“La espada proporciona belleza a las cosas; es la espada la que ha hecho novelesco al universo”. (G. K. Chesterton).
Pero no queda otra que poner algo, porque veo, leo y oigo que una porción de argentinos -los menos- tienen ese célebre y penoso don del “Alzheimer en cuotas” o “diarrea mental”. Don -sea cual sea de los dos- que les da cada año y ha ido empeorando a 26 años, y obviamente, de tanto andar metidos dentro de esa clase social que llamo “idiotas que tocan de oído”.
Idiotas que entran en el chusmerío -por ser parte de esa burda chusma- o que vomitan lo que los medios afines a este Poder publican cual si fuesen loros. O porque les contaron los cuenteros que fue una guerra al pedo.
O aquellos pedorros que cuentan, que a su vez les contaron, que los combatientes se morían de frío. “Me lo dijo su madre, su hermano o su tío” dicen sin saber que se mienten a ellos mismos y se la creen de tanto fantasear. Que el enemigo tenía “superioridad en armas y experiencia”. “Chicos de la guerra” que fueron obligados a combatir a punta de pistola.
O sea: pura diarrea mental o Alzheimer en cuotas. Cuotas que cada año se hacen insoportablemente pelotudas.
Y así, a 26 años de aquella gesta gloriosa; que muchos consideran una pelotudés y la rechazan como idiotizados por la nefasta política de “desmalvinización” que les metieron cual lavado de cerebro en sus débiles o nulos sentimientos patrióticos, nada mejor que volver sobre el tema.
Por tanto va nuevamente lo que les corresponde. Ponerlos en órbita antes que esa diarrea los descerebre. O darles su propia medicina: un misil Chestertoniano de memoria…
Veamos qué requetebién escribió Sebastián Sánchez hace un año:
Homenaje a los caídos y a los veteranos de guerra del Ejército Argentino, por el mérito en combate y la sangre heroicamente derramada en las batallas de Darwin, Pradera del Ganso, Longdon, Dos Hermanas, Harriet, Wireless Ridge, Tumbledown, Boca House, Puerto Howard, Bahía Fox y tantos otros lugares de nuestras Islas.
La Causa, no las causas:
En estos 25 años (hoy 26), una verdadera multitud de pseudo especialistas se ha congregado en torno a un hervidero de lugares comunes respecto de la gesta malvinera. En ese locus ramplón en el que los hechos nada importan suele vociferarse que la recuperación de las Malvinas –a la que recurrentemente llaman “invasión”– habría obedecido a la necesidad de legitimación de un gobierno militar cuya caída estaba en ciernes. Así, a la “dictadura” se le habría ocurrido una especie de estratagema político-publicitaria que enfervorizaría a la masa y les haría olvidarse de los malos momentos vividos en los oscurísimos años setenta. Así las cosas, convocaron a un puñado de militares que se encargaron de llevar adelante lo que estos peritos de la ordinariez denominan “aventura ridícula”. Movilizaron entonces a un montón de soldados conscriptos sin preparación militar alguna e “invadieron” el archipiélago convencidos de que los ingleses negociarían ante la evidencia de la ocupación de facto. Pero los británicos no negociaron -siguen los analistas- y el resultado fue una matanza de “chicos de la guerra” (el título de una película del periodo alfonsinista que fue la exasperación del argumento que aquí sintetizamos) en la que los militares profesionales se ocuparon solamente de torturar soldados, matarlos de hambre y frío para terminar escapando y lloriqueando en un pozo de zorro apenas sonaron los primeros tiros.
Palabras más o menos, este es el argumento de la llamada “desmalvinización” difundida ad nauseam mediante una inimaginable oleada de libros, entrevistas, revistas, películas y un sin fin de recursos al uso. Nunca más acertada la expresión de Huizinga cuando señaló aquella "historia en servidumbre...esclava de un sistema temporal de opiniones”.
La mayor cualidad de esta desmalvinización de raíz gramsciana ha sido la de haber encontrado eco casi absoluto en el argentino medio (ese fiel estereotipo del burgués que tanto repugnara a Bloy) que se la ha tragado de cabo a rabo y la ha multiplicado en el hogar, la escuela, la universidad, las parroquias y… los cuarteles.
