El hombre - mal que le pese - necesita de modelos encarnados para la supervivencia de las realidades espirituales. Su condición carnal hace imposible que el concepto no se difumine en la medida en que no se encuentra encarnado en ALGUIEN o presente en algo. Lo Sagrado necesita del templo de piedra, necesita del ámbito físico que lo contiene, lo separa de lo profano y lo resignifica en una realidad tangible. La Verdad no es un concepto, es una Persona, con la que podemos encontrarnos y que la expresa en la realidad de su existencia y en la persistencia de una Palabra que siendo El mismo, es guardada como se guardan los tesoros que deja un gran amor.
Herencia, Tradición y Fe, son conceptos que viven en la medida que viven en alguien, que se pueden remitir a los modelos que las encarnan, encontrando entre ellas y sus modelos una especie de retroalimentación o círculo virtuoso que las mantiene vigentes.
La Herencia hace al Padre de familia y los Padres de familia hacen la Herencia. Es esta última una Institución que puede permanecer más o menos detectable en el tiempo y palpable en su realidad por varias generaciones aún sin que se reemplace el Patriarca que la patentiza; pero sin él, tarde o temprano se debilitará hasta morir y desaparecer. La familia se constituirá sobre su modelo próximo y sobre los objetivos heredados y a medida que el modelo se aleja y se desdibuja en el recuerdo, estos se irán perdiendo hasta hacerse imposible por efecto de nuestra necesaria materialidad. Las familias quedan marcadas durante generaciones por este patriarca providencial que a manera de milagro marca un rumbo, un estilo, un talante; pero si esto no revivifica en la descendencia, sólo quedan por un tiempo, los recuerdos, que de ser algo, pasan a ser algo que se ha perdido.
Hace unos años escribí una especie de biografía de mi Padre y en ella intentaba demostrar que de una manera misteriosa él refundaba una vieja familia en una especie de “reconversión”, más que de conversión al catolicismo. Esa misteriosa refundación familiar creaba una pequeña Patria y una pequeña Iglesia que se refundaban sobre sus viejos cimientos tradicionales, produciendo una serie de personajes que integran los distintos órdenes de ese pequeño mundo, en el que comienzan a producirse hasta Sacerdotes. Es más, he recibido la crítica de esta conformación de una especie de mundo o universo familiar, que aparece como aberrante para una mentalidad más abierta al mundo “real”, como si esta mentalidad de “pequeña comunidad” impidiera comprender la problemática en amplitud, como si la política no fuera en suma la aplicación de la experiencia doméstica. Sería como el caso de enrostrarle a un ebanista que esta actividad nunca lo predispondría para entender una organización comercial de muebles en serie; lo que es cierto y más que seguro, ya que su experiencia lo concentra en cómo modelar la madera y no en cómo venderla. De la misma manera esta conformación familiar hace imposible el pensar a los hombres como producto de series industriales y hace a sus miembros incapaces de pensar una política de “movimientos masivos”, sino una tragedia de amores.
No es un caso único. He visto ese “milagro” ocurrir en otros lados y de muy parecida manera. Un hombre firme, un matrimonio bien llevado, unos hijos alegres y dispuestos a la siembra, unos ladrillos para una capilla, un curita con Fe y todo se hace palpable; cobra la virtud de lo real y predispone al hombre para entender a los hombres en toda su magnitud trascendental, y no como elementos para ensayar un sistema político. Mentalidad que construyó la Edad Media y que fue la base del Hispanismo.
Luego vienen la Patria y su modelo en el Héroe, y un nuevo círculo virtuoso que se retroalimenta a partir del capital que acumulan estas familias, que salta en grado y que adquiere nuevas leyes; de procesos más largos y necesitada de milagros más prodigiosos. La Santa Juana de la Francia fenecida. Hija de las familias católicas, donde el trabajo y la oración de siglos se trocan en una asunción eminente para producir el Héroe refundador de la Patria, que muere joven para ser el abono de muchas familias.
Por fin toca al mundo de la Fe, virtud de religión encarnada en el Cristo y mantenida en su realidad por los Santos, en la materialidad de su Iglesia sostenida por la realidad de los Pontífices Santos, de carne y hueso.
El objetivo de mi reflexión va por el camino de aconsejar la concentración del esfuerzo por lo primero. Salvar las herencias y las familias, tarea aún posible a pesar de la enorme resistencia que encuentra a cada paso. Mi escepticismo se vuelca en los tiempos para la Patria; el proceso histórico marca sus ritmos y condiciones implacables en el descenso revolucionario y el menguado capital de las herencias familiares – que son su fundamento- hacen impensable el merecimiento del milagro: la aparición del héroe que encarna sus valores. Siendo su anhelo bajo líneas ideales un espejismo engañoso donde la juventud puede encontrar sólo el romanticismo de un sueño irrealizable que pronostica la desesperación en la madurez; cuando su realidad se forja de a poco en el duro y dulce trabajo de la Casa.
