Para aclarar los tiempos, una breve introducción a Calmel

Enviado por Dardo J Calderon en Lun, 27/10/2014 - 5:35pm

Nos proponemos traer al lector algunos textos de del P. Calmel que vamos traduciendo, en la confianza de que servirán para aclarar alguno de los problemas del momento, pero consideramos necesario dar algunas pautas sobre la temática calmeliana, que les permita apreciar con más facilidad su pensamiento.

El P. Calmel vivió los efectos de la Iglesia del Ralliement, siendo testigo durante la primera parte del siglo XX y a partir sobre todo de la primera guerra, del vaciamiento espiritual que se produjo en el sacerdocio católico, producto del abandono de la vida interior por una actividad social o pastoral que torpemente se imponía en consonancia con las preocupaciones sociales de las grandes ideologías, y justificados o excusados por una supuesta  caridad que los impelía a ir a buscar las ovejas que ya no acudían al redil de la parroquia y, como se dice ahora: “tener olor a oveja”; ya que el hombre moderno atenazado por las preocupaciones del progreso terrenal, revolución industrial de por medio, se alejaba de la religión y hundía su vida en los ámbitos del trabajo productivo.

El asunto, para resumir, es que los pastores se hicieron ovejas y perdieron la consistencia espiritual de sus vidas sacramentadas para convertirse en terapeutas de lo social. Las parroquias se despoblaban y el cura entendía que debía ir a los lugares de trabajo. Surgió el movimiento de curas obreros, con un inicio de buena fe y un final catastrófico. El abandono de la vida mística, necesaria para el abundamiento de la gracia, convirtió a los clérigos en asistentes sociales, politicólogos e intelectuales, secos para el manantial de la gracia santificante. La “acción” se imponía a la “contemplación” y el laico ya carecía de refugio espiritual para la paz interior, encontrando en el sacerdocio una nueva fuente de agitación.

Calmel era un verdadero místico de fuente tomista, su prédica se dirigió, al igual que su ejemplo vital, a recuperar para el sacerdote su condición de persona sagrada (apartada) a fin de ser apto para convocar al hombre moderno para una transformación interior en la vida del culto, no la de salir al ámbito profano, sino la de recuperar los ámbitos sagrados en la profundidad del encuentro consolador de una vida excitada. De alguna manera y salvo contados grupos de religiosas y familias que lo convocaban, fue una voz que clamaba en el desierto; y ya acaecido el Concilio Vaticano II se encontró conque la iglesia en grueso, adoptaba esta nueva mentalidad en detrimento de la vida interior, y los sacerdotes y la intelectualidad católica se volcaban al inconsistente mundo de las reflexiones sociológicas para generar una acción político social que cada vez más descreía de la fuerza de la gracia.

El golpe final es la promulgación del Novus Ordo, que rompiendo un canon aquilatado en la sabiduría de los siglos, se pensaba para promover una acción pastoral a modo de ensayo; produciendo el peligro más temido, promoviendo en los sacerdotes y en los fieles un espíritu contrario a la disposición adecuada para la recepción de la gracia sacramental. En suma, cortando o entorpeciendo la única fuente de salvación que existe. El gran promotor de esta debacle será Montini, y la gran trampa para los buenos católicos será un “papismo” irreflexo.

Hay que tener especialmente en cuenta el concepto de orden natural y de conductas contra-natura que el dominico denuncia. Ley Divina y Orden Natural enmarcan el proceso vital del hombre, proporcionándole la guía para un transcurso expiatorio que nos conduce al pleno Reino de Dios allende la historia. Este orden de cosas que se da en la tierra es producto de la providencia que dicta expresamente la ley divina y que, por otra parte, conforma el orden natural en un proceso histórico dentro de un  pueblo concreto, en la interacción de la vida de la fe de ese pueblo con su Dios. El orden natural no es un código instintivo, ni como gusta el racionalismo abogadil, un cuerpo universal y abstracto escrito de leyes. Es la costumbre establecida, es la tradición de un pueblo que ha llevado su vida en contacto y aprecio de la ley divina. Es aquí que entra en juego el concepto de tradición, de historia, de costumbres seculares, que es concreto y particular para cada pueblo, reconociendo su fuente eterna en la ley Divina. Este orden natural, decantado en la historia, para un pueblo cristiano, no es simplemente humano en su origen, ya que como dijimos, nace de esa interacción entre Dios y su pueblo. Lo mismo ocurre con las tradiciones de la Iglesia, la ley divina no estableció el canon de la Misa, pero tampoco lo estableció el hombre, fue establecido en esa vida de interacción entre el Espíritu Santo y sus sacerdotes, a través de los siglos. Cuando hablamos de este neologismo “interacción”, en católico se traduce por vida “sacramental”, es en los sacramentos donde especialmente se da esta interacción entre Dios y su pueblo, de manera que los fieles actúan inspirados e influidos por la propia vida de Cristo en sus vidas, y esta “forma de ser”, y de decir, y de regular, y de normar, es lo que conforma el orden natural de las cosas. Es decir que este orden “natural”, como debe ser y pocos entienden, tiene mucho de “sobrenatural”, por efecto de la Redención, ya que si sacamos este efecto sobrenatural, quedamos perdidos en un dato casi animal, o caemos en el racionalismo de deducir por nosotros mismos un orden de cosas a partir de una reflexión abstracta.

