I.- Una reflexión sobre Anatole France
El Padre Castellani en una referencia que hizo sobre Anatole France y tomando como supuesto el uso de ese pseudónimo de France, lo convirtió placenteramente en judío y no con el propósito de endilgarle un adjetivo oprobioso. Castellani no tenía una actitud antijudaica firme y decidida, uno de sus protagonistas y, probablemente, de los más simpáticos: don Benjamín Villafañe era judío y un comentarista nada trivial del Apocalipsis si nos atenemos a los papeles que gustaba garabatear para solaz de su alma religiosa.
Anatole France no era judío y su verdadero apellido Thibault era de cepa tan francesa y parisiense como la orilla izquierda del Sena donde gustaba pasearse para meter su gran nariz en todos los cambalaches de libros viejos que encontraba. Su amor a los libros y su indudable erudición literaria eran del mejor estilo francés, porque nunca se permiten aplastar el discurrir de su espléndida prosa, con notas que confirmen ese saber tan armoniosamente unido a su irónica lucidez.
Todo en él, tanto los defectos como las virtudes, delatan su humor francés, y un defensor tan celoso de las glorias de Francia como Maurras no hubiera podido escribir de él esta frase que lo coloca, sino entre los buenos maestros, en un sitio de admiración y privilegio: “Será más exacto decir que no es un escritor de izquierda. Jamás ha mostrado más talento que cuando le sucede exponer ideas tan opuestas a las del partido que adhiere hace veinte años” (MAURRAS: Oeuvres Capitales, tomo III p. 415).
Precisamente esta capacidad de Anatole France de ponerse en la situación de un representante del más rancio y puro tradicionalismo católico y hacerlo exponer sus ideas con una precisión, una elegancia y una veracidad dignas del ejemplar mejor elegido bregan por la sobrevivencia en él de conocimientos teológicos aptos para honrar una cátedra episcopal.
Es en “L’Orme du Mail” donde pone en boca del Abbé Lantaigne un ataque a la República de los hermanos tres puntos que Maurras reproduce en el libro que hemos citado y que, por su certeza sin vacilaciones, no es una simple caricatura de la opinión de un clérigo anacrónico, sino una verdad que Anatole France debió haberla pensado en su fuero íntimo y acaso adherido a ella, pero sin la fuerza de las razones que exigen un compromiso más vital. De cualquier modo la defensa que trata de hacer de la república y que pone en la boca de su alter ego M. Bergeret es tan pobre y tan floja como vigorosa y rotunda la critica del Padre Lantaigne. Es como si alguien, después de haber hecho la apología de una dama, afirma que prefiere una atorranta porque es más fácil de conseguir y, en una contabilidad bien llevada, resulta más barato que un casamiento legítimo.
Era un voluptuoso y esta actitud de gozador era la que lo conducía de la admiración de un razonamiento justo y claro, al rechazo de las molestias que le podía ocasionar sostenerlo contra los ídolos del foro y las exigencias de la editorial de Calman Lévy de cuyos fondos vivía con plácida holgura. Sabemos además que Calman Lévy tenía una parienta a cuyos encantos no era insensible nuestro Anatole y que, por complacerla era muy capaz de escribir una novela tan trivial como “Le Lys Rouge” o tan tonta como "La Isla de los Pingűinos”.
Cuando se tocaba el fundamento de la espiritualidad clásica y se atentaba contra la clara expresión de la lengua francesa, se ponía serio y de su indignación surgían los pensamientos que amaba Maurras y hacía que colocara a Anatole France entre los buenos defensores de la verdadera Francia. Fue cuando la República trató de modificar la enseñanza del latín en los colegios franceses y reemplazar por el aprendizaje de los idiomas vivos, cuando saltó al ruedo de la discusión y puso en claro el valor paradigmático de esa lengua que ponía en la precisión de sus frases la fuerza axiomática de las verdades eternas.
“El latín no es para nosotros una lengua extraña, es una lengua materna, somos Latinos. Es la leche de la loba romana que forma la mejor de nuestra sangre. Todos aquellos de entre nosotros que han pensado más inteligentemente han aprendido a pensar en latín. No exagero al decir que ignorando el latín se ignora la soberana claridad del discurso. Todas las lenguas son oscuras al lado de ella. La literatura latina es más apropiada que toda otra lengua para formar los espíritus”.
