Una Memoria sin Tragedia

Enviado por Esteban Falcionelli en Vie, 01/04/2011 - 6:49am

A raíz del día de la memoria, nuevamente me encontré en la ingrata tarea de explicar a mis hijos el remanido tema. Ahora me vienen con que hay que comentar una publicación de la UNC (noticias y universidad nro 11 Pág. 17) en donde se resume en pocas palabras la versión oficial de la “represión”.

La idea del artículo es presentar una vez más aquella época como una lucha por la consolidación de esta democracia actual contra la dictadura militar. En ese proceso, habrían sido perseguidos, torturados y asesinados grupos de personas que “pensaban distinto” -gente del arte y de la intelectualidad en su mayoría- producto de una enfermiza y diabólica inteligencia que veía fantasmas donde no los había. Se cita a la periodista francesa Robin, que explica que por una especie de fobia anticomunista, Ejército e Iglesia “aprendían a combatir un enemigo que no existía todavía en la Argentina… tal vez ellos inventaron al enemigo”. Siguen una serie de testimonios sacados del proceso que se lleva en Mendoza contra los militares donde las víctimas cuentan haber sufrido pasivamente una serie de vejámenes denigrantes.

No me interesó en ese momento y frente a mis hijos rebatir los errores históricos ni combatir una publicidad que sostiene al poder vigente, esto es asunto sabido ya en casa y producto de la generalización de la mentira como modo de comunicación en la publicitaria sociedad moderna; en realidad el único que acusa daño soy yo, ya que  después de todo, ellos pertenecen a una generación acostumbrada a la degradación de la palabra y por reflejo descreen, saben que toda comunicación en casi todos los planos, simplemente está vendiendo; y saben manejarse con la mentira como manejan los ordenadores: se usa para lo que sirve y sin preguntarse de donde vienen esos intrincados cálculos que llenan la pantalla, cuando yo siempre miro dentro de la caja y pienso que allí hay alguien que me quiere joder, como en todos lados.

Tampoco resultaba muy inexplicable el porqué se ocultaban los casi diez mil combatientes que armas en mano encararon una revolución de tipo marxista y por ella entregaron la vida, ya que es a todas luces evidente la inconveniencia de memorar estos guerreros que jamás hubieran aceptado la presente democracia burguesa y corrupta, como tampoco aceptaron la democracia de Perón en su momento.

Lo que resultaba repugnante era la vulgaridad y el esnobismo de presentar al bando zurdo como una parva de culosrotos y por este lado me vino esta vuelta la ira, que por los otros ya me había dado en años anteriores. Me producía indignación la degradación del combate y con ello, la desaparición estética de la tragedia que merecía una mejor versión en salvaguarda del enemigo y por ende de todos los que jugaron sus cojones en la hora.

Era una triste historia de víctimas y victimarios, de corderos y lobos, que no dejaba margen ya no digo para el heroísmo en una puja de valores mejores o peores, sino ya ni para el coraje, la entrega, la camaradería, la furia, el éxtasis, la risa, la burla, ni ninguna expresión del espíritu o por lo menos del corazón. Junto a los testimonios de los más débiles, sólo quedaba una historia de miedo cerval en el fondo de una sentina entre los olores de las tripas contraídas y relajadas, y como legado, la mujeril venganza y los retóricos retruécanos de los leguleyos para resumir el caso en números que reflejen penas e indemnizaciones.

Y no digo que esto último no exista en toda guerra y como efecto del trajinar el fondo del escenario los más innobles o involuntarios personajes secundarios de la tragedia. Pero estaban los protagonistas… los que con el ímpetu de su voluntad pusieron en marcha un drama dejando sus vidas a la intemperie y el zumbar de las balas, y sus destinos en manos de trágicos dioses revolucionarios que tejieron finales inevitables para el sino de sus furias…y  su historia merecía escucharse.

Así me encontraba yo, defendiendo un viejo enemigo de la degradación y el olvido, más que nada por defender la correcta valoración de un relato que de forma artera se buscaba distraer de su vórtice narrativo para hacerlo recalar en la más vulgar y contradictoria de sus consecuencias: el éxito de oscuros togados que resuman con pornográfica evidencia tras su parloteo izquierdozo, los tres vicios más infames del capitalismo; el sostenimiento de un estado corrupto, la avaricia personal y el necesario corolario de “éxito”; inmundo concepto que cínicamente su burla de la entrega sin cálculo propia del héroe.

Ellos entienden haber ganado hoy, no importa qué; y los otros habían perdido. Por tanto son los protagonistas de un final hollibudiense que deja el drama en el pasado y hoy festeja con barrigas y braguetas un final que sólo tiene de loable el llevarlos a ellos en la cresta. Esa enorme impudicia de saber montarse en el éxito de cualquier cosa, buena o mala (me corrijo: mala o más mala); ese éxito inaceptable para el espíritu noble o para el talante vigoroso, que considera la peor de las derrotas el abandono de sus puestas, y la mejor de las victorias el derramar la sangre por lo que uno se ha propuesto. Me daba cuenta en ese mismo momento que el olvido de los combatientes no llevaba, como creía al principio, el huir del reclamo de las consignas marxistas traicionadas, sino simplemente la fuga del fracaso, ese reflejo condicionado burgués y vulgar. E iba cobrando fuerza en mí la idea de que esta era sin duda la tragedia.

