La siesta de enero

Enviado por El Carlista en Jue, 24/09/2015 - 9:06am

(Un cuento-parábola de Juan Álbero Bello, del libro Postrimerías del monte).

El sol quemante de la siesta recibía enardecido la letanía chillona de las devotas chicharras que, como enanos demonios, muy lejos de pedirle a su dios que fuera benévolo, lo azuzaban para no declinar en la tarde y continuar en la tortura de los retorcidos y penitentes árboles del monte. Los pobres desgraciados se retorcían en una silenciosa y lenta agonía sin atreverse ni a la queja ni a la esperanza; daban la espalda al poniente de donde podría venir el descanso y habían renunciado a la idea del frescor de la tarde - “Hoy ocurrirá”- se decían ya secos de plegarias. El canto resentido, suicida y desesperado de los crujientes bichos, esta vez lograría la rebelión del astro que quedaría colgado en su cenit, para vomitar un calor prolongado muy por encima de sus vegetales fuerzas. Esta siesta amarga duraría más que las otras y terminaría con ellos. Los claveles del aire abandonados en las ramas boqueban lacios hacia el suelo, incapaces ya de producir una flor y lanzar un azahar que aplaque el amargo hedor de las jarillas calcinadas. Por el este, una nube flaca abandonaba de prisa el paraje maldecido.

El pequeño y desparejo piño de cabras criollas yacía exhausto bajo el pobre amparo de unos chañares, buscando el escaso frescor de sus sedosos tallos verde claro que exudaban una última humedad; coronados por la rala melena espinosa y grisácea que lucía agachada mirando al piso ante la violencia de los rayos, de sus ramas cual brazos, dos manos peludas de dedos abiertos se abrían por sobre la cabeza sin que se acierte a saber si era para intentar una sombra o en un simple gesto de espanto. Con sus ojos duros de pupilas horizontales que sin parpadear estaban fijos en la nada, los pobres animales se hallaban en una quietud de rocas. Soportando. El perro, negro, flaco y desgreñado, se hacía lugar en un alto de piedra y arañando la tierra entre dos coirones que lucían como ángeles resecos y adormilados, ya echado, arrugaba la mirada y sacaba una lengua larga y arenosa que, era en su jadeo apresurado la última voluntad de vida que se expresaba entre intervalos de tragos secos en la interminable siesta. Ni pájaros. Sólo el grito de chicharras cada vez más tenso, monocorde, constante. Una espera resignada que se hace silencio a pesar de la satánica algarada que por torva, resentida y empeñada, ya ni se escucha. Todo es parte de una etapa funesta de la que se espera solamente y sin ganas el próximo latido, y el otro, y el otro… sin más promesas, sin ansias de agua, sin recuerdos del redil ni de las crías, con un hilito de vida que se deja abandonado a la nada.

El sol no se mueve, ya los espejismos que danzan sobre la arena no producen la vieja sensación de una engañosa sorpresa, el cerebro aun abotagado los descarta. Se descartan no sólo de las ansias sino también del reflejo más primario. Se late sin voluntad, como con una tonta noticia de la que no se acierta a saber si es grata. Todo se abandona en un olvido casi mineral al que hay que vivir como viven las micas y las lajas. Son las cinco y el tiempo no pasa.
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Como un milagro, el sol, de tan concentrado en su quemar, se desplaza en un tropiezo repentino hacia cualquier oeste y de a poco las chicharras rabiosas, una vez más desengañadas, detienen su violenta arenga y tras insultantes murmullos, se callan esperando vengativas una nueva siesta que renovará su voluntad asesina. Fue porque allá a lo lejos, entre los siete montes, sonó despacito una campana de lata. Cincuenta pupilas horizontales se dilatan y el perro con las cejas enarcadas abandona trabajoso su ara entre la paja. Es la yegua vieja que ha despertado y toma para las casas. El perro guarda asqueado la arenosa lengua, se sacude y ronco, sólo una vez ladra. Las cabras retoman el masticar lento con escasa y terrosa baba. La siesta ha pasado y desorientadas todas se levantan. Estiran a tiritones sus patas y unas a otras se miran culpables de haberse dado por muertas; el matucho repecha como sonámbulo y toma por la cañada salitrosa mordiendo algunos pastos de pasada. El bamboleo de ubres les recuerda que son cabras y que en el pesebre, a los saltos (lo saben aún sin oírlos) los chivatos llorosos balan.