No ignoraba que en esa formación de los espíritus entraba, con dosis nada desdeñables, las argumentaciones teológicas cuyo abandono había provocado entre los franceses una baja de la inteligencia que se advertía, con toda claridad, en los discursos de los dirigentes republicanos. Se lo hace decir al Padre Lantaigne en “L’Orme du Mail” pero con frases que llevan la marcada firmeza de su mejor estilo:
“La república es la diversidad y, en ésto, es esencialmente mala”.
Como M. Bergeret no comprende muy bien el razonamiento, el Padre Lantaigne añade:
“Eso sucede porque no tenéis el espíritu teológico. Antaño hasta los laicos recibían su impronta. Sus cuadernos de colegio, que conservaban, los proveían con elementos de filosofía. Esto vale especialmente para los hombres del siglo XVIII. Entonces todos los que tenían letras sabían razonar, hasta los poetas. Es la doctrina de Port Royal la que sostiene el Fedro de Racine. Hoy la teología se ha retirado a los seminarios y nadie sabe razonar. La gente de mundo es tan tonta como los poetas y los científicos. M. de Terremondue me decía ayer, creyendo hablar bien, que la Iglesia y el Estado debían hacerse mutuas concesiones. No se sabe nada, no se piensa más. Palabras sin sentido se cruzan en el aire. Estamos en Babel. Vos señor Bergeret habéis leído a Voltaire mucho más que a Santo Tomás”.
Para explicar la maldad que encierra la cultivada diversidad de la república, agrega este pensamiento que no puedo evitar copiarlo en toda su extensión:
“La diversidad es detestable. El carácter del mal está en ser diverso. Ese carácter se manifiesta en el gobierno de la República que más que ningún otro se aleja de la unidad. Le falta con la unidad, la independencia, la permanencia y el poder. Le falta conocimiento y se puede decir que no sabe lo que hace. Bien que dura para nuestro castigo, no tiene duración. Por que la idea de duración implica identidad y la República no es nunca hoy lo que fue la víspera. Su fealdad y sus vicios no le pertenecen. Habréis visto que no puede ser deshonrada. Vergüenzas, escándalos que hubieran arruinado al más poderoso imperio han pasado sobre ella sin dañarla. No es destructible, es la destrucción. Es la dispersión, es la discontinuidad, la diversidad, el mal”.
Es muy cierto que estas verdades no detonaban en la boca de un sacerdote y está en la índole de un buen novelista hacer hablar a sus personajes de total acuerdo con éso que representaban en la sociedad. Pero el espíritu de la caricatura acecha a los mejor dotados y una pequeña exageración, un sesgo ligeramente ridículo, permite adivinar que el autor está en una disposición muy contraria a la expresada por aquél que tiene la palabra en un diálogo imaginado.
Anatole France respetaba a Lantaigne y no se permitió turbar sus razonamientos con ninguna intromisión fuera de tono. Puede haberse reído, algo más tarde, cuando los legitimistas de Acción Francesa usaron sus argumentos para zaherir la república. Estaba en un temperamento reírse de todo y la defensa que hace posteriormente de la republica posee matices tan irónicos que nos permiten pensar que no estaba muy lejos de aquellos que, con Veuillot, la llamaban “La Geuse” aplicándole el adjetivo con que se designaba a las “trotacalles” de la época.
Un hombre inteligente que ha paseado por los pueblos de Francia y ha contemplado el esplendor de sus catedrales góticas, no puede dejar de admirar los rezagos de los siglos cristianos y sentir sobre el alma el peso de un pensamiento que nutrió el espíritu de su pueblo. Puede también, si está en su temperamento, apartar la mirada desdeñosa de un personaje tan sucio e ingrato como Verlaine y hasta sentirse repelido por esa mezcla de misticismo erótico que reflejaba en sus poesías y en sus costumbres licenciosas ¿Fue a él o a León Bloy al que describió en “La Azucena Roja” con los descomedidos colores de un méndigo lúbrico? Me parece que era León Bloy y esta vez lo hizo sin ningún respeto por su genio ni por las verdades que aquel prodigaba sin consideraciones y a vuela pluma. Anatole France era el polo opuesto a estos espíritus desmedidos que habían hecho de la fe un ariete para mostrar su disgusto contra todo el mundo. No obstante amaba a Maurras y a Barbey d’ Aurevilly. Se dice que cuando propusieron al jefe de la Acción Francesa por primera vez para integrar la Academia, Anatole France votó en su favor. No lo hizo muy ruidosamente, pero lo hizo y ésta es una nota más a favor de quien figuraba como ornato intelectual de la izquierda francesa.
Rubén Calderón Bouchet