El sol que ilumina toda esta relación de providencia divina es sin duda alguna la Eucaristía, sol que tiene sus planetas en los demás sacramentos. La Iglesia se nutre de vida real, en la experiencia mística de la vida  Sacerdotal a través de los siglos; y la sociedad, esencialmente en la experiencia de la vida Matrimonial, de la familia sacramentada.

Cuando una sociedad transcurre una historia de relación sacramental, conforma un orden de cosas que es el orden natural. De más egregia manera, la Iglesia se conforma a partir de este orden surgido de la experiencia de la “santidad” sacerdotal, y en especial de la santidad de los pontífices.

Si entendemos esto, comenzamos a entender a Calmel. Aquello que reniega de esta historia llevada en compañía de la presencia sacramental de Cristo y del orden de cosas decantado en esa experiencia de lo divino, es contra-natura. Cualquier pretensión de reemplazar este orden de cosas por un orden “pensado” o para usar sus propios términos, “fabricado”, es un acto contra-natura. Por lo dicho, tanto para la vida de las sociedades, como para la vida de la Iglesia, en la que las sociedades cristianas se compenetran formando sólo una, corresponde el respeto de este orden secular, pero corresponde aún más urgentemente la vida de unión sacramental con Dios para dirigir su derrotero actual en feliz interacción, interacción que es la que le otorga la vitalidad necesaria para enfrentar la contingencia y no quedar atado a un nostálgico cultivo de un orden que deja de resolver su actualidad temporal, actualidad que resuelve no el análisis sociológico, sino la respuesta que encuentra el hombre que vive en la gracia. Es decir, la confianza en el misterio y la desconfianza de nuestras propias fuerzas.

La revolución será un ataque contra estas puestas. En primer lugar la racionalización del orden, en desmedro de ese orden aquilatado por esa vida sacramental llevada en la historia que es la tradición, y en segundo lugar, la ruptura de la vida mística en la experiencia sacramental hodierna, que es la tradición viva. El dominico expresará así su “realismo místico”. El orden natural, proviene de una experiencia mística en la vida sacramental, y expresa la realidad de las instituciones que se han conformado por este transcurso espiritual. Este es el orden cristiano y lo demás no sólo es caos, sino que es contra-natura.

En medio de la Iglesia que reposa sobre el Orden Sagrado y de la sociedad que se nutre del orden matrimonial, ambos sacramentos ex opera operato, la organización política encuentra en ellos los “datos” que debe respetar, y los límites que debe obedecer, poniéndose al servicio de estos fines sacramentales, no ya iluminada por sacramentos, sino por sacramentales a los que adhiere el Príncipe en su fe. Es la política la pata débil, la pata más humana, la que debe alimentarse de estos sectores más cercanos a la influencia sacramental.  En la nueva visión, en la que hombre “debe actuar”, todo se invierte, y lo que hay que buscar ya no es más el “apoyo” de la gracia en sus fuentes sacramentales, sino el “poder” del príncipe que es quien tiene los resortes de la acción.

La rebelión es contra ese carácter “expiatorio” que colora la existencia humana y que viene explícito en la tradición cristiana, en la sustancia de sus sacramentos y que establece un sentido especial de la vida en ese “valle de lágrimas”. Para el modernista la vida debe ser para la felicidad y hay que desprenderse de ese yugo que es el orden cristiano. Hay que cortar con la historia para intentar nuevos ensayos de orden y hay que desnaturalizar los sacramentos de ese contenido expiatorio; hoy se diría que hay que hacerse proactivo de lo humano y no reactivo de Dios.

