Política y vida interior (II)

Enviado por Dardo J Calderon en Jue, 18/12/2014 - 2:56pm

Por ROGER THOMAS CALMEL

Debilidad de la ciudad política.

Ciudad política digna de Jesucristo.

No se trata de una ciudad que solo contara con héroes y santos. No vamos a caer en semejante utopía. Pero se trataría de una ciudad en que los héroes y los santos serían tan numerosos, tan vitales, tan comprometidos con la vida cotidiana que su magnetismo y su atracción se hicieran sentir sobre todos sus hermanos que comparten la misma vida cotidiana.

TAL CIUDAD  no consentiría el laicismo; se declararía públicamente cristiana. Sin embargo, el rechazo del laicismo procedería del flujo impetuoso de la vida y del vigor de las bellas costumbres  más que de las prescripciones de la ley. De tal suerte que, cristiana públicamente, esta ciudad escaparía también del fariseísmo. Sin duda no evitaría estar poblada de fariseos. Pero ella estaría igualmente poblada de verdaderos cristianos tan numerosos, como para que los fariseos no dieran  el tono ni envenenaran  la atmósfera. De esta suerte, el horror de un respeto farisaico que determina en los mejores su voluntad de laicismo, no tendría más razón de ser. Sucede en efecto, que los seres más puros y los más maravillados por el Absoluto, los que juegan el rol más importante para que la sociedad humana sea digna del hombre, imaginan que el único medio de evitar profanar el nombre de Dios en la vida en sociedad es guardar silencio y recurrir al laicismo. El grado de pureza de los cristianos que participaran en la vida pública les demostraría que ellos se equivocan. No por ser público, el reconocimiento de Dios dejaría de ser puro.

Este reconocimiento público sería puro en el ámbito del trabajo y de la producción, especialmente porque el espíritu de pobreza de los cristianos sería auténtico.  Convencidos finalmente de que una de las causas determinantes de la laicización de las ciudades reside en la laicización de su vida económica, ellos serían capaces de remontar la corriente de semejante laicización. Se darían cuenta de que oponerse en la escuela y en la familia a la laicización, mientras que esto se acepta para la vida económica, resulta insuficiente y a veces hipócrita. Pronunciando en realidad las dos demandas del Padrenuestro: “santificado sea tu nombre…; danos hoy el pan de cada día…” estarían diciendo: santificado sea tu nombre en la vida económica misma… que estemos solícitos del pan de nuestros hermanos y no solamente del nuestro… Semejante oración se murmuraría constantemente en el alma de la ciudad porque los cristianos en gran número tendrían el sentido de la pobreza evangélica en lo que atañe a la producción, a la industria y a las técnicas.

EN ESTA CIUDAD no queda más lugar para la esclavitud del trabajo; y a fortiori la esclavitud del vicio institucionalizado deviene absolutamente imposible. No solo las leyes, sino  los hábitos y las costumbres, impiden tomar forma y fuerza social a todo aquello que pretendiera vivir y prosperar a expensas de innobles apetitos de embriaguez o excesos.

EN ESTA CIUDAD el error tendría poca chance de seducir, no tanto por virtud de las refutaciones teóricas incontestables, si no mas en virtud de la refutación dolorosa y patética de un gran número de vidas sencillamente fieles a la verdad; en particular, los grandes errores políticos no lograrían cegar y perder al espíritu público, no tanto por causa de prohibiciones, obligaciones y sanciones, sino en razón del destello de heroísmo con que serían aureoladas las verdades tradicionales y cristianas relativas al orden político.

El diablo intentaría evidentemente perder a esta ciudad y no le faltarían cómplices, de tal suerte que la ciudad estaría continuamente expuesta a decaer y a morir. No importa, los cristianos no sacarían partido de este peligro; vivirían en cambio tan cerca del Corazón de Dios para encontrar allí la fuerza de todas las vigilancias y de todas las restauraciones; puesto que es el amor del Corazón de Dios quien quiere el bien común honesto de nuestras ciudades perecederas, sin duda como sostén y como soporte de la vida espiritual y de la Santa Iglesia; pero en fin, porque El lo quiere, los cristianos lo quieren con Él y como Él, y no osarían desinteresarse de los peligros que lo asedian ni de la fragilidad que le es propia.

