De filósofos y filosofías.
Se ha puesto de moda entre nosotros dar el título de filósofo a cualquier profesor de filosofía y muchas veces a uno, que sin serlo, sale al encuentro del público con algunas reflexiones mas o menos atinadas con respecto a cualquier problema de esos que afectan la convivencia hodierna. Como se trata de un término griego y que, en su oportunidad tuvo un sentido muy preciso en el proceso de esa cultura, no conviene usarla a troche y moche sin tomar todos los recaudos posibles para que la designación sea denotativa de una actitud ante la vida semejante a la que inspiró el término en la apreciación de los primeros pensadores griegos.
A mi criterio la filosofía comienza y termina en Grecia en los sistemas de Platón y Aristóteles y se prolonga, un tanto agonizante, en las escuelas de inspiración socrática que culminan en su eclosión en ese atardecer de la civilización griega que se llamo helenismo. Como este proceso intelectual tuvo en sus comienzos una clara intención teológica, el cristianismo proyectó, sobre su movimiento ascensional, las verdades que habían sido reveladas por Dios y creó así el cuerpo de la sabiduría teológica que tuvo sus representaciones más egregias en las figuras de San Agustín, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, sin descuidar otras de menor relieve pero de ningún modo insignificantes que ayudaron a poner la teología en el punto culminante de nuestra propia cultura.
Lo que llamamos el mundo moderno nace de la ruptura del sistema religioso católico en el siglo XVI y comienza la aventura de una reducción de la fe al plano de la vida doméstica. Es el padre de familia, frente a su progenie, el que se erige en intérprete de la Palabra Divina y mantiene la atención de los suyos frente a la sacralidad del libro santo. Las otras actividades del espíritu: ciencia, arte, economía y política en la medida en que rompen el cerco disciplinante de la sabiduría teológica se proponen encontrar el absoluto en su propia esfera y campan por los fueros de una autonomía espiritual que las va llevando, poco a poco, a caer en el circuito clauso de la actividad económica, a convertirse en sendas operaciones dirigidas al acrecentamiento de las riquezas o por lo menos a entrar en la economía del mercado guiadas por criterios impuestos por el trabajo sobre la realidad circundante.
La religión doméstica es de corta duración y a poco andar muestra su ineptitud para sostener la vida intelectual y moral de los hombres en las alturas exigidas por los frutos de la actividad cultural. Los pensadores que han crecido al calor de su lumbre hogareña, sueñan con sacarla de la casa y llevarla hasta el foro en los moldes de un sistema capaz de construir una interpretación lógica de las preguntas cruciales que afectan la vida del hombre: Dios, el alma y el mundo. Como la vida doméstica está intrínsecamente dominada por las exigencias de la labor diaria y ésta logra dominar toda la vida del hombre, estos pensadores construyen, cada uno a su manera, una explicación del universo de su alcurnia constructiva y no contemplativa, como era la vieja filosofía y fue, en su continuación la teología cristiana. La póiesis ha sustituido a la teoría y esta emerge en el seno de esos sistemas individuales, más como un poema que como el resultado de una labor especulativa de un esfuerzo mancomunado en el interior de una escuela.
Esta circunstancia crea en las obras de los pensadores modernos: Descartes, Kant, Hegel, etc... una situación de clausura que estalla en cuanto sus autores han pasado a mejor vida y sus epígonos deben enfrentar las dificultades que no pudieron ser resueltas y que el carácter cerrado del sistema empuja, necesariamente, al desfondamiento. Esto explica también la proliferación de esas designaciones que implican las exigencias de una posteridad transformadora y que si no se conservan con ánimo progresista sólo denunciarían la descomposición de un cadáver. Post moderno, más moderno, ultra moderno son sucedáneos atenuantes para no enfrentar el desaliento de la bancarrota ideológica.
Los pequeños gusanos que hoy proliferan en la osamenta de un muerto prestigioso se llaman a si mismos filósofos con la pretensión de ocultar, con un término venerable, su miserable condición de necrófagos condenados a eructar el hedor de esos restos insepultos.