No fue hoy el final. “¿Será mañana?” Nadie ha visto a las chicharras. “¿Será el calor que nos ha jugado una mala pasada?”

Ya remontada la loma, donde dos cardones gordos van alargando sus sombras de obispos y señalan el final de la jornada, por el bajo pedregoso se van viniendo las casas que se recuestan torcidas contra de un bordo arcilloso. De lado, en un petiso clinudo y desgreñado que montan a poto pelado y dirigen marcialmente con una piola de fardo, van dos mocosos chilludos con cachetes requemados, atajando la majada hacia el jagüel retobado de espinillos con alambres herrumbrados y una puertita de palos. El sol se perdió en el monte y llevan el piño a la aguada, a que se ablanden las leches antes de dar la mamada, mientras que la chivatada reclama a grito furioso encaramada en los postes, buscando con la mirada el pelaje de su crianza, para después con olfato, a empujones y patadas, arrimarse por las panzas a los preciados pezones. El patrón y la patrona van para el corral con los tachos a ver si sobra una leche; primero para los guachos, después para el perro flaco, y de andar con suerte de pobre, un resto para ir cortando y revolver un quesillo que con dulce de membrillos hace el gusto a los muchachos. El sillero embozalado se aburre contra la cerca, intentando una vez más, como mil veces intenta, acertarle una mascada a un saucecito mosqueado que defiende la señora con un cerco de botellas; pero el cabestro trenzado le trabuca la maniobra.

Llega la noche del campo como madre de ternura donde juegan las estrellas. El monte da su respiro y en el lomo del chañar, que ya ha bajado los brazos y levanta la cabeza, un tímido clavelito tuerce su rulo rugoso y bosteza un perfumillo. Las jarillas presurosas le dan la vuelta a las hojas apuntando hacia al naciente, como si esa luz de luna fuera un beso de humedad.

Ya se apagó en la ventana el candil de los patrones y duermen en los jergones los niños a pata ancha, cada uno en una punta de una camita de bronce que fuera del viejo Tata. La majada remolona hace noche amontonada bajo el alar de coirones y por los palos del techo, ratonean los ratones.

En aquella oscuridad y en preocupado desvelo sólo han quedado prendidos cuatro ojos caramelo que rezan la misma oración. El patrón que mira al cielo por la rendija del techo mientras su mano rugosa va desenredando el pelo de aquella hembra legal que se ha dormido en su pecho; y el matucho, viejo sabio, que ya nunca pega un ojo, que está mordiendo un rastrojo mientras rasca con los cachos contra un palo de quebracho y estornudando a su antojo:

“Que mañana, Dios bendito, nos venga del cielo un agua y nos libre de esta fragua que nos doblega las vidas. Que tu Madre bien amada, fresca noche del desierto, mande una siesta nublada; que se acallen las chicharras que se esconden resentidas y buscan la rebelión del astro que ha de ser vida. Que no demore en su cenit con soberbia provocada, que manso vaya al poniente donde espera el buen amparo, que nos muestre la cañada que nos devuelve al redil; que declinando su luz haga sombra en los chañares ya con sus brazos abiertos, proyectando en las laderas sus imágenes en cruz. Bajo esa sombra cruzada apaciente la majada mientras el fiel perro negro, ya libre de aquel delirio y entre dos ángeles tiernos, vaya gruñendo bajito un rosario de misterios”.