Estimado amigo:
Acertado es su texto: “Todo se contagia menos la hermosura”. Pero quisiera discutir el título. Porque el refrán más nos advierte que si damos una mano limpia a quien la tiene sucia, la suya no se limpia pero la nuestra recibe buena parte de la suciedad de la otra. Sin embargo, la limpieza, que en el símil puede ser la honradez, también se contagia por dos caminos que poca novedad ofrecen para los que aman la religión. Si seguimos la enseñanza del Evangelio, en cuanto revelación definitiva de Dios, éste te premia como nadie; mas, si pretendes engañarle, igualmente como nadie te castiga.
En política, la solución es que los gobernantes vuelvan a actuar sirviendo las leyes de Dios, y sus muchos bienes, por encima de las de los hombres y sus frecuentes males. Gobernación que empieza por saber castigar el mal y premiar el bien, según se merezca en cada caso. Para mejor entender lo primero he aquí algunos ejemplos:
Recién acabada la Guerra de 1936-1939, para gobernar España Franco tuvo que inventarse una organización nueva que sustituyera la de los vencidos que en su huida dejaron tierra calcinada, no sólo de bienes y oro sino, aún peor en lo que a la moral política respecta.
Recurrió en principio a los militares en sus adscripciones... Los suministros básicos fueron defendidos con especial cuidado para que dentro de las filas vencedoras no se contagiaran las corruptelas del periodo republicano. A la penuria general, obviada la dramática escasez de alimentos, se sumaba la de combustibles. El caso a que me refiero se sintetiza en que unos militares hicieron estraperlo con la gasolina. ¿Y qué ocurrió? Hubo una denuncia, que siguió adelante y llegó a Consejo de Guerra, en el que se sentenció "Alta Traición" y pena de muerte. Los condenados recurrieron a Franco y éste firmó sin dudarlo la ejecución, excepto para un malagueño que se salvó porque estaba enfermo de cáncer. Cuando 'radio macuto' transmitió el hecho, les aseguro que hoy no podemos ni imaginar de qué manera cundió "la limpieza de manos".
Otro caso fue el de un magnate con importante protagonismo en los inicios del Alzamiento del 18 de julio de 1936. Pertenecía a una familia honorabilísima, monárquica ciento por ciento, que coadyuvó decisivamente para obtener avión y piloto, gestionado por un tal Bolín, para transportar al General Franco desde Canarias a las plazas de África, para luego cruzar el Estrecho de Gibraltar. El nombre involucrado en este asunto era de la familia Luca de Tena. Esta familia tenía una gran extensión de olivares y, por tanto, notable producción también de aceite de oliva.
España pasaba hambre, los alimentos estaban racionados. El aceite, al igual que la harina, el azúcar, las legumbres, etc... era tasado por el Gobierno para pagar su coste de producción y distribuirlo al consumo con el precio más bajo posible. Enorme importancia tuvo en esta distribución el Comisario General de Abastecimientos y Transportes, Ilmo. Coronel Beltrán,que atendía las urgencias de suministro en toda la geografía española.
Los citados olivareros cayeron en la tentación de hacer estraperlo y vender el aceite a firmas extranjeras, no recuerdo bien si italianas, con una muy notable ganancia. Pero, cosas del riesgo, fueron descubiertos por la Fiscalía Superior de Tasas, dirigida por el Excmo. Señor Don José Ramón de Meer que solamente reportaba al Generalísimo. Juzgados y condenados a perder todo lo que habían ganado, además de pagar una notable multa y pender sobre ellos la amenaza de Interdicción civil, tal vez perpetua, recurrieron a Franco, en quien confiaban por lo mucho que habían significado en el operativo inicial del Alzamiento. Pero el Jefe del Estado Español decidió que él no podía interferir en “la cosa juzgada”. De esta determinación en que las sentencias tuvieran eficacia y cumplimiento, no importando la altura y prosapia de sus reos, los españoles empezaron a sentirse protegidos.
Aun tengo memoria de otro caso similar, en este caso con dos historias comparadas:
Al inicio de los años 50 un maleante, ratero y salteador consiguió entrar en una casa donde sabía que la señora estaba sola. La engañó y logró que le franqueara la entrada. Al descubrir sus intenciones, la mujer gritó. Él la golpeó, pero aun malherida corrió por el pasillo hacia la puerta alcanzándola para degollarla con una navaja. La policía descubrió que el asesino era un tal Monchito. Convicto, confeso y juzgado murió a garrote vil. Corría el año 1952.
