Los Cuatro Problemas de los Cuatro Valores (No negociables)

Enviado por Esteban Falcionelli en Lun, 30/05/2011 - 11:39pm

A raíz de que en febrero de 2007 Benedicto XVI se refiriera a la existencia en el ámbito público de unos “valores no negociables”, en algunas mentes comenzó a fraguarse el concepto, la consigna, de los “cuatro valores (o principios, según los casos) no negociables” como eje de la acción política de los católicos.

La fórmula ha tenido una rápida implantación en determinados medios, medios en los que la sola mención a los cuatro valores supone ahora un mojón inconmovible que marca toda actividad pública cristiana. Dejemos para otra ocasión la interesante reflexión de cómo este reclamo ha calado de inmediato en gran parte de los “católicos preocupados por la cosa pública”. Por ahora bastará una consideración sobre la entidad del alegato de los “cuatro valores”.

Tengo amigos y conocidos pertenecientes a no menos de tres diferentes siglas políticas autodenominadas católicas (pero hay más) que han adoptado como criterio discriminador de la licitud de una opción política su adhesión a los “cuatro principios no negociables”. Un amigo muy querido se dolía tras los resultados del 22-m diciendo que “a los españoles les importan un bledo los principios no negociables”, al constatar la “epsiloniana” cantidad de votos que había cosechado su partido, cuya campaña había consistido en embozarse gallardamente en la bandera de los “cuatro valores”. El caso es que para muchos es ya una “obviedad” que la política católica o la acción política de los católicos está guiada por el “cuatrivalor”. Sin embargo, y bien mirado, el programa de los cuatro valores es más problemático y equívoco que lo que sus partidarios advierten.

Primer problema: ¿Cuatro?

Todo el éxito del “cuatrivalor” descansa sobre la atribución que se le añade: son los cuatro principios no negociables “de Benedicto XVI”. He leído entrevistas a candidatos que declaraban su militancia de los cuatro valores... y que no eran capaces de enumerarlos. Da igual, la “autoridad de su autor” debería bastar para aceptarlos... ¿pero quién es el autor de los “cuatro valores”? Desde luego estamos ante el clásico caso de atribución fraudulenta, con la que se pretende, precisamente, el efecto que se ha conseguido: que la asociación del programa con la autoridad de su supuesto autor sirva de aval incuestionable. En la exhortación “Sacramentum caritatis”, Benedicto XVI menciona la existencia de “valores fundamentales” y a continuación enumera cuatro. En ningún caso estamos ante una enumeración cerrada, como atestigua la referencia inmediatamente posterior a las “leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana”, que no se pueden reducir a los cuatro ejemplos señalados. Podrá pensarse: “¿Qué más da?” Si son más, en todo caso estos cuatro lo son y Benedicto los ha dicho. Da y mucho. Si son más, queda el problema fundamental de introducir un principio común ordenador de todos esos “valores”. Si estamos ante una enumeración abierta no es demasiado problemático el que en ella aparezcan principios tan heterogéneos, puesto que no hay una pretensión programática. Si no se trata de un elenco tasado es radicalmente engañoso traducirlo por “los cuatro principios no negociables”, puesto que el artículo determinado “los” conlleva una delimitación exhaustiva del contenido de la política. Por último, si no es una enumeración cerrada, cae el argumento de autoridad con el que se pretende desautorizar a quienes tenemos una concepción de la política fundada en la naturaleza humana y, por eso mismo, un poquito más compleja.

Segundo problema: ¿valores no negociables?

Sin ahondar en el proceloso mar del origen del concepto “valor”, parece claro que en su uso corriente hace referencia a principios, directrices, guías de la acción radicados en la naturaleza humana. Con independencia de la vaguedad del término, todos los que recurren a él -al menos en campo católico- comparten ese sentido. En tal caso, ¿qué puede significar el sintagma “valor no negociable”, dado que ningún valor puede ser “negociable”? Si valor lleva en sí el carácter de estar sustraído a la deliberación de las partes -por su radicación en la invariable naturaleza humana- todo valor está vetado para la negociación. Valor no negociable es, pues, una redundancia, o repetición inútil de un concepto, un flatus vocis adjetivo que da la impresión de determinar ulteriormente el nombre, pero sin aportar nada inteligible.

De un modo inconsciente, sin embargo, la calificación de “no negociables” opera como un refuerzo psicológico, lo que, de un modo implícito y sumado a la equivoca determinación del número (“los cuatro”), alimenta la errónea idea de que “sólo estos cuatro valores son no negociables en política” y la correspondiente idea de que “luego hay otros que sí lo son y sobre los que no debemos insistir en  nuestra participación política como católicos”. Pero no, no existen los valores negociables.


Tercer problema: ¿sumar peras con bien común?

Ha quedado claro que si la enumeración de valores está abierta no es falsa, pero a cambio tampoco es “operativa”, puesto que echamos en falta el “principio ordenador” del universo de “valores”. Por esa razón, quienes usan o más bien abusan de este lema de los cuatro valores insisten en lo de “los cuatro”, pues toda su eventual fuerza práctica se deriva de su carácter programático y acotado, circunscrito.

