Lo nuevo de este tiempo nuestro

Enviado por El Carlista en Mié, 20/08/2014 - 3:13pm

Me puse a revisar entre viejos libros y papeles que he recibido en herencia y que aun no he ordenado del todo, pues me dice un amigo que revea mis posiciones, que el tan traído y llevado comunitarismo no sería aceptable en caso de existir una comunidad política más amplia y abarcadora de las pequeñas que tratan de sobrevivir guardando lo posible.

Ya he dicho que mi visión de la Iglesia y la di-sociedad es la del amontonaminto hormigueril, donde esta comunidad no existe.
Mi amigo no se conforma y me pregunta acerca de qué dicen los maestros sobre el tema y en primer lugar vuelvo a don Rafael Gambra, donde leo:

“He dicho que los roncaleses no estaban unidos solo por su naturaleza y origen, sino también por el modo de vivir común y por el compartido disfrute de unos mismos privilegios y de un suelo que es de todos, comunal. O, que es lo mismo, que formaban una comunidad o cuerpo solar que no se distinguía solo por los símbolos comunes del escudo y la bandera”… (El Valle del Roncal, Madrid, 1974)

Desde este punto de vista, comunidad hoy ya no habría. Pero hay otro punto de vista más en Gambra para la comunidad:

“La Cristiandad pervivió de iure como orden político-religioso y como idea-fuerza paradigmática hasta la paz de Westfalia, en 1648, que puso fin a las guerras de religión. A partir de ese momento, la noción de Cristiandad como comunidad bajo la misma fe y poder se sustituye por la de una coexistencia de soberanías territoriales con diversidad religiosa, sin otra garantía ni instancia de paz que el llamado equilibrio europeo”… “Y por supuesto, pervive en las almas, las familias”…

Y tomando partido por la primer acepción, agrega: “Comunidad es así –en el primer sentido- gemeinschaft, unidad en una fe y en un destino común, o – en el segundo- disolución de todo – hasta de la misma individualidad – en la colectividad gregaria, entidad manipulable por la técnica de masas”.

Y, para peor, acto seguido hace alusión a que hoy es la misma Iglesia la que utiliza esta técnica marxista de trasvase ideológico: “Se trata de pasar, insensiblemente, desde la noción de comunidad (participación en una fe y en unos sacramentos) esencialmente religiosa, a la comunidad colectivizadora y socializante del marxismo” (Comunidad y Coexistencia, Madrid, 1972).

Fenómeno, entonces comunidad, en cualquiera de los dos sentidos que le da Gambra en los textos citados, hoy, no hay. Luego, el comunitarismo no quedaría en orsay. Como decía hace unos días, se trata de ver clara la realidad, clara y crudamente, bajando el entusiasmo que aunque bien intencionado no cambia la cosa.

Pero no es de esto de lo que quería hablar, que de última educaré y juntaré a mis hijos como se me antoje, qué joder; y a otra cosa. En verdad no quería hablar de nada, sino transcribir un artículo que encontré en medio de esta faena de revolver cosas viejas, pues no lo he visto publicado antes en Internet, y viene a cuento, y es importante, y es de don Rafael Gambra. Está fechado a mano “18-X-78”; ahí va:

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LO NUEVO DE ESTE TIEMPO NUESTRO.

Todo el que tiene edad para reconocerlo, vuelve hoy su mirada a aquellos dramáticos años de la República que precedieron al Alzamiento y a la guerra para compararlos con la situación que vivimos, en demanda, quizás subconsciente, de una esperanza o un aliento.

Y la comparación choca siempre con barreras diferenciales inquebrantables. Aquello era distinto. Hubo, ciertamente como ahora una Constitución atea y se eliminó la religión de la enseñanza; los desórdenes, las algaradas y las revueltas sangrientas no cesaron tampoco en aquellos cinco años, y, como ahora también, una gran crisis económica nacida en la desconfianza en el porvenir, fue extendiendo el paro y la miseria. Pero ¿quién pensó entonces en legalizar el aborto y la pública homosexualidad? ¿Se le ocurrió a alguien dar completa luz verde a la fragmentación de España en “nacionalidades” diversas? ¿Se amnistió a los peores criminales o se “”extrañó” con gastos pagados y retorno libre a los más feroces terroristas? ¿Asomó siquiera el problema de no poder mantener a los presos en las cárceles? ¿Se pensó en que el Jefe de Estado acudiera a estrechar la mano de la más cruel tiranía que ha eliminado el cristianismo de medio gran continente? Nada de todo eso sucedió. Nada de todo esto, que hoy vemos crecer con naturalidad sucedió entonces. Y sin embargo…

Esta es la otra – y la fundamental – diferencia: sin alcanzarse tales cotas de desorden y de impiedad se produjo entonces una clara, visible, creciente reacción en nombre de la fe, del patriotismo ofendido, de la simple hombría de bien. Navarra fue en esto, adelantada guía y capitana. Hoy esa reacción no se produce – o no se produce en términos apreciables -, y Navarra podría situarse en el polo opuesto de la que fue. ¿Por qué?

