La diferencia entre un intelectual y un hombre de espíritu, es que el intelectual está convencido que su alma le ha revelado a Dios, y el hombre de espíritu sabe que Dios le ha revelado su alma. Esta transposición tan común en el narcicismo religioso (vicio muy común entre la “gente como uno”), estuvo muy bien pintada por Gustave Thibon, y podemos resumirla de la siguiente manera. El encuentro con Dios tiene una dificultad con respecto al encuentro con las cosas. Las cosas están allí fuera, pero Dios parece que está aquí dentro y se nos confunde con nosotros mismos. Dios provoca en el hombre, a través de la gracia, una serie de cambios, hace nacer virtudes y dones que comenzamos a creer que son “nuestras” y de las que nos enamoramos como Narciso, pasando a ser estas virtudes un obstáculo para ver a Dios mucho mayor aún que el pecado. Se trata del viejo y remanido fariseísmo.
Demos otra vuelta de analogía, aunque resulte un tanto impropia. Cuando nosotros buscamos hacer algo, una mesa por ejemplo, la búsqueda del objetivo produce en nosotros un cambio; nos hace hábiles con las manos, nos ejercita en la matemáticas y en la geometría, nos enseña a manejar y valorar las herramientas, conocer las maderas, etc. Es cierto que la consistencia de todos estos conocimientos está certificada por la bondad del producto. Si la mesa está chingada y la madera no resiste, pues mal puedo jactarme de estos conocimientos que no me permiten llegar al fin. En fin, vuelvo a intentarlo y de esta manera afinar la puntería. Y con esto tenemos que estoy buscando un fin fuera de mi: la mesa; y otro fin dentro de mi: adquirir las habilidades para hacer mesas. El primero es trascendente y el segundo es inmanente. Pero el segundo es el resultado del primero. Traslademos: la virtud viene de Dios y no Dios de nuestra virtud. El orden viene de Dios y no Dios del orden. El orden cristiano nos lo da Dios, y de ninguna manera un orden humano nos dará a Dios.
Es frecuente encontrarse en la vida con hombres que saben todo acerca de hacer mesas y dan conferencias sobre el tema; pero, jamás hicieron una mesa. Digamos por ahora que se dedicaron a buscar ese fin inmanente, dejando de lado el fin trascendente, y lo que tienen es una especie de charlatanería sobre hacer mesas que les inflama el ego, pero de mesas un corno. Podrá saber de matemáticas y de geometría, pero siempre como saberes en el aire. Es experto en la teoría de las mesas pero no es carpintero y con ello no sólo pueden demostrar una sapiencia erudita casi infinita, sino que además, jamás se han sacado un dedo con la sierra circular; el tipo es perfecto.
Normalmente el carpintero está en su taller, puede decirse callado y ensimismado, absorbido por la mesa que le impone un montón de conductas y rectificaciones y, que si viene un palangana con cara de estudiante universitario a preguntarle ¿cómo se hace una mesa? , no sólo no sabría que decirle, sino que probablemente lo saque a patadas. Lo correcto sería ponerse el overol y comenzar por mirar al ebanista detenidamente, y luego de una larga convivencia de esfuerzo y trabajo, con cortes de dedos incluidos, aprenderíamos a pasar la mano áspera por una tabla y descubrir su veta y todas esas cosas que hacen al carpintero. En esa tarea de amor al maestro, a la madera, a los serruchos, a la cola, a las veladas con mate hablando de la vida y exhibiendo los distintos cortes que provocó la sierra en las manos; esa misma madera, esas herramientas y esas heridas, nos habrán convertido en carpinteros, calidad que no es un estado adquirido y permanente, sino que implica seguir toda la vida entre aserrines y ruidos de motores, porque la habilidad se pierde.
Un intelectual es como el teórico de las mesas. Los intelectuales católicos están repletos de esta charlatanería y nos muestran con una erudición frondosa los caminos por los que la razón los llevó al descubrimiento de Dios, del hombre, de lo social, de las virtudes; y todo con un alma que nunca tuvo un corte con la sierra circular. Que jamás tocó la madera. Con una ciencia que permanece impoluta en su inmanencia y que por lo tanto, parece prístina. Mi abuelo decía que lo hartaban las tías solteras que enseñan a criar los hijos con un libro de pedagogía. A criar hijos se aprende tocando caca, sonando mocos, recibiendo noticias funestas y alegrías inenarrables.
El espíritu se cultiva en la relación con el Dios trascendente y es de su gracia que nos vienen los dones que llenan el alma que recién comienza a “ser” de verdad (y aquí me tiran con la metafísica) y que va construyendo ese fin inmanente que es la virtud, que no es “nuestro” y que está siempre supeditado al ejercicio de la piedad. Estado que si pierde el contacto permanente con ese Bien que está fuera de nosotros, se convierte en ciencia hueca, que nos deja en la autosatisfacción de una virtud nunca puesta a prueba. Sin la gracia no hubo propiamente alma, sólo pudo haberla.
El orden cristiano- y su cultura- es el resultado inmanente a la sociedad que cultiva la relación con Dios como su fin trascendente. Sin ese encuentro social con el Dios vivo, ese orden y esa cultura se convierten en huecas sapiencias que pasan a usurpar el lugar de Dios y hacen del cristiano un absurdo narcisista que se solaza en sus adquisiciones que van perdiendo “realidad” y se van transformando en estériles y decadentes. Se sabe hablar de mesas, pero ya no puede hacerse una mesa. Se tienen intelectuales pero no hombres de espíritu. Y esto explica una decadencia de esa cultura que se desmorona día a día en forma inexplicable, a pesar de que cualquier racionalidad mediana reconoce la excelencia de este patrimonio.
El orden político cristiano no es algo que hacen los cristianos, es algo que hace Dios cuando la sociedad cultiva su amistad en la piedad y en el Culto (ya me endilgarán los exquisitos la redundancia); y las variaciones y cambios de paradigmas como se gusta decir hoy, no son el resultado de nuestros esfuerzos virtuosos, sino de la acción de Dios por el merecimiento de las gracias de Cristo que renovamos en los altares, en las carpinterías, y tomando mate con nuestros maestros mientras mostramos las heridas de nuestras torpezas y esperamos que la Madera en su nobleza nos dicte la forma que su preciosa veta impone al arte.
El pecado es espantoso, pero admite la contricción del publicano para descubrirle su alma “cristiana”; la virtud del fariseo es mil veces peor y lo encierra en la nada de su vanidad y el culto a su pequeña alma “aristotélica”. La cultura cristiana que se desgaja del árbol vivo del Culto es fariseísmo duro y puro.
Es el apropiamiento de un Don para ser encerrado en la pequeña y clausa cárcel de nuestra mismidad y está condenado al fracaso de una cultura de cristianos y no de Dios.
La visión de esta vasta cultura nos llena de una admiración, orgullo y gozo, que al cerrarse en la inmanencia pronto se troca en desesperanza una vez que vemos azorados su ineficacia frente al desastre que arrasa con la vulgaridad todo lo egregio. El templo de piedra nos tapa al verdadero Templo del Cristo; cuando sabemos que el primero debe caer y renacer de la sangre. La cultura cristiana, si debe renacer, lo hará del sacrificio de los mártires – que muchos se dan en nuestros tiempos-, del sacrificio de jóvenes vidas al sacerdocio, del sacrificio de los matrimonios a la crianza, del sacrificio por el trabajo ensimismado y silencioso, del sacrificio en la impotencia (acá me corren a palos los activos) y en el ruego.
Hay una vana intelectualidad que cree haber descubierto la fórmula de solución en resaltar ante el hombre la única cultura que puede llamarse tal, y que se propone como panacea al hacerle creer que fue su obra y su virtud, y que por propia no va a tirarla a la basura. Falló con la revolución en el siglo XIX, falló con el Concilio en el XX, y fallará en el XXI si cree que el hombre entenderá que debe remontar la estúpida pendiente por amor propio o por hartazgo de lo inmundo. Esa cultura es nada y así como Dios nos prueba como a Job, tirando por la borda aún lo que era bueno; así El puede hacer otra mejor.
No usurpemos a Dios con los Dones y las Virtudes que nos dio, porque entonces los quita de un planazo para que disipados, desde el lodo de la vergüenza podamos volver a Verlo.