actos de aprobación en la existencia que emanan de aquellos que nos aman. Los otros nos hacen. Pero yendo a una visión dinámica, el amor se descubre en la coincidencia. Partiendo de la coincidencia fundamental de que todos somos seres creados por Dios para un mismo fin, que justifica el amor al prójimo y aún a los enemigos, pero transitando por la más variada gama de pequeñas y cotidianas coincidencias en los casos concretos.

El amor que nutre a los miembros de la Iglesia nace en la fundamental coincidencia a la que hemos aludido, pero exige a partir de esta un crecimiento en sucesivas y necesarias coincidencias que se concretan en la adhesión a los dogmas expresados en el Credo y al Magisterio en su totalidad para constituir la verdadera comunión. Este amor exige una tendencia y una apertura hacia la unidad, unidad que sólo será perfecta en la Iglesia Triunfante pero que tiende a la perfección en esta tierra mientras conserva esta vocación unitiva a pesar de las variadas condiciones y tendencias que sufrimos en la condición carnal. Vocación que se evidencia mediante la adhesión inteligente a la Autoridad.

De la misma forma se explica la amistad política como analogado inferior. Es el amor que entre compatriotas nace en la coincidencia de pertenecer a una misma nación, a una misma polis, y de querer para ella un mismo fin; pero implica el coincidir en los medios (ya que estos son cualificados por el fin). La amistad política no sólo exige querer el bien de la Patria, sino querer este tipo de política, este tipo de economía, este tipo de justicia, de educación, y en lo posible hasta de la forma de evacuar las sentinas. El disenso es un defecto a tolerar en equilibrada medida y en vistas de nuestra condición imperfecta. Pero la correcta amistad política se conforma a partir de esta vocación a la unidad, en lo general y en el detalle, que se expresa en la adhesión a la autoridad.

Aunque parezca reiterativo, la amistad entre los hombres funciona de igual manera. La amistad parte de una coincidencia que felizmente se descubre con el otro y tiende a la unidad en la total coincidencia. Paradigma imposible en nuestra condición, pero vocación que en su permanencia y buena voluntad hacen a la verdadera amistad. En este plano de relación entre pares parece que nada tiene que hacer la autoridad, pero no es así, los amigos van descubriendo y aceptando con su inteligencia aquellos aspectos en que el otro "es autoridad" y van recibiendo y transfiriendo perfecciones en un diálogo elevador. El uno le descubre al otro la buena música o la correcta apreciación de las letras y el otro el buen manejo de las bochas o la oportuna relación social. Ambos deberán ver aumentado ese amor en las coincidencias fundamentales, políticas y religiosas, y por fin Esperaran en la misma Fe compartir un igual destino sobrenatural. Pero reiteramos. Esta amistad personal no es sólo el compartir la misma fe y la misma esperanza (comunión en la Iglesia), ni siquiera querer el mismo curso y destino para la patria (amistad política), es necesario que además a los dos le guste la música y las bochas; es imprescindible el detalle personal, el ágape.

Por último, aparece el amor conyugal, donde la amistad personal encuentra el componente del eros, la tendencia a la unidad en "un solo cuerpo" que pretende la formación de la familia, base y partida de todos los amores. Esta exige como las otras una vocación y apertura a la unidad, pero mucho más estrecha y poblada de mayores y específicas coincidencias. Cerrada en una unidad que desafía poéticamente a la muerte y al cielo, que desgarra en la experiencia de este decurso carnal imperfecto y se desvela ante el misterio de un destino sobrenatural que pueda ser diverso. Ya no sólo exige las coincidencias fundamentales, las bochas o la música; solicita una experiencia casi telepática. En ella la autoridad funciona como en la amistad, sin obstar que a los efectos del orden natural y jurídico de la institución familiar se establezca la potestad en cabeza del padre, por razones que no son ahora oportunas de tratar.

