Ultima Carta a Octavio Sequeiros

Enviado por Esteban Falcionelli en Sáb, 17/05/2008 - 2:02pm
No podía dejar de publicar esta carta del querido maestro y amigo en la distancia Antonio Caponnetto; que con su autorización hoy cumplo.
“Dicen siempre los médicos y confesores: ‘debe cambiar de vida’, justo cuando la vida se está acabando”. Pato, emilio del 20 de julio de 2006.
Octavio amigo:
No sé si hubieras tolerado un obituario. No al menos –lo adivino- uno de plúmbeos ayes y postrimeras reconvenciones.
Acaso una elegía sí, algo distante del funeral de Patroclo -no por contrariar a Homero, a quien bienamaste- sino por humildad cristiana, que la tenías toda contigo, y era tu hermana de naturaleza y talante.
Una elegía se adecuaba mejor a tu vivir lidiando contra aburridos y prosaicos. Pero enseguida me hubieras aclarado que siguiera el modelo de Ovidio, cantando a su héroe cómico, diestro en amar, vagar y escribir, antes que el de la necrológica de Landívar por el Obispo Figueredo. Porque eras tan profundamente católico, caro Pato, que no podías soportar al clero, ni a las vestales cardenalicias, ni al azufre que a veces –malhaya- nos llega de Roma. Eras católico como el amito o el cíngulo o el roquete; quiero decir católico de esas nobilísimas antiguallas, sobre las que hoy hasta los nombres se ignoran, pero que resultaban tan familiares a la Tradición, y tan próximas al pueblo cristiano de misa y olla.
Un obituario no, entonces. De intentarlo, te veo fustigándome –como siempre y con razón y caridad lo hacías- por mi sentido dramático de la vida, por no saber captar la comedia dentro de la tragedia, mester en el que fuiste adalid y pregonero, casi sin competencia a la vista. ¿Cómo lo hacías, Octavio? ¿Qué secreto era ese don tan tuyo de la chuscada sabia, del gracejo erudito, de la picardía limpia, de la jocosidad pedagógica y la causticidad desopilante? ¿En qué momento le enseñaste a Santeuil, aquello de castigat ridendo mores? ¿O eras nomás Dominique redivivo, mitad jujeño y platense, vestido de jubón al que llamabas traje? ¿En que alborada le hiciste caso a Agustín de Foxá, y naciste en Grecia, sólo para irte de parranda con Aristófanes a las Dionisias Urbanas? ¿En que envidiable vela de armas te armó el cura Castellani Caballero de la Orden de la Risa Laudante.
Quise decírtelo en un soneto, hace año largo, que empezaba así, y no me permita Aidós transcribirlo íntegro en folio alguno: “Tu pluma sostenida sin jadeo/ alegra al joven, mueve a los ancianos…”. Me respondiste que no eras Maurras para merecer ese juego eterno de tercetos y cuartetos. No; Maurras no eras. Te faltaban la sordera y el Cardenal Billot.
Entonces coincidimos en que un obituario no. Y si elegía, que no le falte siquiera una palabrota, de esas que usaba Braulio a modo de estrambote y de corona lírica. Recuerdo que una vez me propusiste cambiar el verso de un sonetillo a la patria, usando precisamente un terminacho soez que mejoraba mi pobre endecásilabo. Te desoí escrupuloso. Y me enseñaste la distinción entre solemnidad y seriedad, entre la eutrapelia y la bufonería. Caían de tu boca cascadas de razones, ya citando a Quevedo o al Beato de Llébana, a la Retórica del de Estagira o a los cánticos de alguna barra brava. No diré con Terencio que nada humano te era ajeno, porque el latín pertinente suena agraviante en porteño. Pero diré que nada te era ajeno, si era de Dios y de la Patria. Por ambos amores tu lucha. Por ambos dolores tu dolor. Por ambos bienes el bien inmenso de tu ciencia. Por Dios y por la Patria el sacrificio que ofreciste, sin alardes ni poses, de administrar bizarramente justicia en un país enfermo de injusticia. Justicia cristiana entre zurdos criminales y procesistas cabrones.