ESTA CIUDAD estaría colocada bajo el signo de la Cruz. No la cruz (que Dios no ha querido pero por la cual asimismo nos salva) de esas ciudades inhumanas que se hacen inhabitables porque la negligencia y la cobardía han dejado prevalecer los abusos y las injusticias; sino la cruz de una sociedad habitable en la tensión que exige primero la fidelidad al derecho natural, y marchar entonces contra la pendiente, luchar contra la injusticia siempre renaciente y estar dispuesto aun a sacrificar su vida para reparar la injusticia.

Precisemos con ejemplos el caso de la ciudad erigida bajo el signo de la Cruz; no la cruz del criminal que languidece en su prisión a causa de un castigo merecido; tampoco la cruz del que agoniza en el lecho de un hospital, sino la cruz de la madre de familia venerada que, día a día, da su vida para que vivan los suyos.

UNO PODRIA ENTONCES hablar con razón de un mundo mejor, mejor que nuestra actual Civilización. No un mundo donde sufriríamos menos, pero seguramente un mundo en que el sufrimiento estaría menos envenenado, porque las costumbres comunes dejarían de ser de tal manera antinaturales, siendo que esta contranatura es la que envenena habitualmente el sufrimiento. No un mundo donde la lucha desaparezca, tanto como el combate y la decepción; sino un mundo donde los hombres de buena voluntad vendrían a combatir al interior de sanas instituciones para salvarlas, y no enfrentar instituciones malsanas y corruptoras para cambiarlas; un mundo donde la decepción de los pequeños, de los  desheredados y de los hombres más nobles, no corran el riesgo de caer en el resentimiento y desencadenar revoluciones, porque los jefes y los mejor provistos se mantendrán en comunión de destino con los más desdichados.

En este mundo mejor no solamente las instituciones serian justas, sino que el respeto a estas instituciones, no darían lugar al pretexto de un fariseísmo generalizado, ya que muchos de los jefes y de los hombres, estarían tan cerca de Dios para servir con un corazón justo a las justas instituciones.  (En la medida que, por una parte una institución se conforma al derecho natural, es decir que tiene un alma de justicia, y que por otra parte los ciudadanos viven a la altura de esta institución, el fariseísmo no tiene razón de ser. Por otra parte los ciudadanos no pueden vivir un largo tiempo a este nivel, si no han buscado primero el Reino de Dios, su justicia y su Cruz, aún ocupándose de los bienes de este mundo).

ESTE MUNDO MEJOR podría llamarse una cristiandad. Ya que una cristiandad se prepara a través de la Cruz,  y es por la Cruz que vive.

Por otra parte, esta cristiandad no es eterna, es una etapa fugaz. Es el punto límite difícilmente alcanzado y prontamente abandonado, donde el escándalo de las malas instituciones es finalmente superado, y de ninguna manera por una transformación idílica del mundo, sino por un esfuerzo heroico en un mundo de pecado.

LA REALEZA DE CRISTO sobre nuestras ciudades perecederas, no las transforma en ciudades confortables. Uno puede asegurar que esta realeza, nos complica la existencia porque nos pide una fidelidad al derecho natural que nunca es fácil, y jamás se adquiere de una vez para siempre. (Para ser Rey de una ciudad, Cristo pide primero la fidelidad al derecho natural concebido en su entorno y no solamente un homenaje público a los ministros de su religión y al Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre).