No he querido entrar en el análisis de aquella especial amistad que supone la vocación religiosa por no ser mi fuerte. Pero al pasar podemos intuir que es esta una especial amistad con Dios, en que las coincidencias de detalle logran una intimidad con Cristo, quien "elige" a este amigo dilecto por esta especial "consonancia" con las particularidades de Su Vida. Se podría decir que "tienen los mismos gustos". Pero no porque se nazca con ellos, sino que en el religioso se encuentra esta vocación, esta apertura de compartir y elevarse a los "gustos" del Señor. Conocí a un cura que en su juventud gustaba del rock, pero como gustaba más de Cristo se elevó hasta apreciar el gregoriano; por otra parte he conocido un abogado que a los diez y siete ya había llegado a Palestrina -aún en desmedro de los románticos- pero por su falta de gusto por las paternidades espirituales y más proclive a ejercerla desde la etapa biológica, terminó no escuchando nada porque los chicos rompieron los compactos.

Queramos que no, el amor puede fracturarse. Desde las coincidencias fundamentales hasta los detalles propios de cada categoría, el amor humano sufre por efecto de la imperfección estas fracturas de coincidencia. Es un mal que ocurre y que hasta ciertos grados (en la frontera de lo fundamental) hay que tolerar. Es posible que nunca entienda ni logre la devoción particular por tal santo ni tal misterio. Es posible que no acepte tal política económica. Es probable que nunca me entre el tema de las bochas y que no estemos de acuerdo sobre si los chicos deben estudiar francés o inglés. Es más, puede suceder que el religioso encuentre bastante inexplicable ir a buscar ovejas tozudamente descarriadas y sobre todo setenta veces siete. Pero la gran fractura, la imperdonable y la insubsanable, es el abandono de la vocación de unidad. El abandono de la inteligencia y la voluntad puesta humildemente al servicio de sobreponerse a los detalles sin renunciar a ellos. De rabiar por la coincidencia a pesar de todo y sin amilanarse por los desencuentros.

Cuando en algunos de estos detalles necesarios para cada una de las categorías descriptas plantamos la lanza de guerra, "hasta aquí llegué en este punto y de aquí no pasaré", el amor expresa su fracaso. La vocación de unidad se trunca y la pequeña brecha se irá ampliando, fatalmente, hasta expresar una muerte que ya ha ocurrido. Es el pecado, es la herejía, el cisma, la disociación política, el fracaso de la amistad, la separación de los cuerpos y el divorcio. La abjuración.

Lo relatado es el gozo y el drama del amor. Sin embargo… ¿qué hago frente a la fractura?. Qué hago cuando el miembro de mi Iglesia se planta negativo frente a una "iota" del Magisterio. El compatriota se niega a aprobar la política de cloacas. El amigo no quiere abandonar la cumbia villera. La mujer ha decidido no dar su brazo a torcer en la cuestión del inglés. O más aún…, cuando todos ellos han perdido la Fe. Que hago con este amor que aún perdura en muchas otras coincidencias y que en algunos casos me duele hasta en las tripas? Sigo combatiendo hasta lo absurdo por la unidad? O puedo acotar la brecha, la fractura y segmentar la relación para olvidar el tema. Sin duda la intención unitiva debe continuar, pero no para convertirse en una tortura cotidiana del prójimo, sino para pasar, por medio de la oración, a requerir los efectos graciosos que nos promete la Comunión de los Santos. Y quieran que no, los he visto producirse de maneras contundentes.

El mal hay que tolerarlo porque no queda otra, convive la cizaña y el trigo hasta el final y no hay nada peor que los furibundos y justísimos segadores. Este es el dolor de la vida, ese sabor de desencuentro con los otros y con uno mismo que tiene nuestra existencia y que clama por un cielo. Esa sensación de estar siempre conteniendo y reparando la brecha de un dique que puja por reventar. Lo importante es saber que se puede y consolarnos en el ejemplo del Santo, el Héroe, el amigo dilecto, el cónyuge devoto y el sacerdote pacífico.