Aquí, Octavio amigo, quienes quedamos, recordábamos cosas tuyas estos días. Y eras, en nuestras memorias luengas o flacas, amistad y leyenda, consejo y sencillez, bonhomía inagotable y compañía en la batalla. Eras libros y viajes, conspiraciones y travesuras, empanadas y vinos, sentencias tribunalicias y refutaciones de yerros.
A mi se me antoja recordar tu misericordia. La tuviste a raudales, junto a la queridísima Delia, para apoyar mis desfogues “literarios” y mis pugilatos históricos, para estar presente en cuanta ocasión nos amenazara la indiferencia o la soledad. Allí siempre tu camaradería y tus chanzas, sacando de la galera lo que juzgabas favorable en nosotros, y era en rigor tu propia delicadeza de espíritu.
Se me antoja recordarte, entusiasta, tras los escritos de Epiphanius contra masonería, y traduciendo al Solzenitsin que descifró la clave de la cuestión judía. Se me antoja recordarte, insisto, en un aforismo epistolar que acuñaste sin saberlo: “la poesía es siempre una excepción aristocrática”.
Pero no te la llevarás de arriba, por alto que estés ahora. No te haré siervo de Dios para que a nadie se le ocurra compararte con Pironio o con las monjas francesas. Por eso, te recuerdo también hilvanando los peores maquiavelismos criollos y retándome por ser angelista. Octavio, ahora que ves tan cerca a los alados,¿no vale la pena empezar el angelismo en la tierra? ¿Ahora que puedes calibrar la puntería de sus ballestas y arcabuces, no me escribirás, disculpándote, para decirme que siga predicando nomás la hora de la espada?.
Aquella noche del 26 de abril, que sería la última en la casa de abajo, se te dio por leer –según me dijeron- el hondísismo análisis del amigo Francisco Rego sobre las relaciones entre el alma y el cuerpo. No te hubiera perdonado que te nos fueras con El Príncipe o con La razón de mi vida. Y hasta dejaste indicado el tomo de la Vida política de Rosas, de Don Julio, para que pudiera localizar una carta del Caudillo tras la que andábamos con el Padre Sáenz. Gracias también por este gesto final de apoyo logístico. A las pocas horas, en la madrugada del domingo 27, saliste a enterarte de las Ultimas Noticias.
Tu hijo Víctor, en la homilía espléndida que te dedicara-una pieza antológica, ante la que daban ganas de ser el destinatario, aunque estuviera finado- trajo a colación el texto aquel de San Pablo, casi olvidado: “nuestra conversación está en el cielo”. Por lo que colijo que en tu merecido locus amenus podrás seguir la plática y hasta darnos argumentos todavía más sólidos. O más etéreos.
Por eso te escribo, caro amigo. Ni un obituario, ni una letanía, sino una carta. Para agradecerte y felicitarte.
Justo eso. Una carta de gratitud y de encomio, como la que te envié cuando redactaste “El cisma sexual”, para poner en su lugar a un obispo marica que dio escándalo público. Es que aquel episodio luctuoso estaba hecho exactamente para tu análisis: la comedia en la tragedia. Especialidad de la Casa Sequeiros.
En esa carta iba un soneto, con el que reíste un rato, y que ahora copio:
No serás el Maurras de esta comarca
ni Pierre Pascal te tiene por sosías,
pero has glosado prosa y poesías
por fustigar a quien vejó a la Barca.
Y es justo que quien tal tarea abarca
lidiando contra herejes y falsías
reciba algún loor de greguerías
antes que llegue por igual La Parca.
Te debo los tercetos, aunque sólo
me salen de la pluma pugilatos
para vejar al Monsiñori trolo.
Con Hólderlin no somos timoratos,
sabemos que el poema vence al dolo.
Lo demás son regüeldos o son flatos.
Pero como estoy seguro de que si no lo hago algo más fúnebre y grave nadie me publicará esta misiva postrera, por no ser mortuoriamente correcta, cambio el final, y espero que te guste:
Te debo los tercetos, aunque sólo
me salen de la pluma lagrimones
para llorar tu muerte ante una Cruz.
No es llanto de ritual o protocolo.
Se parece al de Fierro en los mojones
que separan la pampa de la luz.
Nota: La foto de Antonio Sequeiros la tomé del Blog de otro gran amigo en la distancia Cruz y Fierro.