Aristóteles
(y todo el pensamiento político clásico) miró al hombre como un animal político
ordenado a la vida solidaria dentro de un marco de perfectibilidad virtuosa
cuya nota sería siempre el bien común y no sus groseras satisfacciones
personales o las difusas percepciones del espíritu.
En nuestros días
el hombre (o los despojos que quedan de él) no es otra cosa que un sujeto orgánico
evolutivo elaborado a tenor de un constructivismo social sin historia y capaz
de las más horrendas salvajadas.
Todo, por
supuesto, dirigido a un mundo de enseñanzas regido por el Estado y globalizado
fuera de las fronteras del ser y la verdad que es, precisamente,
el contexto óntico e histórico en que la tan cuestionada globalización es
pensada por Benedicto XVI en su reciente encíclica "Caritas in
veritate".
El Papa
reconoce (con la mejor tradición escolástica) el ideal unitario de la gran
familia humana a cuya cima se llegará por la labor apostólica o por la falsa
"unificación" del Anticristo, notándose que dicha unidad
constituye, en definitiva, la vocación final prevista por el Creador.
Charles
Maurras afirmaba que el utopista "es el gran demoledor de
instituciones" (es el caso de la revolución francesa y, en rigor, de toda
subversión del orden natural intrínseco que de ella toma origen). Y el (ahora
olvidado) Antoine de Rivarol ironizaba que sostener que "todos los hombres
nacen libres e iguales es tanto como aseverar que nacen desnudos pero viven
vestidos, (ya que) las vestiduras pueden ser, a veces, un poco estrechas, pero
nos protegen del frío".
También
Maurras recordaba que "las filosofías puramente morales provienen de la
locura". ¡Cuidado con la moral cuando se sale de su servidumbre a la
inteligencia! Si ello sucede no hay cosa más espantosa que la moral y la ética.
El bien
("bonum") que es el objeto formal de la ética está subordinado a la
verdad ("verum") que es el objeto de la metafísica. Estos aspectos
formales del mismo ser fijan los lindes y las relaciones de reciprocidad y
subordinación entre la teoría como contemplación y la praxis como la recta
actividad de las cosas operables.
Una moral
desencajada o desgajada de la inteligencia (ordenada a la verdad) es una moral
puramente formalista, al estilo kantiano, es una moral autónoma, no heterónoma,
no sujeta a la normatividad de la disposición que hace que el hombre justamente
se conecte con los demás, según la categoría existencial de relación.
Si el hombre
no tiene este contexto de relación, ¿en qué se convierte, entonces, la conducta
ética? Aparece, en tal caso, una moral relativista o "de situación",
conforme a la cual dependerá de "cada situación" el saber si una
conducta es o no es moralmente buena.
No,
cualquiera sea la interpretación de la significación subjetiva de la
"situación", la moral tiene valores absolutos y hay, por ende, cosas
que siempre son invariablemente éticas. Por ejemplo: nunca es lícito matar
injustamente. Nunca, no hay ninguna excepción. Se trata de un "injusto
moral" pleno que da lugar, por conexión, a la antijuridicidad penal.
Ahora bien,
para determinar ese principio de valor invariable es necesario recurrir a la
inteligencia iluminada por el ser. La voluntad (ámbito de la ética) como
potencia apetitiva (ciega) no puede, por sí misma, fijar su objeto.
Justamente,
el "principismo" moral es hijo de la desvinculación de la ética
respecto de la verdad y con estos novedosos "principismos" dogmáticos
es casi imposible dialogar. Es, por lo menos, un diálogo entre sordos.
El utopista
al negar la "mediación institucional" (Maurras, una vez más)
anarquiza los antiguos valores morales, al desligarlos de los
"trascendentales objetivos del ser" y convertirlos, o bien en meros
postulados de la razón práctica (Kant), o bien en vanas apariencias sin
radicalidad ontológica (Gramsci).
