NAVIDAD CON CALMEL

Enviado por Dardo J Calderon en Jue, 24/12/2015 - 11:04am

Terminando de recibir buenas noticias sobre la salud de Esteban, que está en pleno estado de conciencia (cosa que los enemigos dudan si lo estuvo alguna vez antes), les comparto un texto del Padre Calmel extraído de su “Teología de la Historia”, fragmento que en parte resume el espíritu que hemos venido llevando en el año en esta página y que sirve de partida para enfrentar al próximo. Quizá un buen samaritano se lo lea a Esteban, que reducido al silencio y a la postración en estado de conciencia, casi inválido, comparte la humillación del Dios Encarnado con aquel Niño que nacía en Belén; que al vivir ese estado de debilidad, de dependencia de los otros, siendo El Poderoso; y viviendo en el silencio teniendo Todo para decir, comenzaba ya su Sacrificio Redentor. Confiamos que el Niño Jesús acompañe a Esteban en estos momentos de extrema convalecencia y consuele su alma en el regazo de la Madre del Cielo que seguramente, lo acuna como acunó a Aquel.
El texto nos habla de un nuevo tiempo en que como aquel del brutal Herodes, el mal se vuelca desde las instituciones humanas buscando matar al Cristo que sin embargo vendrá, esta segunda vez como la primera, pero ahora para juzgar al hombre y las naciones. Tiempo que nos llama al recogimiento, al apartamiento y al testimonio; a imitar la humildad y el retiro en la piedad hogareña de José y María. Pueda Dios permitirnos en esta hora ser como el burro o el buey, sino podemos ser como los pastores que escucharon el himno de los ángeles.
Los dejo con Calmel:

“ Los espiritualistas de las grandes épocas de la cristiandad nos lo han remarcado bastante en sus enseñanzas inmortales sobre el desprecio del mundo .Lo que ellos nos develan sobre la lucha contra las concupiscencias es válido para siempre. Sin embargo, para la puesta en obra de su doctrina existe una diferencia entre nuestro siglo y los siglos de la cristiandad.
Tanto en nuestro tiempo como en el de ellos debemos, tal como nos lo enseñan, despreciarnos nosotros mismos y luchar contra nuestras malas inclinaciones. Pero, nosotros debemos hacer esto sin dejar de oponernos, según nuestro estado y nuestra misión, a las instituciones y a las costumbres cuyo principio animador no es más cristiano, cuyo espíritu es a veces verdaderamente el de la apostasía. Los autores espirituales de la Edad Media o de la edad antigua no podían tener en cuenta esta nueva condición de desapego interior. Esta no existía en su época, es una condición particular de nuestro tiempo. No por ello su doctrina debe ser cambiada. Se trata solo de considerarla en las actuales perspectivas. Su enseñanza ha sido formulada mientras un orden temporal cristiano se mantenía como podía. Se trata de dejarnos penetrar por esta enseñanza, de hacerla nuestra en una situación muy diferente puesto que debemos tratar de restablecer, desde nuestro puesto y según nuestro estado, un orden temporal que sea nuevamente conforme a la ley de Cristo . En todo caso, y cualesquiera sean las coyunturas históricas de la ciudad humana y de la Iglesia, el mundo en el sentido del rechazo de Dios existirá siempre, aun cuando, con suerte, no sea institucionalizado. Este existirá siempre y siempre deberemos combatirlo para conservarnos fieles al Señor. Esto implica que la doctrina mística de los verdaderos espiritualistas será siempre de actualidad y no dejará de sernos preciosa y digna de seguir.
Luego de haber situado la ciudad de Dios en relación al mundo, considerado ya sea como civilización, ya sea como principio de pecado, resulta normal concluir que el diálogo de la Iglesia con el mundo, del que tanto se habla hoy, no puede jamás ser el de dos interlocutores en plano de igualdad, en cualquier sentido que se entienda el mundo. Lo que llama la atención ante todo con respecto al encuentro entre la Iglesia y el mundo, es la trascendencia de la Iglesia y su irreductibilidad. Por más que la Iglesia sea madre, ella es por siempre la ciudad santa que desciende del cielo, de la mano de Dios, que alcanza al hombre en el secreto de su corazón para purificarlo y divinizarlo en Cristo. De ahí en más, el encuentro de la Iglesia con el mundo no podrá jamás parecerse al de dos gentiles camaradas que establecen un diálogo, de igual a igual, una tarde de verano bajo la sombra de un jardín público. El único encuentro verdadero y saludable de la Iglesia con el mundo es el de confesores irreprochables, sólidos doctores, vírgenes fieles y mártires inflexibles, revestidos del hábito escarlata, impregnada de la sangre del Cordero.
Puesto que en la civilización tal como existe de hecho, aun en los países cristianos, Satán está obrando; puesto que Satán logra cada tanto establecer su reino más o menos profundamente sobre la civilización (y así pervertirla); puesto que esto se da de esta manera, es imposible para el cristiano llevar una vida en medio del mundo como testigo o apóstol de Jesucristo sin tener que separarse tarde o temprano del mundo y romper con él en tal o cual punto.-¿ Cuándo separarse? ¿En qué punto romper? Romper en el punto en que no podamos hacer como el mundo sin ofender a Jesucristo; separarnos el día en que Satán nos haya tendido una trampa por intermedio de personajes o de cosas del mundo. Es esta toda la historia de los mártires y de los confesores; y nuestra Iglesia es permanentemente la Iglesia de los confesores y de los mártires ; mártires de la fe que han defendido ante el mundo las verdades reveladas que el mundo rechazaba; que han preferido quedar excluidos del mundo, condenados a muerte, antes que abandonar el combate contra las falsas doctrinas y las corrientes de pensamiento heréticas o aberrantes;- mártires de la castidad que se separaron de un mundo impúdico, para sostener que las realidades de la carne y del cuerpo daban cuenta de Dios;- mártires de la fidelidad a la sede de Pedro que rompieron - como por ejemplo un Tomás Moro - con una sociedad que devenía toda ella cismática. No hablaré ahora de los confesores, ni de las vírgenes, ni de las santas mujeres. Nos basta con saber que la Iglesia, en medio del mundo, es siempre la Iglesia de los confesores, de los mártires y de las vírgenes; asimismo ella es siempre la Iglesia de los sacerdotes y de la jerarquía apostólica. No es posible dividir uno del otro; no se puede dividir la Iglesia de los sacerdotes de la Iglesia de los santos. Ya que, comunicando al mundo las luces y las gracias de Jesucristo por el ministerio de los sacerdotes, la Iglesia no cesa de producir santos.
Cuando se trata de las relaciones entre la Iglesia y el mundo, una de las peores ilusiones de los cristianos de nuestro tiempo (y a veces cristianos muy generosos) consiste en lo siguiente: ellos piden a la Iglesia y a la fe cristiana presentar un gran interés por lo terrenal. Y esto es sin duda entendible .Sin embargo se debería comenzar por ver y admitir que el gran interés de la Iglesia y de la fe, su interés primordial y específico, se sitúa no ya en el plano terrenal sino en el plano sobrenatural, eterno, celeste.
La Iglesia y la fe presentan sin duda un interés por lo terrenal como lo demuestran la existencia de familias cristianas, así como las tentativas y los aciertos de un arte y de una filosofía cristianas, de una civilización cristiana. Pero estas no son más que consecuencias, aunque sean normales y deban ser buscadas si estamos comprometidos en ciertos estados de vida. Lo que sucede es que el efecto propio de la fe es darnos otra luz más allá de lo terrenal, hacernos percibir los misterios que no son de este mundo, introducirnos a una esperanza que sobrepasa infinitamente toda organización de la ciudad. (Sé muy bien que la esperanza que procede de la fe, fortalecerá la esperanza natural en la edificación - siempre imperfecta- de una ciudad justa; pero la esperanza teologal es de otro orden.)
Iniciados a una cierta forma de espiritualidad surgirá la objeción: “Pero, después de todo, estoy en lo profano, me debato en lo temporal, debo educar una familia y poner en marcha una industria. ¿Será que la fe no va a presentar un interés prodigioso por estas realidades terrenales? ¿Será que, para pasar a un plano mucho más vasto, ella no me permitirá colaborar al advenimiento de una humanidad finalmente libre y fraternal, una vez vencidos el hambre y la ignorancia, terminada definitivamente la explotación del hombre por el hombre y los abusos de los ricos y de los poderosos?”- Les recordaré (ya que deben saberlo) que la fe nos enseña en primer lugar que existen realidades distintas de las realidades profanas, infinitamente superiores: las tres divinas personas que nos convocan a su misma beatitud por la sangre de la cruz del Hijo de Dios hecho hombre, nuestro Redentor. Además la fe nos enseña seguramente a ser fieles a Dios hasta en las realidades profanas; pero para que así sea no debemos hacer de ellas nuestro todo ni poner en ellas nuestra última esperanza y dejarnos llevar por los sueños de un mesianismo terrestre. La distancia es infinita entre la Iglesia y el mundo, incluso un mundo que, vivificado por la Iglesia, tienda a realizar un orden justo. La Iglesia es irreductible al mundo como la gracia es irreductible a la naturaleza.