En la búsqueda de las causas cualquier mente lúcida llega hoy con toda facilidad al núcleo de la cuestión que quizá hace unos años muchos no veían o se negaban a reconocer: el cambio de la actitud de la Iglesia, eso que se ha llamado “la traición de los clérigos”; eso que bajo el aspecto falaz de una “actitud social” encubre un abandono de la fe y del propio ministerio sagrado.

Y esta conclusión, en la que, por evidente, no es preciso insistir, nos hace pensar en eso que se llaman “efectos en cadena”: fenómenos físicos que desencadenan procesos incontenibles, a veces catastróficos. Alguna vez oí que lograr que una nube descargue artificialmente puede ocasionar un desequilibrio atmosférico con lluvias imparables.

El fenómeno moral es claro, es nuevo en el mundo, y son desconocidos sus posibles “efectos en cadena”. El hombre – todo hombre -, tiene sus propias pasiones, siempre amenazadoras, siempre acuciantes: el orgullo, la codicia, la lujuria, la envidia… Contra ellas hay que luchar y ante su peso cae muchas veces. Sin embargo como contrapeso, siempre ha tenido el hombre una instancia superior y respetable en su vida que le recuerda en algún grado lo que es bueno, verdadero, santo, etc.

Es el papel humano de la religión; de toda religión, pero especialmente de la religión verdadera. ¿Quién no ha tenido en su vida un germen de educación en la virtud, el recuerdo de unos padres creyentes, la predicación santa a su alcance? Este contrapeso moral frente a las pasiones se encarna habitualmente en los padres y en el magisterio sacerdotal. La influencia de los padres es difícil o imposible si no se ve respaldada por esta otra y más alta autoridad moral-religiosa.

Mas ¿qué puede suceder en el corazón de los hombres – y en la sociedad, formada por hombres – si ese contrapeso principal se convierte en aliado de sus pasiones, se pone al servicio del mundo y de las obras del príncipe de este mundo? ¿Si se dedica no a reprimir o enderezar las pasiones, sino a excitarlas en todas sus concupiscencias? A predicar el orgullo racial, la envidia y la codicia, la “liberación” sexual, etc, etc.
Nadie puede predecir los resultados. Una pelota lanzada contra una pared engendra un juego o un espectáculo; eliminada la pared se convierte en un proyectil quizá mortífero.
Esta situación nueva, imprevisible, temerosa, lleva también el recuerdo a algunas de las afirmaciones de Vázquez de Mella, cuyo valor profético no terminó con la guerra y revolución de España, sino que puede encerrar todavía horizontes inéditos. Por ejemplo éste:

“Yo tengo el presentimiento de una catástrofe de la sociedad preparada por tres siglos de herejías y uno de ateísmo, que va a dividir pronto la historia con una edad que termina y otra que comienza. Y temo el día que se apague esa lucecilla que arde todavía en la colina del Vaticano lanzando melancólicos resplandores sobre la iniquidad del mundo: el día en que haya cumplido ya su misión providencial de llevar hasta su límite la misericordia divina para dar paso a la justicia; el día en que un viento de muerte sacuda a las almas y que una turba insensata, acaudillada por apóstoles de la impiedad, escale los muros del templo para arrancar de ellos la Cruz de Cristo, pararrayos de todas las tempestades de la vida.
“Tal vez entonces veamos avanzar sobre el suelo de esta Europa apóstata y cobarde una ola negra (… ) que parecerá interrumpir el curso de la historia…
“Yo quiero estar dispuesto para reñir esa batalla postrera; y si caigo en el combate, ¡no importa! Porque con los ojos fijos en los del Redentor agonizante en la Cruz, aun podrán decirle mis labios ¡Señor! Cuando las muchedumbres que redimiste enloquecidas por la impiedad, te maldecían; cuando los sofistas se mofaban de Ti, y los fariseos te infamaban, y los cobardes pactaban con ellos, tantos discípulos pusilánimes te confesaban sólo en silencio, ¡Señor, Tú bien lo sabes!, yo no te negué, y en horas muy amargas se levantó hasta Ti como una oración mi pesadumbre para pedirte que sea tu nombre el último que pronuncien mis labios, y que mi pluma, como espada, te salude al rendirse a la muerte peleando por tu causa” (Obras, V. 351).