Personalmente no siento ninguna inclinación a admirar esas construcciones lógicas que para poemas les falta bellezas y para filosofía carecen de verdad. Indudablemente no son insignificantes y se puede advertir en ellos el trabajo sutil de una inteligencia que a partir de algunas premisas aceptadas como postulados, edifican un monumento de argumentaciones alineadas con precisión y a veces no sin elegancia, pero siempre alejadas del buen sentido que inspiró el nacimiento de la filosofía.
Augusto Comte intentó sustentar el peso de su nueva ciencia: la sociología, sobre la ley de los tres estados que creía haber descubierto en un rápido examen de la evolución de las ciencias. No es una faena que exija una reflexión muy prolongada probar la completa falsedad de esa ley y con ello demostrar la poca consistencia de ese nuevo saber que Comte ofrecía como una sublime coronación del esfuerzo sapiencial positivo. En realidad, eso que se llama la ciencia de las sociedades, cuando no está fundado en un análisis histórico bien preciso y en una clara fundamentación antropológica, carece de todo fundamento y sólo nos puede llevar a una serie de confusiones tanto más lamentables cuando más pretenciosas las conclusiones prácticas que se quiere obtener de ella.
La sociabilidad es un accidente propio del hombre, surge del carácter esencialmente dialógico de su razón y no puede tener otra finalidad que aquella inscripta en su naturaleza espiritual y ordenada por Dios a la contemplación de su esencia. En orden a la libre disposición de sus facultades espirituales, las sociedades históricas obedecen al tino, más o menos razonable, que el hombre imprime a sus actos. Sin lugar a dudas puede observarse en el discurso diacrónico de la existencia humana, modalidades que se repiten en el tiempo y son la expresión de exigencias que se desprenden del dinamismo natural. Considerarlas con prescindencia de la época y el lugar en que aparecen es una reflexión que se inscribe, con todo derecho, en la Antropología filosófica o en una consideración sobre los principios universales de la acción práctica.
La sociología como ciencia dependiente de la historia sólo tiene sentido en el marco de un sistema filosófico, como el de Comte o el de Marx, que conciben la sociedad como una realización acabada y perfecta de la evolución natural del hombre y en función de ese modelo teológico, son concebidas las sociedades históricas como aproximaciones y logros nunca bien terminados del paradigma esencial ubicado al fin de la historia. Si se observa en perspectiva teológica ese ideal es el Reino de Dios realizado por el sólo esfuerzo humano y esto explica también la pretensión de los sociólogos de hacer de su ciencia una suerte de saber donde culminan todos los otros esfuerzos científicos.
A los católicos tradicionales se nos puede reprochar que también tengamos un sistema interpretativo de la realidad en el que se dispone la posición de todos los conocimientos y cada saber se ubica, con respecto a los otros, en una situación dispuesta y ordenada para la estructura misma del sistema. En esta afirmación hay algo de cierto y mucho que escapa a su consideración total. Es verdad que el conjunto de los conocimientos se ordenan de acuerdo con una jerarquía sapiencial que va de lo que sabemos acera de Dios hasta lo que podemos conocer sobre el átomo en una escala que se ordena según un grado de perfección determinado por el valor de los entes considerados en el estudio. Indudablemente esto no constituye un sistema clauso, cerrado en la perfección de su encadenamiento lógico. Lo que es, determina la hondura y la amplitud de los diversos conocimientos, pero en ningún momento se pretende equiparar la realidad a lo que se conoce sin medir el abismo de lo que se ignora. Lo que es, tanto en la teología como en la más humilde disciplina científica, supera a lo que se sabe e incita, desde su plenitud, a una perpetua aproximación del entendimiento sin temor de romper los esquemas del sistema interpretativo.
Esta es la diferencia esencial entre la Escuela Aristotélica Tomista y los sistemas ideológicos nacidos a la luz del pensamiento moderno. Es esto lo que le inspiró a Gilson esa frase tan llena de sentido: los modernos piensan, nosotros tratamos de conocer. Si el orden del universo debe nacer totalmente armado de la inteligencia del hombre, el punto de partida obligado para armar el rompecabezas es, indudablemente, la inmanencia. Sea que la tome como Descartes de la simple enunciación del cogito o me detenga a examinar el acto mismo del conocimiento como sucede en Kant o tome como base la oposición dialéctica sujeto y objeto, la inmanencia mide el curso de un saber que se desarrolla como un silogismo, apoyado en las premisas que se supone indiscutibles para el ejercicio de la razón.