El utopista
siempre aguarda la perfección, el cristiano en cambio no desespera de su
proclividad al pecado, según aquello de san Pablo (y los clásicos): "veo
lo bueno y lo aplaudo y hago lo malo".
Underhill
recordaba que "la diferencia real que distingue al cristianismo de todas
las demás religiones reside justamente aquí: en esta vigorosa aceptación de la
humanidad en su totalidad", esto es, la aceptación de la vida en su
complejidad, ya que todas las cosas verdaderamente humanas son
susceptibles de impregnarse de la Divinidad.
Esto es lo
que los filósofos llaman "la analogía de lo real".
Recordemos,
por caso, la utopía puritana (que produce los cuáqueros) y que es terrible en
su indeclinabilidad. Quien quiera verla en acción concreta puede mirar el insuperable
clásico de "far west": "A la hora señalada" con Gary Cooper
y Grace Kelly. Allí verá el entorpecimiento permanente que, en nombre de la
perfección, la protagonista cuáquera ejerce sobre su marido llevándolo casi
hasta la muerte.
¡Ojo! que la
utopía puritana fundó a los Estados Unidos y ese carácter indeleble explica las
modalidades (tan exitosas) de la vida americana que nosotros queremos imitar
cayendo, naturalmente, en el plagio y en la opereta.
La
"mediación institucional" tiene tal entidad y significación que,
cuando se prescinde ella, la búsqueda de la perfección inmaculada conduce
inadvertidamente al sectarismo propio de los antiguos alumbrados.
Ahora estamos
metidos en la utopía cientificista y no solamente en lo empírico o biológico.
No, también en lo sociológico ya que el "constructivismo" es puro
principismo utópico sin correlato alguno con la realidad.
Ni hablar del
principismo jansenista que también reina en esta época y que debidamente
secularizado genera la ideologización del derecho, la política y la justicia o
los seudo escrúpulos leguleyos de los fariseos judiciales.
O vale también
mencionar la ya algo gastada (no en la Argentina) "teología de la liberación"
que, con esa estructura dialéctica hegeliana, debería darse por
"superada" toda vez que los textos y los tiempos (vg. Leonardo Boff)
ya no son los de la (¿añorada?) década del '60.
También hay ¡por
supuesto! la (ahora en crisis) utopía del mercado: "¡el mercado está
tranquilo, está eufórico, está deprimido!".
"El
mercado está por encima de la ley de la solidaridad" (apotegma chino) y,
sin embargo, la solidaridad construyó las redes sociales y humanizó las
interrelaciones humanas dignificando al hombre y a todas sus categorías
esenciales.
"Estamos
construyendo ahora la humanidad del futuro". ¿Esto se escucha hoy? ¿Qué
utopía más grande que ésta si esa humanidad suspirada no es de cuño cristológico?
Paul Tillich,
teólogo protestante, dice "todo es secular, todo lo secular es
potencialmente religioso" y, en consecuencia y por rara paradoja, la búsqueda
de lo ultra humano termina por invertirse transliterando las fórmulas: si Dios
es amor, en rigor, "el amor es Dios" y, por ello, la fórmula final de
todo principismo utopista es "amémonos, todos somos iguales", o bien
"nosotros somos los únicos puros", que es el sincretismo total ante
el cual se oye la voz disonante de Benedicto XVI recordando que, cuando el
mundo se despoja de la verdad, del bien y de la belleza ancladas en el ser,
nace la "dictadura del relativismo" o, como yo me atrevo a definir,
"el dogmatismo de la puridad".
Parece
contradictorio que del nihilismo agnóstico se siga un rígido principismo
relativista y que de las altas esferas del espíritu (que no es, a veces, sino
cerrazón impenetrable) emerjan las rígidas conclusiones del fanatismo.
Pero cuando
no es la verdad la que nos hace libres (Jesucristo dixit), entonces, la
esclavitud es el oneroso precio del libertinaje intelectual que, fatídicamente,
concluye en el descalabro moral que nos ahoga y en la desorientación doctrinal
de tantas almas impacientes.
Por Ricardo Fraga