Desde que el Proceso manifestó que no tenía plazos sino objetivos; desde que privilegió entre éstos el logro de una democracia moderna, eficiente y estable; desde que clausuró su ciclo tras la rendición en Malvinas, y desde que para el cumplimiento de su meta convocó al ruedo político a la misma hez ideológica que los cuadros militares habían combatido, a ningún observador capaz puede sorprenderle que el marxismo se haya instalado cómodamente en el poder.
No pocas veces el protervo dúo de Marx y Engels, como el crapuloso Lenin después, habían enseñado que la democracia es el primer paso y el acceso más próximo a la Revolución. Sabíanlo todos, a diestra y a siniestra. Todos, menos los conductores del Proceso, que fingieron ignorarlo. Llevan pues las izquierdas dos décadas ininterrumpidas de gobierno, durante las cuales no han dejado sevicia por cometer, ni mezquindad por cultivar, ni hediondez por exhibir, ni latrocinio, vejamen o sacrilegio por consumar impunemente.
Dos décadas durante las cuales, en el aquí y allá de la amplia geografía patria, y desde el primero al último cargo de relevancia pública, se vio desfilar a rojos partisanos, tan exultante de antecedentes homicidas como de garantías de inmunidad y e insensatos homenajes.
Quien quisiera repasar tan trágica lista, confeccionaría una guía más voluminosa que la que contiene a los usuarios telefónicos, y dado que -según los prácticos usos- se estila el alfabético ordenamiento de los nombres, aconsejaríamos principiar por Alfonsín, abogado y socio que fuera de las gavillas erpianas, presidente y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, como cuadra a la triste lógica de un país subvertido.
En consecuencia y hablando con rigor, no se justificaría la menor sorpresa ante el espectáculo faccioso que está dando el actual gobierno. Sólo una selecta dama que se gana la vida almorzando en público, puede simular que queda patitiesa porque se viene el zurdaje.
La tal manada depredadora y ruin no se ha ido nunca, y personajillos y análogos de la frívola laya de la susodicha anciana, han contribuido a que permaneciera. No es entonces lo que se vino sino el modo en que se manifiesta lo ya arribado, lo que debe llamar nuestra atención.
Porque ese modo nos está indicando tanto la hondura del mal como la urgencia de erradicarlo.
Digámoslo de una vez: Kirchner es la obscenidad marxista, el momento lúbrico de estos veinte años de indecencia radical-peronista, la sátira etapa de un modelo que ha sido dialécticamente, y según conviniera a sus planes, neoliberal o gramsciano, socialdemócrata o populista, guerrillero o pacifista, festivo o aburrido, y ahora es, con patética impudicia, apenas lupanar, fornicio o mancebía.
Sabe el antiguo montonero devenido en magistrado, que cualquier procacidad le será tolerada, y las consuma todas, una a una, con ademán que no oculta el desquite torvo y rencor de la bestia que otrora fuera herida. Sea elevar al cargo de supremo juez a un defensor de la sodomía, al de funcionarios claves a terroristas crueles, al de ministros a insolentes abortistas o agentes de la contranatura, al de canciller a un fámulo del castrismo, al de hombres de confianza, en suma, a todos aquellos que integraron los cuadros de la guerra comunista contra la Argentina.
Obscenidad sin límites ni mesura la de Kirchner de Fernández, por la que tanto puede violar la soberanía nacional concediendo las extradiciones de los militares, abrazarse con la señora del moquero blanco y el alma negra, prometerle tropas al asesino serial de la Casa Blanca, concederle especiales tratos a sus marines, mandarlo al vice para que se prosterne ante Kissinger en el Council of Americas y aprobar el examen de la progresista informal ante las plantas del león britano. Que la izquierda en esto no es ingrata con quienes son los financistas de sus malandanzas. Caute, si non caste, decían los romanos. Si no con castidad, al menos con cautela. Pues aquí se está en deuda con ambas virtudes, ya que el ultraje de estos obscenos rojos con poder se consuma con la precipitación del guarango y el vértigo soez de los arribistas.
En este vértigo y aquella impureza, sin embargo, el par de puntos débiles de una gestión llamada al fracaso. Porque el desquite puede servir para que un hombre inferior sacie sus pasiones vengativas en un día sin sosiego, pero no puede servir para gobernar una nación convulsa y cubierta de cicatrices. Por el camino del rencor que ha elegido, el patagón avanza hacia su propia ruina. La celeridad de sus actos provocativos -que él llama afianzamento de la autoridad- lo estrellará contra el estrépito de sus propias convulsiones. El recorrido del obsceno no acaba en el placer sino en el oprobio.
Dejamos para los jefes castrenses declarar que están subordinados y en manso ejercicio de sus funciones. Allá ellos con su inercia suicida. Nosotros, una vez más, nos manifestamos en pugna franca y limpia contra la intrínseca perversidad marxista.
Nota: Este editorial pertenece al número 30 de la tercera época de la Revista “Cabildo”, correspondiente al mes de julio de 2003.