Cualquier sean las exigencias y la tensión que inevitablemente supone el reinado de Cristo sobre nuestras ciudades, no dejan lugar más que a dos soluciones: o rechazar el reinado de Cristo y caer bajo la tiranía del Príncipe del mundo, tensión esta que resulta atroz porque está envenenada; o bien, aceptar el reinado de Cristo y de esa manera aceptar su “tensión liberadora” porque ella es pura. Aquellos que sueñan con una tercera solución, ya sea una tiranía satánica que resulte dulce y confortable, o ya sea un reinado de Cristo beato y consolador, están contentándose con un sueño. Los ensayos de un reposo indoloro en una sociedad apóstata, o los ensayos de un reposo indoloro de una sociedad en la Fe, no son sustentables por largo tiempo; son inevitablemente llevados por el huracán de la revolución o por el hálito pestilente de las reformas. Así lo exige nuestra naturaleza espiritual y más aún el odio devastador de Satán y el Amor purificante de nuestro Salvador. Nuestras ciudades carnales están obligadas a elegir entre la tiranía de Satán y sus inevitables atrocidades, o la Realeza de Jesucristo con su Santa Cruz, que salva lo más humano de nuestra naturaleza. Es por ello, que siendo aun exigente y en la exigencia misma, la Realeza de Jesucristo se vuelca en maravillosos beneficios sobre nuestras pobres ciudades.

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Aunque el diablo quiere persuadirnos de lo contrario, no hay posibilidad de excluir el sufrimiento.

EN LO QUE CONCIERNE a la tensión y al sufrimiento, están tanto en el orden político como en el personal: es inevitable. El diablo que nos quiere hacer creer lo contrario, sabe bien que lo suyo es falso.

Es falso porque nuestra malicia o nuestra ilusión de un falso mesianismo (taras que durarán tanto como la humanidad misma) engendran inevitablemente el sufrimiento. Es falso porque debemos contar con la malicia inexpiable del demonio que busca sin descanso, turbar al hombre y atormentarlo. Es falso porque el orden político justo, no puede prescindir – como dijimos- del heroísmo de muchos. Así pues, tanto en el plano político como en el plano personal, la encrucijada que nos presenta no es entre la tensión y el aburguesamiento, sino entre un orden justo que supone la aceptación de la Cruz, al menos para algunos, y un orden falso o una ausencia de orden – una anarquía -  que de suyo engendra a la brevedad un sufrimiento envenenado. La verdadera elección que corresponde en política, no es entre un infierno indoloro y la Cruz de Jesucristo; la verdadera elección, si uno sabe ver en profundidad, es entre la Cruz apacible de Jesucristo y el sufrimiento envenenado del demonio.

(fin segunda parte)

COMENTARIO:

Acá Calmel hace un ejercicio. Imaginemos la Ciudad ideal, una verdadera Cristiandad. ¿Nos hemos librado de la tensión, del sufrimiento, del error y del pecado? No. Solamente hemos puesto esta tensión y este sufrimiento en el camino de la salvación. ¿Qué nos propone el mundo y el demonio? Salvarnos de esta tensión y este sufrimiento al que el cristianismo nos condena. (vean en “in expectatione” el sermón de Francisco que nos salva de los “ridículos” sacrificios del ayuno. Parece, según un periodista italiano, que Bergoglio es un gran glotón). Falsa promesa que hará que los inevitables sufrimientos de nuestra condición humana, no sirvan para nada, sirvan a la condenación, queden “ENVENENADOS”. Nos llama a hacer del sufrimiento el camino de redención y no de perdición.

