Si nos metemos a tratar de identificar las causas de la decadencia nacional muy probablemente estemos hasta mañana, y así y todo la mayoría se nos escaparían. Parece mejor método acotar la tarea.
Tomando solo una parte que se percibe dañina, quedémonos con algo de lo que se dio en llamar cultura. Ajustémonos a parte de la música.
No diré que del tango a la cumbia villera se llegó sin escalas, pero lo seguro es que cumplió su rol en la perversa destrucción que hoy se hace evidente.
Dos son las críticas recurrentes a este deschave del germen plebeyo que le acusara Castellani, o si se quiere, tres:
La primera, que Castellani fue un cabrón. Es verdad, no deben haber existido muchos hombres peor llevados, pero en esto tenía razón.
La segunda, que hubo espíritus notables que supieron disfrutar del 2x4. Aquí hay una confusión. Un Osvaldo Lira pudo ser inmune al decadente sentimentalismo de bataclanas y llorones por la mamita que se fue, por la pulpera de Santa Lucía, por borrachos en cantinas con sus mesas de fórmica y mugre eternamente pegajosa o la garúa que cae finita los domingos por la tarde en calle Corrientes invitando al suicidio. Evidentemente, dueño de su metafísica mal podría contaminarse con aquel pathos degenerado.
Y la tercera, que desde un buen tiempo a esta parte, lo que tufa mal, lo apocado y lastimoso es tenido por noble, cuando no es más que el caldo de cultivo del resentimiento. Si a esto le agregamos que este tipo de personajes que penan por su pebeta de percal se consideran merecedores de una especial atención y no el resultado de una sociedad que está lista, lo que tenemos es flor de problema.
Un Zitarrosa podrá haber sido zurdo y re zurdo, pero nuestra música auténticamente popular, - como todo lo popular en sentido auténtico - cuenta con cierto anticuerpo que ennoblece y va acorde a una naturaleza más o menos normalita. El tango carece de esta virtud y se empantana irremediablemente al nivel de fuelleros que se toman una línea en algún baño de pizzería con insoportable olor a meo para salir exultantes por las próximas horas a jugarla de cuchilleros peligrosos. La primera, aunque sencilla, es música que se disfruta con la inteligencia, la segunda con las tripas y rodando por la cuesta del psiquismo inferior, donde pudieron descollar obras como Me agarré los dedos con la puerta y encontré mi destino; En el andén desesperado; Recuerdo tus ojos antes que te pise el tren; Con la locomotora te fuiste y Llorate un balde.
Su congénita malicia, la luciferina impronta de la música del arrabal, está en su gusto por explotar esa vena sentimental y rastrera que sabe modelar cabezas en tiempos desgraciados.
Reconozco que, de algún modo, un pueblo sin catecismo, ni literatura, ni nada, bien podía encontrar en Cambalache su profeta y Decálogo. Y esto gestó lo que solo para ser gráficos podríamos llamar una filosofía, la filosofía del tango. El tipo ya no era un animal, ahora filosofaba y tenía esquina; como los de la cumbia de hoy, aseguraba tenerla clara, era un malevo. El tipo sabía.
No hubiese sido tan grave si la cosa hubiese quedado en una música relativamente fea cuando no horrible, pero hizo escuela y formó a guapos y plañideras. Fue algo más que un destrato al oído.
Ps. Ensayo en preparación: “Sentimentalismo lacrimógeno, o de Boedo al Novus Ordo”.