Conocemos de sobra los argumentos necesarios para devastar los lugares comunes que confluyen en la malhadada desmalvinización. Reconocemos las causas políticas, diplomáticas y hasta económicas que dieron lugar a la reparadora recuperación del 2 de abril. Pero nada de eso nos ocupará hoy. No queremos hablar de esas cosas por la misma razón que nos negamos a discutir respecto del nazismo de Pío XII. Estamos hartos de dar cuenta de verdades que rompen los ojos. Hartos de seguir la agenda del enemigo. Señores: “Quien quiera oír que oiga”.
No miraremos hoy el rostro de los traidores, el de “los guerreros de herrumbrados escudos, que han consentido inertes los rapaces despojos” o el de los que “olvidados del lábaro o la espada, deshonran sus oficios de guías y pastores”, como diamantinamente señala Caponnetto. Preferimos dirigirnos a los argentinos bien nacidos que aún le rezan a Dios y saben dolerse por la Patria.
Por eso, hoy sólo nos referiremos a lo esencialísimo y excelso de esta materia, esto es, la Causa metafísica de nuestra guerra contra los británicos. Y lo haremos subidos a los hombros de un gigante, Alberto Caturelli, quizás el más importante filósofo puesto a columbrar unas cuantas verdades sobre nuestra entrañable gesta.
Luego de sostener con el rigor que lo caracteriza que el pacifismo ideológico, de suyo antinatural y anticristiano, es una patología que afecta al Bien Común, Caturelli señala una verdad sempiterna que en su día expresara el Aquinate: hay guerras justas. Y la causa de la guerra justa es, ante todo, "la reparación de un derecho cierto violado" (contra el bien común), dicho de otro modo por el mismo Doctor Angélico: “la única y sola causa justa de hacer la guerra es la injuria recibida”.
En efecto, cuando en 1833, Inglaterra invadió la Islas cometió un acto injurioso de tal naturaleza que “siguió agrediendo a la Argentina todo el tiempo, minuto a minuto, segundo a segundo durante casi siglo y medio”. Por eso mismo tantos soldados españoles, para quienes Gibraltar es una herida abierta, desearon venir a combatir junto a nosotros en aquél otoño del ’82.
Durante la Guerra de Malvinas, continua el insigne Caturelli, la Argentina pudo reunir e invocar todos los títulos legítimos de una guerra justa. Las enseñanzas de dos humildes dominicos, Santo Tomás de Aquino y Fray Francisco de Vitoria, así lo demuestran. Lo demás es puro y estéril vericueto ideológico.
Pero existe además otra razón que nos indica la verdadera trascendencia de nuestra guerra, esto es, la “batalla metafísica” de las Malvinas. Los argentinos, aunque hoy lo desconozcamos, combatimos contra las potencias que conforman, para decirlo agustinianamente, la Ciudad del hombre. En efecto, luchamos contra las fuerzas que imponen el Nuevo Orden Mundial, esa siniestra simbiosis en parte marxista, en parte liberal y siempre masónica que aspira a la disolución de las patrias en pos de la imposición de un Estado universal y homogéneo de corte profundamente anticristiano. La Argentina, aún sin saberlo aquellos que declararon la Guerra, fue la protagonista de la última peripecia bélica contra el Nuevo Orden Mundial. Ni más ni menos. De ahí el odio, la incordia y la persecución desatados contra nuestra gesta.
La espada otorgadora de belleza:
Bien lo dice ese inefable gordo que fue Chesterton: “la espada proporciona belleza a las cosas”. Es la belleza que, por ser trascendente del Ser, se niega a quienes lo niegan a El. Es la espada que, como signo de las causas justas, suele dar virtud a los hombres que la portan, aún cuando ellos mismos no terminen de comprender el porqué.
Y pensamos, y recordamos, cuánta belleza esplendió en el frío suelo malvinero. Pensamos en nombres propios, en imágenes vívidas de soldados arrojados en un combate que sólo se entiende desde el alma.
Pensamos en el Tte. Estévez, paradigma de la heroicidad, que hasta el último minuto, herido ya de muerte, se preocupó por la seguridad de sus soldados. Pensamos en la famosa carta que escribiera a su padre, en la que le agradece ser “católico, argentino e hijo de sangre española”.