Cuando decimos que el punto de partida normal del conocimiento es la res sensible nos encontramos frente a un dato que hace frente a la razón con toda la densidad de su misterio óptico. El análisis puede descubrir los componentes del ente físico, pero nunca logra alcanzar el punto en que la realidad emerge de los abismos del ser y asume esa plenitud entitativa que provoca el asombro de nuestra inteligencia y nos impele a penetrar con lentos sondeos que resultan siempre inexhaustivos con respecto a la realidad inagotable.
Se me dice que Descartes no fue protestante y en apoyo de esta afirmación esgrimen una promesa que habría hecho a la Virgen para salir con bien de su aventura especulativa. Todo esto puede ser muy cierto o no serlo tanto como parece, pero hay un hecho seguro, su vinculación con los rosacruces y ese sueño con todas las características de una iniciación gnóstica que precede a la proposición de sus meditaciones metafísicas. Allí la existencia de Dios es deducida de su enunciación esencial y si bien esto parece haber sido una tentación de San Anselmo, su refutación posterior en el seno de la escolástica tenía que ser necesariamente conocida por todo filósofo católico antes de embarcarse en una aventura con antecedentes negativos.
Del orden del conocimiento al orden del ser no se puede extraer una consecuencia legítima, porque la lógica no es la ontología. Hay que esperar el advenimiento de Hegel para encontrarnos con una confusión de esta naturaleza llevada a su más alto nivel especulativo, pero esto sí es ya protestante en el sentido más completo y cabal del término, sin embargo no podemos eximir a Descartes de haber sido el primero en iniciar esta suerte de reflexión con la que comienza la así llamada modernidad. El mismo Hegel lo reconoce en su Historia de la Filosofía cuando denuncia el descubrimiento antroponímico de Descartes como el primero que señaló la tierra como centro del universo.
Se me dirá que no coincide este descubrimiento con la revolución copernicana, pero no podemos olvidar que los sistemas cosmológicos de la época, helio cenúricos o no, dependían en su construcción de nuestra inteligencia matemática y esta convergencia intelectual daba al hombre una posición central en el mundo, que era, precisamente, lo que Hegel quería señalar.
El destino del hombre en este mundo viene determinado, en gran medida, por sus preferencias axiológicas. Con esto no quiero decir nada raro sino señalar, en términos un poco pedantes, que allí donde ponemos nuestro corazón encontramos también la razón de nuestra existencia. La ciencia, el arte, la política o la economía suelen ser los polos de nuestras predilecciones a no ser que lo seamos nosotros mismos en el goce de nuestra plenitud vital, pero como esto último no suele durar mucho recogemos muy pronto los frutos amargos del desencanto que aparecen con los primeros síntomas de nuestra decadencia fisiológica.
Estos polos valorativos no pueden convertirse en instancias absolutas sin provocar un desajuste en la economía de nuestro equilibrio espiritual que llevan inevitablemente a la locura, si no emerge en nosotros una fuerza que los equilibre y los ajuste a las exigencias de una armonía existencial que ponga paz en el sistema de los valores. Esta es la fuerza que da la religión o, en su defecto, un control sobre la impulsividad que permita detener los impulsos preferenciales en los límites en que comienzan a agredir las otras actividades del espíritu.
Hablamos de un hombre deformado por una preferencia valorativa cuando los criterios de su condición de científico, economista, político o artista penetran en el contexto de todas las otras actividades y le imponen sus propias normas espirituales en detrimento de las que le son específicas. Comte creyó en la posibilidad de imponer criterios científicos tanto a la política, como a la economía y a las artes, sin descontar la religión que la soñaba surgiendo, totalmente armada, de la sociología positiva. Marx pensó que la economía era la actividad que imponía sus criterios a todas las otras actividades del espíritu y por supuesto, siguiendo con todo rigor las premisas de esta preferencia axiológica, convirtió a la economía en una suerte de religión capaz de cambiar el destino del hombre mediante un cambio en la posesión de los medios de producción. Su sueño no solamente chocó contra la naturaleza de los otros saberes, sino también contra la misma economía al despojarla de su resorte más intimo que es el interés individual, pues mientras no se invente otro, es el único que cada uno de nosotros conoce y el que mueve los pies y las manos para logara las satisfacciones que le son propias.