Con la revolución el hombre se ha desnaturalizado por haberse des-sobrenaturalizado, ya que la naturaleza humana exige al auxilio divino para ser tal. En la soledad de su naturaleza desamparada y en la abstracción producida al descampado de la sabiduría tradicional, se encuentra con la nada de su tendencia al mal, y no hay ninguna conducta, por más aberrante que parezca, que sea antinatural en este aspecto. Lo natural carece de definición una vez que ha sido separado de lo sobrenatural. La idea de “aberración” es sólo un dejo costumbrista de tradiciones cristianas que no logran borrarse de la memoria. El hombre sin Dios, queda indefenso frente al abismo de la caída, queda sin razones. Ni la homosexualidad, ni el aborto, cuya condena  parecieran reposar sobre datos estrictamente científicos y biológicos, pueden soportar su andamiaje cuando se escamotean los fundamentos religiosos. La “animalidad” o la “vitalidad” biológica no puede ser óbice del desarrollo “espiritual”, “cultural” o “emotivo” (que será sólo psicológico). El único argumento válido es la ley divina, el orden natural forjado en la vida de los pueblos cristianos, y la sabiduría mística recibida en la vida sacramental. Si queremos fundarlo sobre una abstracción científica del “derecho natural”, corremos al fracaso de la letra muerta.

La Iglesia cometió el error de aceptar la ruptura con el orden político tradicional en el ralliement, actitud que socavó los fundamentos de la vida social para torcer su rumbo expiatorio por un rumbo de búsqueda de felicidad terrena. La ruptura con esta tradición hace imposible el encuentro místico actual con la gracia sacramental, ya que este encuentro se logra en la pervivencia de ese Espíritu que trae la tradición de los santos y que guía el sentido de la unión sacramental con Dios. El hombre tiene los sacramentos pero ya no los quiere para trasponer el camino de expiación unidos al Cristo expiador, sino que los pretende para mejorar su estancia feliz en la tierra. La confusión del espíritu que anima al comulgante seca las fuentes de la gracia y los mismos sacramentos parecen estériles frente a un hombre que busca en ellos lo que ellos no dan, y deja de lado lo que ellos ofrecen; contra el ex opera operato se “oponen obstáculos” que impiden su eficacia en mi, este obstáculo es principalmente el cambio de sentido que se le ha dado a la vida. La nueva Iglesia constata esta esterilidad y la imputa al espíritu del sacramento que ya no inflama al hombre moderno, y no a la pérdida de ligazón histórica de la vida cristiana, rematando en la necesidad de la reforma y no en la de la restauración del espíritu tradicional;  y a partir de allí produce la gran revolución, la abominación de la desolación, desliga a los sacramentos de su carácter expiatorio y adecua su espíritu al espíritu del tiempo. Los anula. Lo que era difícil, lo torna imposible, y todo camino queda cerrado. Hemos escuchado en esta página la crítica a los tradicionalistas expresada en este argumento: “si lo que importa es la eficacia de la Misa, ¿porque hubo defección mientras ella estaba vigente?”, entonces no es la Misa la solución, concluyen. Calmel centra bien el asunto, son los obstáculos que ponemos a la gracia, la fuente mana en abundancia, somos nosotros quienes no ponemos “las manos en cuenco” para recogerlas.

Calmel ve sucederse este derrotero durante su vida, ve la contra-natura imponerse en un modelo político social al que la Iglesia de malas, se pliega, y ve a Montini dar el golpe final con la “fabricación” del novus ordo, que priva de espíritu a la misma Eucaristía. Actitud contra-natura, contra el orden natural decantado en la tradición católica y, prevé que las conductas contra-natura se producirán en cascada, profetizando la sodomización de los pueblos y en especial del clero. Podemos decir que esta profecía es un poco abrupta, ya que el dominico lanza el pronóstico como suelen lanzar los resultados de una ecuación las mentes matemáticas de gran vuelo, yendo al resultado por un vistazo.  Nosotros nos perdemos en los procedimientos, queremos más explicaciones, porque nuestra contra-natura nos hace descreer de ese dato luminoso y repentino que suele lanzar el santo.

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Entendemos que Iglesia debió responder a la revolución reafirmando la única Fuente de felicidad que es la gracia sacramental para ayudarnos al sentido de expiación de nuestras vidas. Imponiéndose como roca segura de la Verdad y condenando los intentos de nuevos ordenes por prescindir del mandato esencial de la conversión personal a la santidad. El mundo moderno necesitaba de un cambio personal y no de un cambio de orden. Pero la Iglesia aceptó el ensayo político y luego lo emuló, el Concilio fue el hecho revolucionario por excelencia, fue la aceptación lisa y llana de que la que debía cambiar es la Iglesia y de esta manera, declaró urbis et orbe, que no es el alma vuelta a Dios la que construye el orden de su mano providente, sino que es el orden quien convierte; y que el fracaso de la conversión personal, exige un nuevo ensayo de orden, por el sistema de prueba y error, hasta el infinito, y que hace que las conductas privadas sean siempre inimputables. De allí que no hay delito ni pecado, sólo hay órdenes que ajustan o no y que son siempre los responsables.