Pero parece que de algo nos salvaríamos. De los fariseos. ¿Quiénes son estos? Los “mejores”. Están entre nosotros los cristianos,  y siempre en los mejores lugares y llenos de fe. Quieren acordar con el mundo. Mostrar un cristianismo sin “tensión”. Son los que están cómodos en un mundo cristiano, y quieren seguir cómodos en un mundo no cristiano. Son los que están tratando de “convertir” las instituciones modernas, ocupando puestos, y nada hacen por las instituciones justas que son agresivas, chocantes y contraproducentes. Los vemos tratando de mejorar las universidades  públicas y abandonando los colegios católicos. Dando su testimonio en los ámbitos sociales de influencia y retaceando su participación en las incipientes y desdeñables células de cristianismo que tratan de sobrevivir en instituciones empobrecidas y socialmente fronterizas. Dando un testimonio deslavado, de un cristianismo sin Cruz, en lo posible de un cristianismo “cultural” pero sin Cristo. De un cristianismo “conveniente” al orden público, y no de un cristianismo que, como dice Calmel: necesariamente “nos complica la existencia”. Estos seguirían existiendo en una cristiandad ideal, pero no molestarían, porque estarían cómodos, y seguramente ocupando los buenos puestos de las justas instituciones que se sostendrían por efecto del heroísmo de otros. (Una buena prueba sería el tener que soportarlos, siempre cayendo de pié como los gatos).  En la obra de Calmel los vamos a ver señalados no sólo entre los católicos, sino especialmente entre cierto tradicionalismo cultural, que fundamentalmente desdeña la conformación de los “fortines de resistencia” (como él los llama) católica; con el pretexto de que abandonarían la irradiación social.

Calmel es una especie de “revulsivo”, es decir esos remedios que irritan una parte del organismo para que la sangre se agite y concurra al lugar a sanar lo enfermo. Nos agita y nos punza, nos hiere para que despertemos de las ilusiones que se forjan en una mentalidad superviviente, para convocar a una acción real y positiva. Es molesto, como Cristo es molesto. Nos incomoda yéndonos a buscar a nuestros refugios burgueses y poniendo patas para arriba un orden de conciencia adormecida que hemos construido para nuestra lasitud. Desbarata los argumentos autojustificativos en que se funda nuestra falsa paz y, nos dice que no soñemos con una solución a la tensión, sino que, pongamos la tensión al servicio de la Cruz. No se trata de buscar la fórmula para estar de tranquila conciencia frente al mundo; se trata de sufrirlo y ofrecerlo.

Un último concepto rescato, la “laicización de la economía”. Somos grandes católicos en términos intelectuales, defendemos la enseñanza católica y los grandes principios, pero estamos conformes en un sistema económico que atiende al lucro y a la usura. Compartimos y somos cómplices de ese sistema, donde la parte del león va al confort y la del ratón a sostener la religión. Donde cada vez más nos alejamos del destino de los desheredados y de los pequeños. Pagamos sumas ridículas por un colegio privado y dejamos cinco pesos en la limosna. Preparamos a nuestros hijos para que tengan éxito en ese sistema y no sientan el “asco” que puede salvarlos. Los entrenamos para “colarse” en las instituciones injustas, con subterfugios argumentales, y los alejamos de la instituciones justas que consideramos van a aislarlos. Promovemos una conducta sicopática e hipócrita de desdoblamiento y todo esto porque estamos ganados por una idea de que lo económico corre por cuerda separada. Y lo peor de todo, confesamos el peor de los fariseísmos cuando practicamos la tolerancia con ese mundo laico ( que es, como vimos, uno de los puntos de intolerancia), con el modernismo -ya sea franco o moderado en términos medios- tratando de mitigar las diferencias y resultar amigables, y rápidamente acusamos de no practicar la absoluta pureza dentro del ámbito de la tradición, ahondando las diferencias y de esa manera justificando la retaceada participación.

La gran tentación es volcar la energía sobre las instituciones injustas para cambiarlas, lo que es una ilusión imbécil o una excusa mañosa,  y de esa manera quitar energía a las instituciones justas que tratan de sobrevivir o surgir. Conducta que no oculta el egoísmo de que lo que queremos es algo ya y para mi.

Vuelvo a repetir. Esto se trata de un ejercicio de afinar la sensibilidad, de no dejar de “sufrir” la modernidad. Nos queda un último capítulo y los dejo en paz.