Se dice también que la religión puede, en algunos casos, penetrar deformadoramente en el contenido de las otras actividades del espíritu y desviarlas de sus objetivos provocando en ellas alteraciones muchas veces monstruosas. Dudo que esto pueda suceder en la medida en que la religión sea efectivamente obra de Dios. Félix Konevzny habla de la religión hebrea como si hubiera inspirado una civilización que él llama sacral, para señalar esa substitución de todos los saberes específicos por el único saber de tipo religioso. Efectivamente, la única ciencia cultivada por los hebreos era la que estaba contenida en la Sagrada Escritura. No había otro arte que aquel que estaba inspirado por la vida religiosa. La política era la señalada por Yavé a sus profetas y la economía estaba totalmente por descripciones de tipo religioso. No obstante ninguna de estas actividades sufría en su contenido propio una deformación impuesta por criterios provenientes de la religión. Quiero decir que la ciencia, aunque exclusiva, era un saber cabal que no negaba la posibilidad de otros saberes. La economía en su sentido estricto respondía a las necesidades del pueblo y aunque regulada por cánones religiosos no se salía del marco trazado por las exigencias del buen vivir. Los hebreos no se sobresalieron en actividades artísticas plásticas, pero sus himnos religiosos, sus salmos y todos sus escritos proféticos tienen la hondura y el sabor de las obras alimentadas con una inspiración espiritual de innegable altura religiosa. Su política tuvo un objetivo fundamental, sostener la comunidad israelita en la expectativa del gran acontecimiento religioso que debía sobrevenir y colmar a Israel con los dones de la promesa hecha por Yavé. Fue, como dice Konevzny, una civilización sacral, pero en tanto que todas sus actividades espirituales estaban intrínsecamente elevadas por la contemplación religiosa no sufrieron desmedro en sus respectivas naturalezas, sino un ordenamiento a un destino superior señalado y querido por Dios.
El caso del Islam, que podría parecerse a la antigua civilización israelita, es diferente. Se observa fácilmente en la disposición del Corán una intención política que ordena a la misma fe hacia un propósito humano: la conquista del mundo por los creyentes y para la mayor gloria del Islam concebido como un cuerpo político militar que la fe en Alah alimenta con su fuego pasional. No olvidemos que eso que el Islam concibe como un reino escatológico es la prolongación de la vida carnal con sus goces sensibles, pero de acuerdo con las posibilidades de un cuerpo invulnerable.
Es un aforismo de sabiduría popular sostener que el pez por la boca muere, lo que significa que aquello que constituye la virtud principal de un hombre, su sobresaliente energía es lo que provoca su perdición. Al inteligente lo pierde la inteligencia y al voluntarioso su deseo de dominar. Con las civilizaciones pasa algo parecido. Los griegos concluyeron su trayectoria terrestre en el fuego fatuo del alejandrinismo, los romanos en el descalabro de sus fronteras extendidas más allá de sus posibilidades militares y a los judíos los perdió el nacionalismo, la idea de haber sido elegidos por Dios como un pueblo predilecto y la decepción que les causó Cristo cuando los colocó, junto a los otros pueblos, en una igualdad de condiciones que ofendía su orgullo de nación escogida. El Islam muere cuando la guerra santa deja de sostenerlo con su sortilegio y se enmohecen sus resortes guerreros en el hartazgo de los bienes adquiridos. España fue su tumba suntuosa y donde comenzó el reflujo de su marea agresiva.
La cristiandad tenía que morir cuando perdió de vista el horizonte sobrenatural de su destino y la idea del Reino de Dios se convirtió en una utopía socialista o democrática, cuando el demagogo substituyó al santo y el agente electoral al caballero cristiano.
Nota de Argentinidad: La foto del querido Rubén fue tomada del Blog amigo El Cruzamante.
Rubén Calderón Bouchet