Porque los valores que blandieron esos tigres ya estaban siendo abandonados por las mismas usinas ideológicas que otrora los lanzaran, en el momento mismo que sus corazones bombeaban las últimas bocanadas de sangre… y fue este el verdadero drama de sus vidas.

Aquel desmoronamiento de la valoración del fin vital que era perseguido hasta el momento y que constituía en la catástrofe, la manifestación específicamente trágica. Esa transformación de un carácter, su cambio de espíritu y orientación, la desviación esencial de su forma primitiva que deja al héroe en la total soledad de su entrega. Y recuerdo ahora ese último ataque a un destacamento militar cerca de una navidad (muchos recordarán los panes navideños tirados por las calles)  en que salieron a morir los últimos guerrilleros cuando la lucha ya estaba perdida -aún muchos de los que se habían logrado evadir y volvieron a una derrota casi cierta- y que algunos llamaron locura, otros traición de los mandos, cuando no componenda; consagrando en ese gesto la doble necesidad estética de la tragedia; lo inevitable y lo inevadible del destino trágico por encima de las interconexiones de los factores del mundo.

A esta altura del hogareño discurso y ante la compasiva mirada de los muchachos que tienen en claro el que se me está saliendo un tornillo, mi mano buscaba inconcientemente un fusil o una granada y en mi cabeza ya sonaban los estampidos de las balas cuando recibí a boca de jarro un plato de fideos. Yo mismo no me reconocía y no me podía explicar, tenía que corregir y explicar lo de “valores”, lo de “héroes”, y aclarar en que forma me refería a las virtudes, que aún sin haberlas así calificado, le endilgaba al enemigo. Un cierto relativismo moral me ganaba y mi cabeza quería resucitar aquellos guerrilleros para llenar de plomo la caterva de alcahuetes y fumar un habano en la noche del monte junto al fuego en que crepitaran las pilas de expedientes en que encalló la aventura y que se bastardeaba en la pluma del ujier, cuando había nacido para llenar la hoja del novelista. Quizá hasta buscaba una boina.

Traté de explicarles que toca al bien nacido rendir honores al enemigo que supo morir, y resaltar con un cierto valor aquella disposición anímica idealista que lo lanza a un fracaso que debe suceder -no sólo por efecto de su falta de “realidad”- sino también debido a la mezquindad de la vida.

No celebrar las virtudes, pero sí aquellos “defectos de sus virtudes” de los que supo hablar Mme de Stael; aquellas disposiciones de sus caracteres que les permitieron alcanzar una altura y al mismo tiempo originaron su catástrofe. Es decir: lo trágico; aunque no  en su sentido más eminente que le da la trascendencia en el reconocimiento de los dioses por encima de la ingratitud humana. Falta y siempre faltará el epílogo fúnebre que al cadáver rinden sus deudos reclamando a la divinidad el reconocimiento que no les dieron los hombres. No estará el Príamo que reclame a Aquiles el cadáver de Héctor para poner en sus ojos las monedas para el barquero, ni estará Antígona para enterrarlos desafiando las leyes de los hombres en cumplimiento de las leyes divinas; porque ellos mismos se negaron al culto de los dioses y fueron condenados a vagar en un infierno de guerreros furiosos que desde el principio de los tiempos comanda Caín, dejando a sus hijos y a sus madres no el culto de piedad, sino la venganza que busca nuevas leyes de nuevos tiranos intentando calmar el ardor de sus desgarradas gargantas de gritar el odio.

Odio que ya no busca ni redimir ni recordar, sino que en el olvido total de la razón de su existencia, ha cobrado vida propia y existe por sí sólo en un alma abotagada que nunca será saciada. No los quieren recordar ni es por ellos la venganza, que de así serlo, por lo menos respondería a una categoría estética más elevada -por Patroclo mataré al noble Héctor- sino que es por ese horrible resentimiento que en el alma recala el que se ejerce la venganza. Es por mi mismo y por mi vida. Brutal inmanencia que no sólo corrompe nuestras buenas tendencias si no que condena nuestros pecados a la vulgaridad; que hace de un seductor un onanista. Aún nuestras malas acciones reclaman cierta armonía, aún la venganza reclama cierta proporción y equilibrio, cierto desprendimiento podríamos decir; el fin prematuro de Patroclo se cobra al cegar la juventud y nobleza de Troya encarnada en Héctor. No hubiera merecido Aquiles aquellos versos de Homero si hubiera guardado por años su rencor y lo hubiera intentado saciar contra enemigos ancianos y debilitados. No hubiera merecido nuestro recuerdo si en vez de incendiar Troya hasta sus cimientos, se hubiera propuesto podrirla moralmente con el desgaste de los años. No se canta el trabajo de la parca que da su golpe cansino de guadaña una vez que el tiempo y los pecados han rendido al cuerpo y al alma. La muerte no se arroga una victoria.

El asunto es que debí atacar mis fideos ya casi fríos, con el alma más fría de sentir esta orfandad de enemigos, y aunque no me atreví a pedir que recalienten mi plato a las mujeres que trajinaban alrededor de la mesa, me serenaba el pensar que mis queridas Antígonas se tomarán el trabajo de lavar mi cadáver (las monedas de Aqueronte debo recordar de apretarlas en el puño, si no, con la excusa del culto pagano, terminarán en el panadero), y quizá algún colega que transite distraído el cementerio, al ver el nombre en mi lápida, me haga el honor de mear mi sepultura por el agravio de estas líneas.

Dardo Juan Calderón