Pero asistimos ante un hecho inédito. El mundo moderno nos propone como ejemplar la relación fracturada. Puestos a curar el dolor nos entregamos al mal. Y se nos trae como correcta una relación que parte de la aceptación tranquila del disenso y la renuncia a la unidad para evitar el combate. Una comunión en una iglesia sin Magisterio, una participación en una Patria sin reflexión política, una amistad sólo sobre las bochas, un matrimonio sólo sobre el sexo o ya ni con eso.

La tendencia a la unidad es una de esas verdades evidentes que expresa la contundencia de la metafísica aristotélica y pasa a ser una de esas negaciones evidentes que fundan en arena movediza la convivencia moderna. El ecumenicismo no es la aceptación de varias Iglesias, es la negación de toda Iglesia. El juego democrático de las ideologías no es la aceptación del disenso dentro de la sociedad, es la disociación. La amistad y el matrimonio que no busca la total coincidencia y acepta parciales planos de relación, es sin duda la negación del amor. Estas tendencias no sólo resumen el fracaso de las relaciones humanas con Dios y entre sí (lo que no nos sorprende), sino que tienden a perpetuar este fracaso al cercenar la relación en su vocación unitiva. Esta postura supone que no hay Dios, que no hay sociedad, que no hay amistad y que no hay amor. Desconoce la íntima mecánica del acto amoroso porque reniega de su existencia. El ecumenicismo es ateo, las relaciones humanas son odio, … y Jean Paul Sartre vomita de regocijo en su tumba.

Aceptar y tolerar la producción de una brecha en las relaciones es parte de nuestra condición carnal. Aceptar como punto óptimo de partida de toda relación la consagración de esta brecha, es un engaño demoníaco.

Quiero por fin ir al punto de mi pobre consejo. La Fraternidad San Pio X nos enseñó que iniciar un intento de comunión eclesial sobre la disidencia en puntos inaceptables del Magisterio de la Iglesia, nos deja solos y sin Iglesia. Los viejos maestros nos señalan que una camaradería política sobre puntos posibles a pesar de diferencias fundamentales nos deja sin Patria. Cabe aclarar que en estos casos, la coincidencia reclamada es sobre puntos fundamentales y detalles que hacen a la categoría y se debe ser muy laxo y tolerante sobre diferencias particulares y detalles ajenos a la misma. La Iglesia es una gran y generosa receptora de múltiples modalidades, su vocación universal no sólo no exige la unidad de detalle en lo existencial, sino que es capaz de receptar hasta las diferencias de talante. Así mismo la Patria, dentro de su espíritu fundamental, es amplia en la recepción de las más diferentes condiciones. Ambas dentro de su círculo descreen de las intenciones igualadoras que arrasan con la personalidad, siempre que la inteligencia se conforme al núcleo de verdades que la fundan y dentro de ellas, los detalles que la sostienen.

Pero el mundo de la amistad, y en especial ese sagrado mundo del matrimonio, exige una enorme vocación hacia la unidad en lo grueso y en lo fino. Suele venderse en estos casos que partiendo de las coincidencias fundamentales se hará a la larga una feliz amistad y un cumplido matrimonio, pero la experiencia nos dicta que ciertas personas con las que compartimos la misma fe se nos hacen lejanas y hasta intolerables en pequeñas cosas, desde un pertinaz mal gusto en la música hasta un inculpado mal aliento, pequeñas cosas que forzadas auguran una larga infelicidad. Está bien que Dios nos exige soportar el sufrimiento que viene de nuestros errores una vez cometidos, pero seguramente no quiere que cometamos errores. En este plano lo fundamental es un presupuesto ineludible pero no suficiente, hasta el punto que nos solemos engañar con el hecho de que es más posible una amistad sobre los detalles y aún en disconformidad con lo fundamental, olvidándonos que esta amistad tiene un grave inconveniente, tiene un tope, anuncia una vida corta y enana. Y el amor no quiere límites.

