En la nublada mañana del cuatro de setiembre , y como él mismo decía, Don Rubén cambió el fusil de hombro.
Estamos seguros de que no nos perdonaría una celebración con sabor a obituario ni un ditirambo de esos que habitan los pergaminos, ni tampoco la solemnidad de los intelectuales descafeinados. Casi diríamos que tampoco nos perdonaría la ausencia de alguna palabrota feroz en el discurso, o por lo menos, de algún retruécano de esos que supieron hilvanar en vida Gracián o Quevedo.
Envasado a lo paisano -no a lo gauchudo, como él mismo supo distinguir-, Don Rubén disfrutó con el evangélico sí, sí; no, no, que sin necesidad de Jerónimos y de Vulgatas, tradujo siempre como el noble arte de proferir la Verdad sin conceder a la astucia de la mentira. No resulta casual que hoy sus fúnebres pompas se celebran bajo el amparo del viejo sauce que cobijó sus últimas cavilaciones, siempre bien regadas de aquel vino que asegura la verdad.
Si algo concuerda con el magisterio fecundo de Don Rubén es la juntura de tres palabras: la luz que todo lo enciende y fulgura porque tiene su origen en la única Luz de Luz, como se rezó siempre en Nicea. El ágape permanente que celebró en su mesa y en su cátedra y que nos trae las reminiscencias más nobles de la helenidad, pero también el fruto más alto del banquete católico. Y la cordialidad, que de corazón procede, y que el Corazón de Jesús tiene por principal fuente, tal como lo enseñó Pío XII en la “Haurietis Aquas”. Una vida entregada al albor, a los amores esenciales y sustantivos, al mester de corazonadas: ¿qué más y qué mejor oficio se puede pedir?
Don Rubén escribió una pila de libros. Y como decía Ernesto Palacio, al no haber sido lo suficientemente aburridos como para llamar la atención de la intelligentzia, tuvieron todos ellos un mejor destino que el bestesellerato. Han sido y son lectura y relectura permanente de todos aquellos que buscan el Bien.
El Bien en la historia, la Política, la Filosofía, las Letras y la Fe.
Mérito enorme su ciencia, su sabiduría universal, su capacidad pugnativa, su desciframiento del pasado y del presente, su estilo inmejorable de quien recibió el talento para fablar alegre y preciso a la vez. Mérito grande el de su lucidez y coraje, reunidos en una estampa afable y afectuosa, como sólo supieron tener genuinamente en esta tierra los criollos sin dobleces y sin trampas.
Mérito mayor, tal vez, ese don para mantenerse semper idem; sin cambiar de cabalgadura ni de camino, ni de faro ni de navío, ni de Misa ni de mesa, ni de Patria y de Dios.
La sordera lo preservó de escuchar a los políticos, y la distancia de ver personalmente a tanto mal parido. Entre nostalgioso y aun bizarro, con la misma naturalidad con que emprendía no hace mucho sus caminatas bajo los árboles de los carriles mendocinos empapados de sol, de bombacha y bastón, hoy se nos va para siempre. Al galope corto, señor de las riendas, no sin dos lágrimas que le mojan la cara, como a Fierro, cuando miró las últimas poblaciones.
Un murmullo de latines lo acompaña en el último tirón de la jornada, Señor detiene tu Ira, pesa tu hombre. Aquí dejamos su cuerpo junto al de la adorada Blanca.
Recibe su alma.
Elena Calderón de Cuervo