Sobre la Inquietud

Enviado por Esteban Falcionelli en Mié, 21/04/2010 - 6:53pm

La inquietud no es una simple tentación, sino una fuente de la cual y
por la cual vienen muchas tentaciones; diremos, pues, algo acerca de
ella. La tristeza no es otra cosa que el dolor del espíritu a causa del
mal que se encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea
exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior, como
ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación. Luego, cuando el alma
siente que padece algún mal, se disgusta de tenerlo, y he aquí la
tristeza, y, enseguida desea verse libre de él y poseer los medios para
echarlo de sí. Hasta este momento tiene razón, porque todos,
naturalmente, deseamos el bien y huimos de lo que creemos que es un mal.

Si
el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse del mal, los
buscará con paciencia, dulzura, humildad y tranquilidad, y esperará su
liberación más de la bondad y providencia de Dios que de su industria y
diligencia; si busca su liberación por amor propio, se inquietará y
acalorará en pos de los medios, como si este bien dependiese más de ella
que de Dios. No digo que así lo piense, sino que se afanará como si así
lo pensase.

Si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en
inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla del mal
presente, lo empeorarán, y el alma quedará sumida en una angustia y una
tristeza, y en una falta de aliento y de fuerzas tal, que le parecerá
que su mal no tiene ya remedio. He aquí, pues, cómo la tristeza, que al
principio es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un aumento
de tristeza, que es mala sobre toda medida.

La inquietud es el
mayor mal que puede sobrevenir a un alma, fuera del pecado; porque, así
como las sediciones y revueltas intestinas de una nación la arruinan
enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de la misma
manera nuestro corazón, cuando está interiormente perturbado e inquieto,
pierde la fuerza para conservar las virtudes que había adquirido, y
también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace
entonces toda clase de esfuerzos para pescar a río revuelto, como suele
decirse.

La inquietud proviene del deseo desordenado de librarse
del mal que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin
embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje tanto el bien como
la inquietud y el ansia. Los pájaros quedan prisioneros en las redes y
en las trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a agitarse y
revolverse convulsivamente para poder salir, lo cual es causa de que, a
cada momento, se enreden más. Luego, cuando te apremie el deseo de
verte libre de algún mal o de poseer algún bien, ante todo es menester
procurar el reposo y la tranquilidad del espíritu y el sosiego del
entendimiento y de la voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir
el logro de los deseos, empleando, con orden, los medios convenientes; y
cuando digo suavemente, no quiero decir con negligencia, sino sin
precipitación, turbación e inquietud; de lo contrario, en lugar de
conseguir el objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te
enredarás cada vez más.

"Mi alma -decía David- siempre está
puesta, ¡oh Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa ley".
Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la
mañana, si tienes tu alma en tus manos, o si alguna pasión o inquietud
te la ha robado: considera si tienes tu corazón bajo tu dominio, o bien
si ha huido de tus manos, para enredarse en alguna pasión desordenada de
amor, de aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de
alegría. Y, si se ha extraviado, procura, ante todo, buscarlo y
conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos
bajo la obediencia y la dirección de su divina voluntad. Porque, así
como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho, la tienen
bien cogida de la mano, así también, a imitación de aquel gran rey,
hemos de decir siempre: "¡Oh Dios mío!, mi alma está en peligro; por
esto la tengo siempre en mis manos, y, de esta manera, no he olvidado tu
santa ley"
.

No permitas que tus deseos te inquieten, por
pequeños y por poco importantes que sean; porque, después de los
pequeños, los grandes y los más importantes encontrarán tu corazón más
dispuesto a la turbación y al desorden. Cuando sientas que llega la
inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer nada de lo que tu
deseo reclama hasta que aquélla haya totalmente pasado, a no ser que se
trate de alguna cosa que no se pueda diferir; en este caso, es menester
refrenar la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo,
templándola y moderándola en la medida de lo posible, y hecho esto,
poner manos a la obra, no según los deseos, sino según la razón.

Si
puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a lo menos, a
algún confidente y devoto amigo, no dudes que enseguida te sentirás
sosegada; porque la comunicación de los dolores del corazón hace en el
alma el mismo efecto que la sangría en el cuerpo que siempre está
calenturiento: es el remedio de los remedios. Por este motivo, dio San
Luis este aviso a su hijo: "Si sientes en tu corazón algún malestar,
dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena persona, y así podrás
sobrellevar suavemente tu mal, por el consuelo que sentirás"
.

San
Francisco de Sales, en “Introducción a la Vida Devota”.