Otros de los mitos es el de que la amistad y en especial el matrimonio, aseguran su resultado al partir de cierta conformidad cultural, de cierta igualdad de estatus. Lo cual está bien, pero vuelve a alejarnos de lo dinámico, de la tendencia. Y no podemos renunciar a la expresión de una fórmula aconsejable: la amistad, y en especial la amistad que conforma la unión matrimonial, se funda sobre una vocación permanente, sobre una constante y perpetua voluntad de coincidencia sobre los valores más elevados que cada uno de los términos de la relación acarrea a la misma. Se funda sobre el esfuerzo de la inteligencia de reconocer en el otro la "autoridad" en cada materia y disponerse humildemente a ser "captado" por su superioridad, se basa en esa vocación a la unidad en cada detalle pero siempre por elevación, al punto de considerar traición o por lo menos sufrimiento o tensión, el disentir en un mínimo gusto. Esta amistad, como pide San Pablo, debe ser a la vez paciente en la espera del encuentro, alimentada en esa espera por el cultivo de los detalles amorosos, pero celosa e implacable en el mantenimiento abierto de la actitud. No acepta ninguna ventana cerrada, ningún rincón clauso. Es cierto que partiendo de coincidencias dadas, como similares culturas y parejos estatus es más fácil, pero también es cierto que a estas alturas de la modernidad, estas fronteras "sociológicas" (si me permiten) se encuentran avasalladas por la imbecilidad revolucionaria y resulta fácil encontrar a los hijos de los conservadores siendo zurdos, a los hijos de los católicos siendo protestantes y las hijas de las decentes no siéndolo más. Así mismo y consistiendo el estatus en una decantanción ya puramente económica, y lo económico víctima de una inestabilidad sorprendente, hoy casi no se puede encontrar nada a lo que llamar una cultura o un estatus. Ya hace tiempo que el "buen gusto" se opuso al concepto de la belleza y las "clases superiores" están preocupadas por no combinar el marrón con el azul y se morfan una misa de bantúes porque no es paquete estar contra el Monseñor. Muchas veces no hay nada peor que encontrar una persona adherida con carne y uña a los estereotipos de clase (grasa o pituco) y por cuya preeminencia existencial están decididos a pasar por alto la misma Presencia Real. Ya Lewis nos hablaba de la brutal resistencia de los "ethos" familiares o grupales no sólo frente al inferior, sino y más enconadamente frente al superior, que es quien los someterá a una mayor exigencia y distancia. Lo peor queda más cerca.

Mas, cómo podemos descubrir en el otro la existencia de esa vocación a la unidad y al encuentro?. Y aquí el asunto peca de obvio. Hemos perdido la capacidad de ver a los otros por un exceso de vernos a nosotros mismos. La condena de Narciso. Si prestamos atención, veremos que aquel amigo o novio que resulta tan agradable y amable, pierde la vista y la atención en el horizonte cuando tocamos ciertos temas y comenzamos a elevar la conversación, le resultan ajenos y hasta enfadosos, pero están dispuestos a sacrificar la unidad por el placer de estar con nosotros en tantos puntos deliciosos en común y, para ello se arman de una sordera intelectual crónica, cuando no de una ironía cínica. ¡¿Para que insistir en lo que nos separa?! Cuando estas actitudes comienzan a delatar un corte, una negación; la fractura se evidencia y el desencuentro se anuncia. Muy por el contrario, ciertas amistadas nos regalan cada día no sólo con su aporte de interesantes contenidos, sino que llenos de placer y de interés se sorprenden y entusiasman con los nuestros y ambos piden más, haciendo de las bochas o del almuerzo una simple excusa. Notamos que hay ciertas amistades que crecen y otras que se estancan. Debemos percibir con claridad si crecen elevándose, si de los almuerzos sales más gordo o más sabio, para lo que tenemos nuestra conciencia y las virtudes que alejan las pasiones. Y en estas amistades no debemos temer ciertas diferencias, que hoy por hoy en esta sociedad desclasada serán muchas, pues el amor busca la coincidencia… y si no en esta vida, se completará en la otra. Por ahora lo que importa es el empeño en el viaje. Pero con el que se cierra en sus pequeños o grandes estancos, y en un punto pone fronteras inexpugnables y tierras de nadie, solo nos espera el desastre. El desastre del desencanto. Y la búsqueda del tercero que llenará el punto; ya sea para conversar…, para rezar … o para otras cosas.

