Prosigo con el tema de los “valores no negociables”, que no son cuatro, ni son privativamente no negociables, ni forman un elenco coherente. Todos esos problemas ensombrecen el “enunciado” del cuatrivalor. Sin embargo, el problema radical es que delatan una concepción de la política gravemente insuficiente.
En mi artículo precedente mencioné la existencia en la naturaleza humana de un impulso, de un apetito dirigido al logro del bien común de esa naturaleza. Este pequeño detalle, habitualmente sobreentendido, es el rompeolas contra el cual se hace añicos el cuatrivalor. ¿Por qué?
Remontémonos un poco en la historia. Aristóteles insistió en la primera parte de su Política en la eminencia de un bien común de la ciudad. Santo Tomás de Aquino dio al término una importancia incomparablemente mayor y, lo que es más significativo, le otorgó el prestigio del que hoy goza. Después del aquinate es raro el filósofo social que reflexiona sobre la comunidad política sin mencionar un “cierto” bien común. Ese mismo prestigio nos juega una mala pasada, pues la repetición del vocablo hace que tendamos a usarlo como una consigna sobre la que, en realidad, estamos lejos de ponernos de acuerdo. Aunque liberales, comunitarianistas, comunistas o fascistas no han dejado de apelar a distintos bienes comunes que aureolen sus ideologías (Pieper recordaba el eficaz uso que los nazis hacían del eslogan “el bien común está antes que el bien de los individuos”), la realidad es que el progresivo emborronamiento del concepto ha permitido que en general predominen versiones del significado utilitarista del bien común: “El máximo bien para el máximo número”, donde bien se entiende unívocamente como “bien útil”.
Entre los defensores del cuatrivalor está extendida una versión “religiosa” del bien común utilitarista. El problema se plantea cuando intentamos una justificación racional de un bien común así considerado: si el bien común no es ciertamente un bien correspondiente y proporcionado a la naturaleza humana, sino que se resume en uno u otro modo de satisfacer los (puede que) legítimos fines particulares (incluidos los más legítimos), en realidad el bien común no es un bien en sí mismo (se desdibuja como “bien”), pero sobre todo no es “común”. ¿En qué medida es necesario un bien que sea común? Tan sólo en la misma medida en que la naturaleza humana lo exija y con la misma necesidad con la que lo demande. Por eso, la reflexión clásica sobre la politicidad no comienza con la defensa de éste o aquel bien, sino con la consideración del impulso, del apetito social y constante de la naturaleza humana. Si obviamos este paso, el conjunto de la política se hace incomprensible. No se comprende, por ejemplo, el nexo que existe entre ley positiva y virtud privada, o si se quiere, excelencia personal. Un nexo que, clásicamente tiene un aspecto negativo (la eficacia correctiva de las malas inclinaciones individuales), pero sobre todo un aspecto positivo: el del subsidio que necesita la libertad humana, tan inclinada para el bien como mendicante en su realización, necesitada constitutivamente de este auxilio político para su felicidad. En este sentido podemos decir sin temor que la especificación de la ley positiva depende del poder político concreto y en tal sentido tiene una dosis de contingencia, pero su realidad misma, una vez especificada, pertenece a la naturaleza humana: el hombre necesita naturalmente de la ley positiva (concretada por los hombres) para realizar su fin natural.
Si reducimos la misión de la política a la garantía del “cuatrivalor”, no solamente excluimos una ingente cantidad de bienes a custodiar sin transacción posible, sino que, primariamente, aceptamos una concepción del hombre totalmente diferente a la que nos proporciona la experiencia filosófica clásica. ¿Qué concepción subyace en ese programa? Un hombre que se repliega en sus perfecciones sustanciales y que, consciente de su perfección ontológica sólo reconoce su precariedad en el orden material, en el cual se puede ver amenazado por injerencias externas o cortedad de medios propios. Un hombre personalista que no reconoce al Estado ninguna capacidad ni misión de finalización de sus perfecciones personales y que sólo le pide los medios materiales necesarios para administrar su suficiencia moral. Un hombre tal, en una circunstancia en la que la sociedad y el poder “político” están corrompidos, como hoy sucede, sólo se plantea una participación defensiva: por ejemplo, la que inspira el programa de los cuatro valores.
La nuez del problema no está, pues, en impugnar conceptualmente ninguno de los “valores”, sino la concepción antropológica y política que evidencian al presentarse como programa. Por consiguiente, los peligros y los males ante los cuales se pretende enarbolar la bandera de los cuatro valores son, en realidad, mucho más profundos y más graves y no guardan con nosotros una relación extrínseca, sino que se manifiestan en nuestra íntima vida espiritual y moral. No ver esto supone una miopía de consecuencias trágicas y una falta de comprensión del problema político que hace casi imposible la comprensión entre los mismos católicos sin abordar previamente la rectificación del enfoque.
La comunicación entre los católicos está gravemente dificultada a causa de la inconsciente admisión por parte de muchos de una antropología ideológicamente personalista, es decir, radicalmente antipolítica.