Ahora bien, el hecho de que, considerados en sí mismos, cada uno de eso cuatro “valores”, aun enunciados de forma demasiado esquemática, sean verdaderos, no impide que al agruparlos taxativamente en un conjunto cerrado resulten un despropósito. Esto lo olvidan los “pseudo-Benedictos” que hacen circular estos principios a modo de programa. ¿En qué consiste el desatino? En que el todo no es la mera suma de las partes, menos todavía en el orden práctico. No basta con que considerados por separado cada uno de los elementos sea bueno. Desde el momento en que se los presenta como un conjunto, lo principal pasa a ser la razón ordenadora, determinante, de ese conjunto. Si no se aporta ninguna razón de discriminación, enumerar tres principios o valores relativos a un orden particular (protección de la vida humana, del matrimonio natural y de la libertad de educación) junto con la mención al bien común, supone implícitamente asignar la misma razón de particularidad al bien común. Vemos, pues, que lo que aisladamente considerado -insisto en su peligroso esquematismo- no plantea demasiados problemas, presentado en conjunto supone necesariamente un principio hermenéutico que, por un lado limita los valores “no negociables” a esos cuatro y que, por el otro, los pone en pie de igualdad entre sí. Hoy pocos recuerdan la grave polémica sobre el bien común que sacudió el mundo católico desde la década de los cuarenta del siglo pasado. Lo recuerdan pocos porque la visión personalista del bien común (que lo subordina a la satisfacción de los fines particulares de los individuos) se ha impuesto como una neo-vulgata. Digamos tan sólo que bien común es un concepto que admite elucidaciones analógicas, pero que no es de ningún modo equívoco, por lo que el uso personalista del término bien común es, sencillamente, la negación de la condición “común” de ese bien, su desligación (des-radicación) de la naturaleza humana y su reducción a mera instancia agente de satisfacción de fines particulares y aun contrapuestos. Crear un conjunto con tres elementos de un orden a los que se suma un cuarto de otro que subsume a los otros tres es un absurdo lógico comparable a la suma de peras y manzanas, tan desaconsejada por mis infantiles maestros.


Cuarto problema: el concepto negativo de la política

Llegamos, pues, al nudo de la cuestión. El problema fundamental no es la falsa atribución de la autoría (no consta que jamás BXVI haya hablado de los cuatro valores”), ni su condición redundante y por lo tanto retórica, ni la heterogeneidad entre los cuatro que los hace irreductibles a la misma categoría, lo cual dota al conjunto de un carácter picassiano. Todos esos problemas parciales  -reales y sobre los que no se da razón- apuntan al corazón de la dificultad de conjunto: la negación de la concepción tradicional católica de la política. Quienes hayan leído hasta aquí, estarán ya más que sorprendidos, casi indignados (o plenamente indignados): “¡Cómo!, ¿que los que defendemos los valores no negociables negamos la concepción católica de la política? Esto es un insulto”. No pretendo insultar a nadie y menos a todos mis amigos que con la mejor intención han levantado la enseña de estos valores. Más aún, pretendo transmitir mi simpatía, sin por ello omitir un deber elemental de buscar la verdad y de hacerlo junto con mis amigos.

La vieja doctrina tomista sobre la comunidad política se cimienta sobre la existencia cierta, en todos los hombres, de un apetito natural que los empuja a agruparse para ayudarse mutuamente pero, sobre todo, para dar satisfacción al bien humano más perfecto, el bien de la convivencia virtuosa que realiza y finaliza la naturaleza común humana. Ese apetito recto y rectificado por la razón es el quicio y la regla de la vida política, cuyo fin es el bien común, bien que materialmente está integrado de forma subalterna por todos los bienes materiales, pero también por todos los bienes espirituales parciales. El bien común ni es instrumento (aunque de él se deriven naturalmente los bienes particulares) ni se identifica con las condiciones necesarias para que los particulares satisfagan sus fines privados. Es de naturaleza distinta a la suma de bienes particulares, también a la suma de bienes espirituales parciales. Se quiere por sí mismo y, paradójicamente, como sucede hoy y como sucedió en la mayor parte de los tiempos primitivos, puede no alcanzarse, poniendo en entredicho hasta los fines privados de los hombres.

Que de hecho se dé o no, incluso que de hecho no se den siquiera las condiciones mínimas para cooperar a la restitución de la justicia legal seguramente nos debe llevar a jugosas conclusiones prácticas. Pero de ningún modo la constatación de la dinamitación de la vida política, de su transformación en di-sociedad, puede justificar el olvido de ese apetito natural tan insofocable como nuestra naturaleza, inclinación que sigue siendo medida de nuestro obrar también en una situación tan anómala como la de hoy.

En definitiva, con la bienintencionada fórmula de los cuatro valores se propone una concepción de la política negativa, o de sustitución. Como ya no se concibe posible el bien común propiamente dicho -puede que ya ni se conciba como deseable- la propuesta es meramente defensiva respecto de las agresiones procedentes de la di-sociedad: defendámonos del aborto, de los nuevos modelos de familia, de la educación dirigida, del estatismo. El problema es que eso, precisamente eso, supone la admisión tácita de que la naturaleza política y por ende la política misma ya no son posibles. Pero las naturalezas no mudan en función de las encuestas. Y el hombre sigue siendo un ser político que necesita cauces sociales de realización: no es que se haya convertido en un ser privado que se dota de fines y que unas veces decide entrar en sociedad y otras defenderse de ella cuando ésta, como hoy, parece más fuente de daño que de bien.

Lo que antecede no es sino un esbozo, lo cual quiere decir que requiere más desarrollos, pero no que no evidencie la verdad... sobre una falsedad.

 
No espero que este artículo tenga más virtud que la de suscitar algunas preguntas en algunos que estaban convencidos, prematura y precipitadamente, de haber dado con la piedra filosofal de la política católica. Lo que sí espero es que mis amigos, por lo menos, dejen de repetir el fraudulento mantra de “los cuatro valores no negociables”, como demandando que yo, por ser católico, tenga que estar conforme si no quiero ver bajo sospecha mis convicciones.
 
Osadamente, sin embargo, me atrevo a sugerir que los católicos desechen ese mantra del cuatrivalor, porque lejos de ser resumen y cifra de la política cristiana contiene cuatro problemas que son sendos fraudes que escamotean el verdadero corazón del problema político.

El brigante