Pensamos en el soldado Poltronieri, con su medalla “Al heroico valor en combate” sobre el orgulloso pecho, obtenida merced a la protección que brindó a sus compañeros en el repliegue mientras mantenía a raya a los ingleses a tiro limpio. Lo que los ingleses no pudieron, acallar su ametralladora y aplacar su ánimo patriótico, lo lograron los traidores en estos 25 años.
Recordamos, como si hubiésemos estado ahí, al Subteniente Peluffo que, malamente herido en la cabeza, rezaba el Rosario junto a sus inseparables conscriptos ante el estupor de los descreídos ingleses.
Pensamos en el Subteniente Gómez Centurión, hoy retirado por el ejército kirchnerista, que abatió al Tte. Cnel. Jones luego de que éste traicionara el alto al fuego matando a dos de sus soldados. Lo pensamos preguntándose una y otra vez si podría haber cambiado el destino de sus nueve soldados caídos en combate.
Y recordamos, leyéndola una y otra vez, la carta de la humilde maestra argentina que se dirigía a un soldado argentino con las rodillas hinchadas de tanto rezar por él. Y pensamos en ese soldado, junto a su fúsil y su rosario, esperando el combate con el calor de esa caricia en el corazón.
Y pensamos también en los cinco españoles que pelearon la guerra codo a codo junto a sus hermanos argentinos, reviviendo la hazaña de hace dos siglos, cuando Buenos Aires era reconquistada de manos piratas merced al hidalgo coraje caballeresco de criollos y españoles. Recordamos al marinero español Alfonso López que junto al Capitán Payarola, nadó lejos del buque Isla de los Estados, hundido por los aviones enemigos. Horas braceando en las heladas aguas hasta llegar a la pequeña Isla Cisne y ser rescatados por tropas nacionales. Y vemos, de veras lo vemos, a aquel español, muerto en ese mismo buque junto a tantos argentinos, hispanizando con sus restos nuestro gélido mar austral.
Y pensamos en el cabo Ibáñez que desde el humilde guardacostas Río Iguazú, y clamando un ¡viva la Patria!, derribó el Harrier que un segundo antes había ultimado a su compañero.
Y recordamos a los caballeros del aire, con sus Mirage, Pucarás, Dagger y Skyhawk, atacando a la flota británica al grito de ¡Dios y Patria! Los recordamos en Bahía San Carlos y en Bahía Agradable, aquella tarde en los ingleses casi pierden la guerra. Los vemos en el “corredor de las bombas”, sorteando cohetería de toda especie, aguerridos como ninguno, el alma hondamente calada por las enseñanzas patrióticas y cristianas de otro mártir argentino, Jordán Bruno Genta.
Y recordamos, con dolor lacerante, al Crucero Gral. Belgrano y sus 300 ultimados. Y vemos a sus 700 jóvenes marineros sobrevivientes en sus balsas a la deriva, junto a un capitán que no debería haber sobrevivido a su buque. Y rezamos por ellos a Nuestra Señora, en la advocación de Stella Maris, para que les de el abrigo eterno que merecen.
Y pensamos, y rezamos, por nuestros 400 compatriotas suicidados en estos 25 años, hartos del horror de la miserable posguerra que vivieron, orgullosos de ser argentinos pero no de la Argentina, avergonzados de la imbecilidad colectiva cuyas nefastas consecuencias padecieron.
Colofón:
Estos son algunos de nuestros pensamientos y recuerdos de hoy. Esta es la belleza que esplende. Lo demás es sólo viruta ideológica, mera arenisca que la brisa de la Justicia algún día hará volar hacia el olvido. Nada ponemos en la mesa de un debate infecundo. Ahorraremos tiempo y energías al no discutir la leyenda negra malvinera. Ahora sólo hay tiempo para la verdad.
Solos, entre los despojos de un ejército desarmado material y espiritualmente, entre la indignación de una comunidad de rodillas y entre las ruinas nauseabundas de un Estado tiranizado y enloquecido, sólo queremos ver y pensar a nuestros héroes. Cerrar los ojos, recordar la belleza que sus acciones otorgan a las cosas, para después abrirlos y ver a la patria con ojos mejores.