Pero llegado a la Fe y enfrentado a la hoja, se me produjo el silencio. La desazón de decir algo terrible y en un mal momento. La Fe es Fe en Cristo, en su persona que testimonia al Padre. En Él creyeron los apóstoles y los primeros cristianos recibieron de ellos el testimonio de Cristo. En esos testigos creyeron aquellos primeros cristianos y la Fe de la Iglesia se mantuvo en el testimonio de los Santos. Sin Santos no hay Iglesia. Es la santidad de la Iglesia la que produce a los santos y de igual manera son los santos quienes mantienen vivo el testimonio que la Iglesia da de Cristo. Es impensable una Iglesia sin santos, la Fe necesita ver la virtud y la verdad encarnada para confirmarse en una persona, de carne y hueso, que con su vida testimonia la Vida, testimonia al Padre al Hijo y al Espíritu. No es nuestra Fe sólo en una doctrina o en una filosofía, es en una doctrina encarnada que vive en la Iglesia material sostenida por la santidad de sus sacerdotes. Existe en esta subsistencia el misterio de la promesa y sabemos que Dios nos dará Santos para encarnarla más allá de que las familias los produzcan o las patrias lo faciliten he ahí el milagro prometido. La Profecía nos garantiza la subsistencia milagrosa de una “pequeña grey” en aquellos tiempos en que las realidades humanas hayan dejado de dar el testimonio de la Verdad, hayan dejado de ser la sal de la tierra y se encuentren perdidos en la confusión.
No hace mucho en una conversación en la que el vino nos llevaba la delantera, un dilecto amigo ante el planteo del futuro proceloso de la Iglesia, expresó desde su sentido común “yo voy a ir para donde vaya el Padre Tal” - “no” le respondía otro egregio comensal “no se trata de personas, se trata de la doctrina”. Ambos decían a medias una verdad y ambos erraban en parte. Se trata de una doctrina encarnada y si ella no está encarnada en un hombre de virtud, pues cataplum y no tienes nada.
Que difícil fue decir en aquel momento que es el Papa el modelo que sostiene la Iglesia, a la forma del Padre que sostiene la familia y que crea ese mundo clauso, esa Ciudad de Dios que es todo nuestro universo y en donde podemos ser considerados en nuestra individualidad - “como en familia” - y no como elementos de un proceso político pensado por huérfanos que morirán solteros. Pero claro, tenía que sortear las dificultades que presentaba el Papa concreto, las posibles defecciones, la caída del modelo y hasta las dudas de su legitimidad en el cargo.
Nuestra Fe católica hace ya un tiempo que adolece de testigos. Nuestra Iglesia adolece de Santos. Y nuestra materialidad vagabundea huérfana asiéndose a una espiritualidad descarnada que nos abisma en lo incomprensible y convierte la Fe en una idea sostenida contra viento y marea y que desespera contra toda realidad. Nuestros intentos políticos no salen del programa de los libros, se proponen doctrinas expresadas en las Encíclicas y mil veces traicionadas en la práctica. Hace ya tiempo que no surge quien las encarne y sólo los hombres sin lazos ni obligaciones tienen tiempo para llenar el aire de ideas que no nacen en las entrañas de lo amado y se dirigen a un público sin alma.
No podemos evitar tocar el tema del papado. La subsistencia de la Iglesia está eminentemente ligada a la existencia de un Papa; y de un Papa Santo. Si este no está, su “palpabilidad” física se hace imposible y la prolongación de largos períodos sin esa Santa presencia diluye la realidad de su presencia. Miren la lista de Papas Santos y verán un gran toque de alarma. Como una isla San Pio X aparece para salvar a la Iglesia de una dilución casi total en el plano social e histórico y es sobre su recuerdo que resiste hasta ahora lo que resiste. ¿Por cuánto más?.
Esta necesidad del espíritu en su condición carnal de ver en los modelos humanos la concreción de las ideas a fin de que una realidad testimonie en su verdad existencial el acierto de la misma, es una exigencia de tal necesidad, que la ideología no cesa de “inventar” estas encarnaciones a través de la publicidad. Una mujer inteligente suele inventarse un marido a fin de que el palangana que le tocó, parezca un padre para sus hijos; el asunto resiste hasta que se dan cuenta y hasta puede ser práctico en la medida que la madurez encuentra a sus hijos habiendo superado la figura paternal por modelos más egregios y se disponga a un perdón cariñoso y hasta puede servir de “contra modelo” (no debo ser como él). De lo contrario los espera el odio. En política nos hemos cansado de verlo con la creación de próceres, los que muchas veces son usados por gente de buenas intenciones (el amigo San Martín por ejemplo) y a los que la ideología los espera para deshacerlos con el frío dato del archivo científico, haciendo con el descrédito un daño mucho mayor que la temida verdad que se ocultó para edificación de los bobos.
El Padre Meinvielle hablaba de una Iglesia de la publicidad. Y no es otra que esta. Gente que como nosotros advierte esta falta de modelos y se propone inventarlos, “a la luz de la tradición” en muchos casos, y proliferan santos. Si sirven para mal, bien. Y si sirven para bien, ya vendrá un revisionismo que se encarga de echar luz sobre las traiciones que se ocultaron y nuevamente un cataplum más estrepitoso. Un espantoso efecto de desilusión e incredulidad se producirá cuando la verdad salga a la luz, evidenciada por los mismos que han preparado la mentira como una bomba de tiempo.
Habla muy bien de la Iglesia anterior al Concilio el que a pesar de no haber santos, no se puso en la tarea de inventarlos. Estaba mal no producirlos de verdad, pero por lo menos no se atrevieron a crear ficciones. Quizá esto dé en parte una idea de la diferencia entre esos dos momentos.