Pocos años después hubo otro sonado crimen. Se conoció como “El Caso Jarabo”, apellido del autor de un cuádruple asesinato; dos hombres y dos mujeres, una de ellas embarazada. Este Jarabo no era un Monchito. Es un apellido que tiene un CV excepcional, acrisolada reputación sobre todo -importante tenerlo en cuenta- en el ámbito judicial. El vástago que mencionamos era un contra-prototipo de señorito, engreído de apellidos y sociedad que acostumbró a su conciencia a la vida turbia hasta que se hundió en no importa qué situaciones por las que llegó al múltiple crimen. Fue detenido, juzgado y sentenciado con cuatro penas de muerte. La petición de que se les conmutara por cadena perpetua llegó a Franco quien, más o menos, preguntó: "-¿No es este caso similar al de Monchito?" "-Sí, Excelencia. Incluso peor", le contestaron. Franco firmó la denegación y José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo y Pérez Morris, recibió garrote... Corría el año 1959.
La Justicia hay que encomendarla a Dios y administrarla con sus leyes.
Cuando se pronuncia la palabra Justicia algo se mueve en nuestro interior como si nos tocara Dios. Porque la Justicia es un atributo suyo, al igual que la Bondad y la Sabiduría. Tres esencias de Dios que no se estorban para amarlas y servirlas, a cada una, con todo el exceso de que seamos capaces. Porque cuando la sociedad aprende a vivir con la idea de un destino superior al de su presente, boyante o mísero, feliz o atormentado, el respeto por las leyes que de ello surgen es muy superior que si se suponen de un disparatado y exclusivo materialismo.
Como estamos hablando de hacer justicia, de administrarla hay que reconocer que quien la merezca contraria a sus intereses supondrá que en la Justicia se usa y se abusa de Dios para, por ejemplo, matar en su nombre. Pero no, la Justicia mata en defensa de las leyes de Dios; no en nombre de Dios. De ahí el asegurarse las pruebas de la culpabilidad. Sabiendo que ante una sola duda es mejor dejar libre a un culpable que ejecutar a un inocente.
Pero es claro que al subordinar nuestras leyes a las de Dios, sin soslayos ni engaños, purificaremos nuestra sociedad. Limpiaremos nuestra casa. Visto así, la Justicia es una manifestación divina que hace libres a los hombres, a los que educa en el orden y la convivencia en libertad. Que no puede ser una libertad subjetiva, para hacer lo que queramos incluido el crimen o el abuso de poder.
Hemos pasado de amar la justicia a simpatizar con el delincuente
Hay mucha gente que se desmaya de compasión con el criminal castigado sólo porque está sufriendo la pena merecida, olvidándose del inocente que, por aquél, está en la tumba, o en la miseria, o en la deshonra. Es una mala interpretación surgida del Nuevo Humanismo. De la caridad de visitar a los presos se pasa a la ilusión de que, por el hecho simple y llano de serlo, han de merecer nuestra solidaridad. De estos mensajes vemos con frecuencia buena cantidad de subliminales propuestas.
En verdad, créanme, esto no es la interpretación de la parábola del Juicio de las Naciones que tanto ha popularizado la demagogia marxista inculcada en la Iglesia moderna por la Nueva Compañía de Jesús hija natural del Padre Arrupe.
Dios no prohíbe en ninguna de sus revelaciones matar al homicida criminal; pero sí prohíbe matar al inocente.
Los humanistas, tan misericordiosos con perros y gatos, dicen del Dios de los católicos que es un cruel justiciero, como si sus criaturas nos arrogásemos el derecho de exigirle que su Ley se acomode a nuestro capricho y siglo.
Tanta pasión ha puesto la democracia de partidos en compadecerse del criminal,incluso de excusar su crimen, que se olvida de solidarizarse con la víctima mucho más merecedora de simpatías. Ni siquiera, tercos en la estupidez, se paran a pensar que la compasión hacia el criminal lleva implícito un grado de complicidad.
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Y es que una vez que la Política metió la mano en la Justicia ésta se quedó sin alma, dividida en diversidad de enfoques, casi ley privada de una oligarquía, artilugio multiusos. El atributo de Dios el poder político lo ha corrompido hacia el provecho de un lobby o partido -juez y parte- por mayoría de votos. De manera que se aplica arbitrariamente, unas veces porque así lo dice lo que fue legislado, aun si para leyes perversas o particularizadas en favor de un grupo.