Me piden que haga unas líneas ponderando y presentando este homenaje que el Prof. Descotte hace sobre la figura del amado Alberto Falcionelli.
Como primera reacción frente a esta charla bien llevada y mejor ejecutada, me quedan como regusto las ausencias, que quizá no corresponda imputarlas porque, no atinamos a valorar si el conferencista no las pudo ver o no las pudo decir. En el primer caso, lo dicho bien dicho está y cabe agregar un poco, que siendo poco es todo para quienes formamos el círculo cordial de este maestro; y digo cordial no en el sentido de los buenos modales sino en el sentido de cercanos y estrechos a su corazón. Si fuera el segundo caso, entendemos las dificultades de los académicos en tener que hablar “maneados” en consideración de las circunstancias que rodean su actividad, cosa que hemos evitado en estas páginas, donde cultivamos un total desparpajo por las conveniencias (y no hablo de conveniencias en mal sentido, ya que nuestra falta de cálculo en todos los planos suele ser nuestro talón de Aquiles.)
El conferencista se propone como idea central de su exposición, que en Mendoza existió entre los años 40 al 70, teniendo como epicentro a la Universidad de Cuyo, una rara expresión cultural que en calidad y cantidad, resultó extraordinaria para el medio argentino. Y es verdad. