Hay momentos en la vida espiritual de una persona en que el transcurso de la reflexión lo deja a uno al borde de una idea temible. Así como el héroe va entrando, encorazado de honor, a un curso de cosas que tarde o temprano lo dejarán frente a un momento definitorio en que se jugará su propia vida, así la vida espiritual y aún la intelectual, va poniendo su cerco de decisión y tarde o temprano tendremos que enfrentar un momento en que el próximo paso nos dejará al descubierto de la metralla. “Jam tua res agitur” (ahora está tu casa en juego) decía Horacio, para designar ese momento. Y cuando ese momento llega, lo das o retrocedes.
El gesto heroico es mucho más común de lo que pensamos; multitudes de gentes todos los días en el mundo ponen en riesgo su vida y hasta la entregan, por el cumplimiento de un deber que muchas veces a los demás le resulta un tanto fútiles. Policías que caen en enfrentamientos, madres que mueren en partos peligrosos, soldados que se juegan en la batalla, bomberos que saltan al fuego para liberar una víctima, médicos que se exponen al contagio y muchos otros que pasan a diario y que caen en la indiferencia general, pero que sin embargo siguen constituyendo la “sangre” que necesariamente necesita y reclama todo orden social y que hace las veces de elemento ligador del edificio. Para el hombre moderno, la idea de “ofrecer víctimas a los dioses” le parece una locura de tiempos remotos y no quiere entender que su confort cotidiano depende de la inmolación que permanentemente se hace a cualquier orden de cosas que queramos sostener.
No es tanto la falta de coraje lo que ha producido la merma impresionante de esta actitud que es bastante normal en el hombre y que se continua ejerciendo muchas veces en forma de temeridad viciosa en deportes y aventuras, sino que el problema reside en la enorme ingratitud de esta sociedad burguesa que por reflejo no quiere aceptar deudas (ni en el Padrenuestro) y sólo está dispuesto a festejar si el asunto no le acarrea una deuda de honor para con el sacrificado. Es más fácil admirarse públicamente del aventurero y el deportista, que en su regusto individual no nos crea el reclamo de responder en conformidad. Por el contrario, el sacrificio del deber será objeto de la burla y el cinismo de un medio que considera estúpido el abandono del confort por apoyar los intereses de un orden siempre encabezado por crápulas, que son quienes han solicitado dicho sacrificio “y no yo”.
Lo mismo sucede en el mundo del trabajo, no ya un terreno heroico, pero donde el concepto de sacrificio se reserva para los más tontos, y las prebendas de una vida acomodada, junto a la alabanza social, se reparten con más abundancia sobre los astutos que sobre los esforzados, y esto en todos los rangos sociales.
Nuestra sociedad reclama “cosas”, pero cosas fáciles y baratas. Una oferta de infinitas chucherías constituyen el norte de las masas y a la producción de estas baratijas se dirige el capital. Ya no hay cosas buenas ni grandes, que impliquen un esfuerzo continuado y generacional y que produzcan a la vez una distinción social, sólo un fondo de vergüenza queda para quien las compra y para quien las produce. Ya no hay empresas temibles para el hombre; no se propone la conquista de vastas extensiones para la producción, sino la venta al por mayor de televisores baratos.
Profesiones y oficios siguen el mismo curso. Colegios y universidades proponen conocimientos de manuales al alcance de la gran mayoría, y el oficio ya no resulta de la “herencia” y continuación del saber. Carreras cortas y promocionales, oficios mal aprendidos para reparar las baratijas. El mercado no quiere otra cosa.
Este mismo estado de cosas viene a darse en el mundo del intelecto. El hombre burgués reclama ideas fáciles y cómodas, sin poner mucho énfasis en la calidad de su factura. Chapuzas intelectuales que le sirvan de distracción y no lo enfrenten con ideas que supongan un largo esfuerzo de dedicación. Por supuesto que se necesitan algunas ideas, pero estas deben acomodarse a la nueva moda de ser, confortables y baratas, fáciles de adquirir en una breve lectura al paso de la peluquería o al borde de la piscina, o mejor aún, una película. Sociología, psicología de difusión, autoayuda, literatura de folletín, en fin, algo que rápidamente nos explique todo y nos haga cultos de un plumazo. He visto solucionar con remanidas teorías el problema de la “seguridad” en breves libritos, sazonados de citas pseudo cultas.
Para qué hablar del mundo del espíritu, la religión debe abandonar esa tendencia a complicarnos la vida, aportar “soluciones” y estar expresadas en premisas de rápida digestión. Sin culto o con un culto mínimo, poco amor y poco temor y un cielo bien fácil y a precio módico.
Una enorme barata de ideas se ofrece en los mesones para consumo de la masa. Desde Rousseau y Voltaire hasta los neomodernistas, te puedes hacer filósofo en un par de meses, y así como el artesano y el industrial van acomodando su producto para la venta masiva, bajando la calidad y el precio, así los intelectuales van acomodando sus ideas para que sean recibidas por el mercado.
No ajena a esta reflexión resulta un artículo que acabo de leer en el diario de más tirada de mi provincia. Un intelectual católico que se supone de fuste les dice a los muchachos de hoy que la indisciplina sexual ha terminado con el romanticismo. Que hablamos de “relaciones” y ya no más de amor. Es todo lo que puede decir para resultar llevadero; aleccionador, porque no; y capaz de suscitar diez segundos de reflexión. El pensamiento estaba llevado al punto de no producir un problema ni en él ni en el lector, su objetivo era ser docente pero confortable. Continuar más allá de lo superficial la reflexión lo haría enfrentarse con una idea temible, que sólo un alma heroica podría enfrentar. Quizá me hubiera gustado que les recuerde -como dijimos más arriba- que hay gente muriendo por un orden social que revienta por todos sus costados y que antes que ellos, el mismo Dios inmoló su Hijo unigénito para reparar el daño que están haciendo. Que no sólo están acabando con el romanticismo, sino que están acabando con sus vidas, terrenas y eternas. Pero es mucho… y probablemente se perdería el editor. Hay que vender baratijas de consumo rápido.
Quizá me hubiera gustado que el Papa nos pidiera que ensillemos un burro y nos dirijamos a la tierra de Moria, para en una piedra ofrecer nuestros primogénitos. Pero es demasiado; queda sólo hacer sociología.
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Un hombre llamado a la empresa más grande que puede existir: la salvación y el encuentro con el Creador… ¿puede ser reducido a este mínimo nivel de apetencia existencial y espiritual? Estamos esperando de él un enorme grito de angustia como en el cuadro de Munch, pero sin embargo lo vemos morir todos los días sin ni siquiera haber percibido un poco de exigencia sobre lo más banal. En una mala cama con un mal colchón. Sin conciencia de su drama y en enormes masas rumbo al cementerio.
Si… de alguna manera el hombre puede ser reducido a una existencia por un mínimo de cosas mal confeccionadas y unas “relaciones” mal llevadas, y por fin morir anestesiado, con una lágrima por lo que deja. Puede nunca haberse percatado totalmente de la ausencia de lo bueno. Cuando más una tristeza. Pero queda una esperanza… nada es tan malo que no pueda empeorar.
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Ya Soren Kierkegaard nos avisaba como en el mundo de la exterioridad, y producto de nuestra imperfección, la ley de que “sólo el que trabaja, consigue el sustento” no funcionaba y que en él, “se suele ver con mayor frecuencia como los holgazanes y los dormilones consiguen su condumio de una manera mucho más abundante y pródiga que aquellos otros que sudan la gota gorda”. Nos decía que por el contrario, en el mundo del “espíritu, se puede afirmar con toda verdad que solamente el trabajador consigue su alimento, solamente el angustiado alcanza el reposo, solamente el que desciende a los infiernos salva a la amada y solamente el que recoge el cuchillo recupera a Isaac”. Sin embargo avisa: “Una doctrina temeraria pretende introducir en el mundo del espíritu esta misma ley de indiferencia bajo la cual gime el mundo exterior. Según esta doctrina basta con saber, sin necesidad de otros esfuerzos, cuales son las cosas que se dicen grandes. Y así, naturalmente, esta doctrina no logra nada que alimente de veras y se muere de inanición, contemplando como todas las cosas se convierten en oro ante sus ojos apagados. Porque en definitiva, esta forma de sabiduría no llega a saber nada…” “Generaciones innumerables han sabido de memoria y palabra por palabra la historia de Abraham, pero ¿Cuántos han padecido insomnio por ella? Esta historia encierra la peculiaridad de ser magnífica a poco que se la comprenda, aunque con la condición de que se quiera trabajar y fatigarse con ella.”
Tiremos un poco del hilo que nos tiende el genial autor, y veamos cómo este cambio de apetencias, aún en el mundo de las “cosas”, se produce por un abandono de la “exigencia”, un cerrar los ojos por comodidad; cada vez aceptamos cosas inferiores porque es menor el esfuerzo que se necesita para tenerlas, finalmente tenemos una casa, aunque no sea gran cosa, y tenemos unos muebles, aunque mucho no duren. En todo queremos tener la cosa aunque ya su falta de calidad la haya desnaturalizado, y por otra parte, la pérdida de nuestros conocimientos técnicos nos ha hecho imposible juzgar ya sobre su bondad. Hay arquitectos que creen que han hecho una casa. No poco tiene que ver en esto la pérdida de la idea de transmisión generacional -o tradición- idea que obliga a una superior calidad en los bienes para que duren en beneficio de otros que nos siguen.
De la misma manera queremos el saber. Nombramos el saber por sus grandes conceptos, sin que los mismos hayan sido internados en nuestro espíritu por un largo esfuerzo de reflexión. Y así creemos amar y conocer el amor y otro montón de grandes palabras a cuyos contenidos profundos permanecemos ajenos y estos se truncan por nuestra chapucería. Conceptos para consumo rápido y que no dejaremos a nadie.
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En el plano religioso el asunto cobra ribetes trágicos. El lenguaje que expresa el misterio se mantiene en las bocas que lo expresan convencidas de haber poseído su conocimiento por el sólo hecho de poder nombrarlas, y sin embargo ni un mínimo de esfuerzo se ha aplicado para que ese misterio transcurra el camino que lleva de la boca al corazón y al intelecto. Hablaba el autor del caso de Abraham, y sumémosle a ello la totalidad de las expresiones de nuestro dogma, Encarnación, Pasión, Resurrección…. Palabras vanas que en ellos suenan a blasfemia. Y sin duda pasa por el mismo problema anterior. La enorme incomodidad que producirá la exigencia de hacer las cosas de acuerdo a la buena regla del arte y que abre ante nosotros una perspectiva de enorme esfuerzo que quizá sobrepase nuestra vida -hacer una verdadera casa para mil años- se convierte ahora en la enorme incomodidad de entrar a una idea que necesariamente provocará en nosotros la necesidad de “poner nuestra casa en juego”, cuando nada vamos a dejar y se trata de pasar este rápido momento que es la vida.
Hacer una cosa bien y hasta el final… y en su caso, pensar una idea hasta el final y en toda su trayectoria, y aún confesando que esta idea me da miedo y que es probable que no puede concluirla en mi vida y tenga que ser continuada por otros, y sin embargo procedo a caminarla. Pase lo que pase.
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Nuestro mundo moderno aborrece las grandes empresas y las ideas temibles. Es probable que ya no queden muchas cosas para hacer en un mundo exterior que comienza a resultarnos chico, que el avance tecnológico haya convertido la economía más en un romper para rehacer, que en una producción amistosa de bienes para el logro de una vida buena y que por lo tanto en este plano encontremos más a los malos que a los buenos y muchos temperamentos emprendedores se pierden en su torpeza. Pero ha llegado sin duda el momento en que las ideas logran un punto temible y ante ellas sólo queda saltar o retroceder. En que todos los ámbitos que pensamos nos arrojan a conclusiones trágicas, en que la reflexión espiritual nos enfrenta a los misterios más profundos y tremendos y comienzan a develarse realidades arcanas. Ha llegado el momento de que suena el silbato y toca salir de la trinchera, calando bayonetas, a la tierra de nadie donde reina la metralla. Donde nuestra historia humana se desplaza a un campo ampliado de fuerzas cósmicas para ser entendido y explicado. Donde estas fuerzas cósmicas nos enfrentan a las más grandes contradicciones que el hombre a debido contemplar en su terrenal derrotero y donde es muy posible que no veamos el final de la trayectoria y caigamos por el camino; al momento en que la herencia que dejamos -al igual que los antiguos- sólo sea un fuerte a medio construir, una Catedral que terminar, una tierra a medio conquistar, una pregunta a medio contestar. Donde ya no sirven las chapuzas.
¿De qué fuerzas cósmicas nos habla este loco?
San Pablo las llama potestades, potencias, principios de dominio, elementos… a veces emparentados con los Ángeles, a veces enemigos enfrentados, de una naturaleza inaprensible para nosotros, oscilando entre potencia espiritual personal o impersonal, entre formas de ser buena, mala o neutra . Elementos que entran en una batalla con y contra el mismo Dios y que nos superan al punto de que debe entrar Dios mismo a la liza, y que sin embargo… es una batalla que no podemos mirar de lejos, a la que estamos obligados a entrar y a participar y en la que nos va la vida o la muerte.
¿De qué nos habla?
Les hablo de ideas temibles. No de artículos de consumo y distracción. No de lecciones de urbanidad ni pasatiempos estéticos. De aquellas ideas que sólo enfrentan los virtuosos con la tranquilidad del héroe que parte a la batalla. Con la tranquilidad de Abraham que enjaeza su burro y lleva su primogénito teniendo en su cabeza el terrible secreto.
De que es muy fácil -por ejemplo- pensar y decir: Iglesia y decirle Esposa … pero debemos seguir la trayectoria de esta idea y escuchar como el Hijo del Hombre “revestido de un largo manto ceñido a la cintura por un cinturón de oro… sus ojos como llamas ardientes” de cuya boca sale la espada de doble filo, lanza en la historia el juicio sobre su Esposa, y ya aquí la alaba y la consuela, y más tarde la amonesta y está próximo a escupirla de su boca: “Conozco tu conducta; vives de nombre pero estás muerta… No sabes que desgraciada, miserable, pobre, ciega y desnuda estás” (Apoc 3,1 y 17). ¿Os atreveis a pensarla?
Que finalmente se va desvelando que la vieja lucha entre aquellas dos ciudades, la Jerusalén y la Babilonia, no era el núcleo teológico esencial de la historia, sino que este reside en una pelea aún más profunda, más enconada y más decisiva. La Babilonia en nosotros es lo que debe ser combatido incondicionalmente.
De que nos espera la muerte, encrucijada que debemos sortear y ya sin posibilidad de retroceder, a la que damos el salto o seremos arrojados como desperdicio de una vida truncada.
Me refiero a la necesidad de atreverse a pensar ideas temibles, de poner en juego la casa y abandonar el gusto por las chucherías.
Dardo Juan Calderón