Es cierto que sólo Dios llena. Pero es más cierto que Dios no nos llena solos. Dios nos llena en el amor, en la amistad, en el matrimonio, en la Iglesia, en la Patria. En la Caridad.

La gran dificultad actual del encuentro de la amistad y del amor conyugal, reside en la "pérdida de la capacidad de admiración" de la que habla Simón Weil. De atención al "otro". De tomar las relaciones por lo de placentero o agradables que son "para nosotros" y abandonar esa capacidad de asombro por conocer las cosas y las personas en lo que son ellas. Vemos amistades y parejas sorprenderse malamente luego de años de convivencia, bobos que no "se esperaban esta jugada". Cuando recién se prestan atención ya se desprecian. Nos sometemos a este sistema de tolerancia entre autistas que resulta ser "religiosamente correcto", "políticamente correcto" y "socialmente correcto" para amanecer junto a un montón de gente extraña (como decía mi padre; el problema no es al acostarse, sino al levantarse). Junto con la filosofía y las bellas artes, hemos dejado de practicar la amistad. Un día el viejo maestro Alberto Falcionelli me disparó a boca de jarro al apenas verme "¡Prefieres el Turco o la Zulema!" - "la Zulema" contesté sin dudar. "¡Es bueno coincidir!" concluyó. Y valía la pena continuar.

Volviendo a Piepper; el amor busca y da aprobación, se ejerce desde la inteligencia y goza de lo bueno, en ello pretende coincidir. La anulación de un sector del "otro" a la inteligencia, con el objeto de no encontrar el rechazo es el final del amor y es la semilla del odio ( sin olvidar que el amor de amistad se esfuerza por alcanzar y se esfuerza en esperar), por lo que el esencial ingrediente de toda relación es mi inteligencia del otro y la suya de mi. No sus creencias, sus fundamentales principios, su cultura o su estatus. Es la apertura de esa inteligencia a lo bueno y singular que hay en cada uno, es la vocación de coincidir en ello y construir desde allí un estatus, una cultura y una Patria en una Fe. Eso es formar una familia. Después de todo "La patria no es otra cosa que una mujer que nos espera" (y disculpen.., esa es de Perez Reverte). Y aunque todos esos presupuestos ayuden, sean loables y recomendables, de nada sirven a este cometido sin esta apertura, que cuando existe, todo lo logra. Y no quiero con esto sentar basa de elitista y promover la procreación sólo entre inteligentes. Descubrir que "el ser es y el no ser no es", no es un gran esfuerzo de la inteligencia, se puede lograr con muy poca; tiene más de virtud. De docilidad de la inteligencia. Es hartante ver tanto sesudo partir de la duda.

Concluyendo a lo Pero Grullo; la búsqueda de la amistad necesita un previo fortalecimiento en la virtud, un olvidarse de si mismo e interesarse por los otros. Conocer a las personas con verdadera curiosidad y admiración, como se hace con los paisajes… Escuchemos a Dios y miremos absortos sus criaturas… y esperemos el milagro. Porque se da. Y cuando se da, todas las fórmulas no alcanzan a explicarlo ni las distancias a separarlos. El amor se teje en el cielo para el cielo.

Dardo Juan Calderón