El miedo a envejecer, con todo el cortejo de histerias adláteres que tal miedo ha contribuido a propalar (empezando por el culto idolátrico a la juventud y el afán desquiciado por corregir los estragos de la edad en el gimnasio o el quirófano), es una de las expresiones más características del gas venenoso llamado vacío existencial o desesperación, ese sentimiento profundo de que la vida no tiene sentido (fatal consecuencia de la creencia de que no hay otra vida).
Este miedo a envejecer no es, desde luego, una novedad de nuestra época: nunca faltó en las mitologías paganas una fuente de difusa localización cuyas aguas procuraban la eterna juventud, o un paraje al estilo del jardín de las Hespérides, cuyos árboles cobijaban el fruto capaz de proporcionar la inmortalidad; nunca faltaron tampoco los alquimistas empeñados en urdir bebedizos que esquivasen las acechanzas de la decrepitud, al modo de esos vendedores de crecepelos que desde la teletienda nos prometen utilidades superferolíticas en los cachivaches más estrafalarios. Personajes aproximadamente reales, como la sádica condesa Elisabeth Bathory o el perito en imposturas Giuseppe Balsamo, conde de Cagliostro, han hecho correr ríos de tinta inspirando mil y una historias sobre la posible existencia del elixir de la eterna juventud.
Y obras literarias como Fausto o El retrato de Dorian Gray abundan en esta misma preocupación. Pero nunca como en nuestra época los seres humanos se habían mostrado dispuestos a someterse a tantos remedios quiméricos con tal de espantar el acoso del tiempo; señal inequívoca de que nunca nuestra desesperación había sido tan angustiosa, aunque se presente bajo los ropajes de un disfraz eufórico.
Todos los remedios quiméricos que nos ofrecen para exorcizar los estragos de la edad se revelan, a la postre, baldíos; pero la desesperación propia de nuestra época nos empuja a seguir buscando en una síntesis de laboratorio o en una cirugía estética un paraíso en vida que suplante la esperanza perdida en un paraíso ultraterreno.
Solo que la búsqueda de ese paraíso imposible acaba convirtiéndose infaliblemente en un infierno en vida; pues la desazón que en nosotros provoca el intento frustrante de contrariar los estragos de la edad es siempre mucho más aflictiva que tales estragos.
En las sociedades esperanzadas, los hombres acataban que habían sido moldeados con barro; y, aceptándolo, procuraban, a medida que crecían en años, crecer también en sabiduría y en virtud, que eran los únicos tesoros que podían llevarse a la otra vida, porque sabían que los demás tesoros se los comían los gusanos, o bien la polilla y el orín.
En las sociedades desesperadas, los hombres tratan de convencerse contrariando ilusoriamente las enseñanzas de la experiencia de que no están hechos de barro; y en este empeño estéril por refutar la naturaleza desprecian los únicos tesoros que podrían llevarse a la otra vida, en la que han dejado de creer. Pero, al dejar de creer en la otra vida, los hombres no hacen sino amargarse en esta (aunque la amargura la engalanen con fuegos de artificio); y el afán por dilatarla unos años, unos días, unas horas no hace sino agriar las horas, los días, los años que les han sido concedidos.
Así, los hombres de las sociedades desesperadas se convierten, como diría Quevedo, en «vivientes cadáveres» que «visten el gusano de confite».
Pordioseros de una juventud apócrifa, se pasan la vida dorándole la píldora al tiempo inexorable; y, huyendo de los estragos de la edad, se pasean en vida como condenados al infierno, sudando la gota gorda en la bicicleta estática, o borrándose las arrugas en un quirófano, o empapuzándose de pastillas que les detengan la caída del cabello, la caída de la papada, la caída de la barriga, la caída del pito, la caída de los óvulos, la caída del ánimo, la caída (estrepitosa) de las neuronas y la caída del amor propio que nunca tuvieron.
Todo por aferrarse a una juventud fiambre que les haga olvidar que están hechos de barro; pero, al olvidar que están hechos de barro, olvidan también que ese barro del que están hechos está animado por un aliento divino, y así su vida se asemeja a la de animalitos sumergidos en formol, que bajo su aparente lozanía están más tiesos que la mojama.
Porque es la suya la lozanía de las máscaras mortuorias infladas de bótox, la lozanía inerte de los autómatas que han extraviado el alma en un laberinto químico.
Y, además, detrás de sus quimeras de eterna juventud, escondido en el bisturí de un cirujano iraní o en la píldora sintetizada en un laboratorio coreano, hay siempre alguien que quiere robarnos el alma, como nos enseña el mito de Fausto.
Juan Manuel de Prada