Montini fue el gran demoledor, el que cambió la fuente esencial de la gracia que es la Misa, porque notó que esta no daba los frutos previstos y había que ensayar otra forma, estableciendo el principio del ensayo permanente y negándose a aceptar que el defecto estaba en las almas que habían sido deformadas por el ambiente político. En este aspecto me atrevo a asegurar que Francisco es su víctima, como lo son todos los que aceptaron el ensayo renovador de buena o mala gana (sin Francisco es Judas, Montini fue Caifás y el Concilio el Sanedrín). En todos los casos estos hombres creyeron en la “actividad” de una nueva forma pastoral, y descreyeron de la gracia sacramental. Ningún sacerdote o fiel que haya aceptado el novus ordo (y me incluyo con culpa) está libre de esta “contra-natura” que nos afecta desde dentro y que pone obstáculo a los efectos de la gracia. No están tan lejos estos “terapeutas” del vaticano, al pensar que todos, en un grado u otro, estamos emputecidos y nadie puede  tirar la primera piedra.

Fue Calmel especialmente enfático en esta denuncia, tanto para el modernismo que establecía la revolución permanente, como para un tradicionalismo que se dedicaba al culto nostálgico del viejo orden, como si este por sí mismo fuera la panacea. La solución sigue siendo la conversión  personal a partir de la vida de la gracia y de la entrega a Dios para las añadiduras, espíritu que revela la verdadera tradición. En estos tiempos que todo vestigio de cristiandad ha sido borrado de la vida de las sociedades, más que nunca se impone la necesidad de una conversión interior, descreyendo de todo intento restaurador que se apoye tanto en la mentalidad ideológica constructivista, como en el quijotesco cultivo de órdenes arrasados y vaciados del verdadero sentido cristiano.

Traeremos al efecto un primer texto de Calmel, que fue su declaración pública de no aceptación de la reforma litúrgica, que deja a las claras la culpa de quienes no quisimos ver desde el principio,  y mucho mayor de quienes desde el sacerdocio permanecen justificando el uso de una Misa que ha derrumbado los muros de Roma. Seguido a este, publicaremos un texto que nos duele, donde el santo sacerdote nos muestra los defectos del tradicionalismo, de ese “tradicionalismo de la desgracia” que alguien supo bautizar en esta página cuando recibimos la burla necia de “tradicionalistas de la gracia”, y que fuera burdamente festejada por quienes proponen una acción “cultural, que nos quiere volver contrarrevolucionarios sociales y prescindentes en lo religioso, pues su lógica falaz les hace dar una voltereta sofística; si fue el modelo político moderno el que perdió a las gentes, hay que construir un modelo que los traiga desde el poder… pero no es así; el oren cristiano se construye a partir de la conversión de las almas, y surge de esta actitud, se actualiza desde esta actitud, y no se “piensa” ni se “fabrica”, adviene por añadidura y no es el mismo para todos, se realiza y decanta en la historia de los pueblos que adoran al Señor.

Veremos en el texto a Calmel recordándonos a todos, clero y fieles, la doble obligación: la de defender nuestro credo como única fuente de claridad y certeza, y la de vivir en la gracia para recibir en abundancia los efectos de la Vida de Cristo y María, única forma de restauración  del reinado de Cristo y su Iglesia.

Cabe agregar por fin, que frente al desaguisado vaticano, la única fuente de claridad con respecto al error esencial, fue la FSSPX, que expresó en forma pública su queja por la beatificación de Pablo VI , corriendo la cortina de humo que con el sínodo fabricó la insidia modernista, y,  sostener sin desmedro de la caridad para quienes no comparten la resistencia de la tradición y siguen cultivando irresponsablemente el culto reformado; que no podrán resistir el embate de la contra-natura al cual han cedido, esta tendencia contra-natura que  nos aqueja de alguna manera a todos desde nuestras defecciones políticas, sociales, económicas, laborales, familiares, de moral individual y de prácticas sexuales, todos planos en los que hemos buscado una satisfacción indebida y donde hemos logrado una insatisfacción desesperante, haciendo que el vil prostituto pueda legítimamente enrostrarnos una simple diferencia de grado que resulta hipócrita denunciar por nuestra parte.

Aunque nos resulte inaceptable, ellos saben que estamos recorriendo el camino que dejaron marcado.

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