Todo el año es Carnaval

Enviado por Esteban Falcionelli en Lun, 13/02/2012 - 10:44pm

Las verdaderas fiestas de origen popular jamás han nacido por decreto.

Esta es la manía liberal (y ahora “progresista”) desde el siglo XIX: determinar por un acto burocrático los tiempos y las modalidades del regocijo público.

Los antiguos (por caso los griegos) anclaban en su frondosa mitología antropocéntrica las épocas y los ritos del jolgorio, advirtiendo con su habitual sagacidad que los hombres, sometidos a la rutina de la labor y del esfuerzo, necesitaban, DE TANTO EN TANTO, un ciclo de desborde, de desmesura (hybris), de descontrol: tal el sentido de las fiestas dionysíacas que, con el tiempo, degeneraron en espantosas bacanales, pero que permitían percibir -como se ha dicho tantas veces- la doble dimensión del alma helénica: ordenada, proporcionada y armónica (apolínea) o desencauzada y macabra (dionysíaca).

(El hombre griego concreto y cotidiano, en rigor, fue un ente mucho más elemental, y a la vez, complejo que el que describen algunos helenistas).

También los romanos conocieron y practicaron las saturnales de las cuales, en lo inmediato, nacerían las carnestolendas o festejos del carnaval (“adiós a la carne”), contra cuyos abusos no pudo ni la energía de la predicación cristiana de los primeros siglos (tal el ímpetu de la naturaleza humana).

Constituida la cristiandad (a partir del siglo V) los “excesos” del carnaval se vincularon a la introducción de la cuaresma y, por ello mismo, se fijó su celebración para el Domingo de Quincuagésima y su lunes y martes siguientes (el “mardi gras” de los franceses) y, al quedar sujeta a la fecha de la Pascua, se tornó, tal evento, movible como lo es la memoria de la Resurrección del Señor (enfriada la sociedad cristiana después del siglo XVIII se extendió abusivamente el carnaval a la misma mitad de la cuaresma u, otra vez en la jerga francesa, la “micarême”).

Es notoria, por tanto, la significación religiosa que, en Occidente, adquiriera el carnaval: desenfreno más o menos disoluto próximo al período más severo del ciclo litúrgico, esto es, la quadragésima (los cuarenta días de abstinencia previos a la Pascua).

La tolerancia a las prácticas carnavalescas fue un hecho fácilmente comprobable en la historia documentada de los siglos cristianos, aún en tiempos que se suelen erigir como paradigmáticos.

Al fin y al cabo, el carnaval duraba tres días y se “curaba” con los rigores de la penitencia.

Empero, por el cambio de las costumbres y la globalización de las culturas, a lo largo del siglo XX el carnaval (particularmente en la Argentina) se fue apagando lentamente, hasta que al fin murió solito de muerte natural.

En las décadas de los ’50 y ’60 (que los testigos de edad suficiente lo corroboren) quedó reducido a los grandes bailes de salón.

En lugares como Río de Janeiro, Marsella o Venecia, sobrevivió, pero más como atracción turística que como auténtico festejo popular “ad intra”.

Todo el año se volvió carnaval y, por ende, la quincuagésima le quedó chica.

Los antiguos payasos y arlequines han devenido ahora en groseros pornógrafos, no ocultos ya tras las máscaras estrafalarias y los versitos intencionados, sino descubiertos y manifestados a la luz del día en tanto escatológico programa televisivo.

Como quien dice: el pan de cada día para un pueblo con hambre. Mucho circo, poco pan.

Resulta grotesca, por lo tanto, la presión de sectores minúsculos para resucitar (como se ha hecho) por ley al carnaval. En el mejor de los casos los nuevos feriados sirven para fomentar el miniturismo. En el peor, para atormentar a los pobres vecinos de unos corsos aburridos y lastimeros (con sus consecuentes artificiales murgas aburridas, solitarias y lastimeras), que propalan música infinita hasta el amanecer, forzando una alegría que primero debería estar en el corazón para rebalsar después por los ojos, por la boca y por los mismos redoblantes, hijos más del piquete pendenciero que de las viejas y alegres batucadas, brotadas no en el odio sino en el contagioso regocijo de los pueblos (como en los emotivos carnavales ya extinguidos del Norte argentino).

Por lo demás, es falso que el “proceso”, por odio al pueblo, suprimiera el carnaval.

En rigor, el “proceso” en un mismo decreto suprimió, junto con los carnavales, LAS SIGUIENTES FIESTAS CATÓLICAS: Reyes o Epifanía del Señor (6 de enero), Corpus Christi (variable, mayo o junio) y la Asunción de la Sma. Virgen (15 de agosto).

El mismo motivo fue dado para todas las supresiones: la primacía de la vida laboral.

El “proceso” (y así le fue y nos fue) ignoraba (entre tantas cosas) que los pueblos veramente libres (y soberanos) son aquellos que hacen primar la vida contemplativa, a la cual, se subordina la vida laboral y en la cual ésta alcanza todo su profundo significado.

Del ocio nace la vida intelectual y de ésta la solidez de la cosa política, que no es mero pragmatismo electoral, ni militancia oportunista. (Lean, los que quieran ahondar, al maestro Joseph Pieper).

En síntesis: que es absolutamente necesario el regocijo pero como flor perfecta del trabajo.

En la Argentina de hoy falta el trabajo (dolorosa verdad), pero no se fomenta la cultura y la dignidad del mismo. Hay ya generaciones de niños y jóvenes que ni trabajan, ni han visto a sus mayores trabajar (para otra nota: “el por qué de la extensión de la delincuencia).

Y en este gravoso contexto nos permitimos inconscientemente multiplicar los feriados e introducir por “ley” (que es mero decreto voluntarista) unas olvidadas festividades paganas, cuyo limitado sentido ya no puede ser aquél que las originó (dimensión religiosa) ya que TODO EL AÑO ES CARNAVAL.

Ricardo Fraga