La calma bucólica de las mañanas rejenses no es suficiente para aquietar las bravas inclinaciones de alguno de mis amigos.
Hablábamos de cosas perdidas, sin ánimo de encontrar soluciones, de esas que se hablan entre amigos mientras matean: como ser el caso del viraje del Abbe de Nantes de tiempos de Pablo VI al que escribía luego sobre la Iglesia cuando Juan Pablo II; sobre gustos literarios; sobre los hijos y otras nonadas, cuando me advirtió que estaba preparando un artículo para darme el guascazo sobre el tema de nacionalistas y carlistas por estos lares. Ya pasaron algunas semanas y nada, y eso me aflige, siendo que vivo de las anatemas que siempre recibo con cariño y que he aprendido a disfrutar. Que entonces sirva el presente para que de una buena vez lance su golpe.
Lo que podemos decir sobre el tema del catolicismo y la política desde este 2015 en que nos encontramos, son dos o tres cosas.
La primera, que hay tres clases de hombres: los teóricos que pueden ser románticos o no y los prácticos; y decimos "prácticos" en el sentido de lanzarse al ruedo más allá de la familia, escuela y parroquia. De estos últimos no toca decir nada ahora, que no se vinculan con la liza entablada. Aquel es el campo del meterse en política, del Peronismo como elemento imprescindible para adquirir el poder concreto y otras cosas por el estilo que ahora no cuentan.Sobre estos teóricos u hombres prácticos de retaguardia, es donde se presenta la cuestión del Carlismo y el Nacionalismo Católico en la Argentina.
Las diferencias entre estas filias están siempre en el plano del escritorio: son teóricas y mayormente históricas y es por eso que no matan a nadie. Tienen que ver, por ejemplo, con qué se entiende de 1810 y 1816. Si fue como nos lo relatan Hugo Wast y los revisionistas o si fue el equivalente a conseguir por la paz lo que Inglaterra no consiguió pocos años antes por las armas. Si fue el primer gobierno patrio con toda su pompa y símbolos o el jacobinismo adaptado a la América Hispana.
Y da lo mismo mientras sean adhesiones más bien culturales o estrictamente teóricas. Si estas ideas se encarnan un poquitín más allá, ya la cosa cambia, se nubla la inteligencia y se cae en un mundo de ficción que sabe acomodarse en la psiquis humana. Es tan falso decir que la Argentina va de bigotes, cara de culo, que es católica y vibra ante el recuerdo de los movimientos de entreguerras, como afirmar que tenemos un rey y que somos parte de un imperio. Las dos cosas son mentiras y aunque pías no pueden ser saludables.
Deberíamos poner en claro qué es la Tradición, qué las pequeñas tradiciones y qué el romanticismo.
Acudamos al maestro del rudo buen sentido: “La Tradición, en sentido estricto, encuentra su fundamento en la Palabra de Dios... El concepto de Tradición, aunque análogo, reclama en su acepción más precisa, el deber de conservar el traditum, y este deber solo puede imponerse si se reconoce, a quien transmite el traditum, una autoridad indiscutible. La Tradición se funda en la autoridad de Dios o no existe. Se puede, empero, admitir también como tradicionales ciertos principios de orden social: usos, costumbres, instituciones que hacen a la continuidad histórica de un pueblo. Pero esta variante requiere un par de recaudos que conviene examinar: a) que tales principios tengan vigencia histórica real, es decir que estén vivos en el pueblo y que dicha vigencia se exprese en una actual ordenación de la vida privada y pública de una gran parte de la nación. De otro modo, la evocación de la tradición no pasa de ser un juego retórico más o menos romántico; b) que se pruebe con razones históricas y filosóficas que el abandono de tal tradición traería como tal consecuencia la desaparición de tal pueblo como realidad socio-política. Advirtamos que, cuando la situación examinada en el primer recaudo no se da, dicho pueblo ha desaparecido, de aquí que las pruebas expresadas en el segundo recaudo solo se dan cuando una parte, no insignificante del pueblo mantiene su fidelidad a tales principios tradicionales”. Es claro que esta trompada se la da Calderón Bouchet al romanticismo carlista, que no por nada el texto pertenece a la introducción de su libro sobre Vázquez de Mella. Pero el sayo les cabe a todos, que es tan romántico quien aun espera a un rey que jure los fueros locales y ejerza efectivamente su poder patriarcal, como el nacionalista que portando la pluma o la espada aun crea que el substrato humano de nuestra Patria es algo más que una bazofia.
Estas dos visiones románticas podrían ser por demás inofensivas, si no fuese que esconden un naturalismo bien sonante. Es una tendencia que juega a ensalzar y a poner demasiado en alto tradiciones nobles pero ya abolidas, que podrían tener la virtualidad de una toma de conciencia propia que se quiere tradicional, aunque la Tradición no sea otra que religiosa. El resto, apenas, es una añadidura deseable que, como todas las de la historia, llegado el momento (las revoluciones) dejaron de existir.
No se vive solo del Altar y de Su Palabra, pero solo allí está lo esencial y es donde se encuentra la única Tradición que la Iglesia tiene por función custodiar. La cosa puede pasar de lo divertido a lo ridículo; cuidado: que no nos suceda como aquel legitimista francés que Ricardo Wagner contemplaba en una palangana desde su ventana y que de no haber sido un defensor de la nada le hubiese provocado mucha menos gracia.
Y cómo no reconocer, si es como afirma mi amigo, que en la Argentina la Fraternidad Sacerdotal San Pío X pudo tener una presencia muy superior a la que logró en España precisamente por el material humano que aquí le dio mayormente el Nacionalismo Católico - digo -, cómo no reconocer entonces que las diferencias doctrinales e históricas no son nada –la historia misma es nada-, en tanto ya no representan tradiciones vivas y que ellos, los nacionalistas, a pesar de nuestras diferencias, son los que aquí hicieron posible la única batalla contra la revolución que todavía hoy se puede dar: la de evitar la herejía, la defensa y cercanía del Altar.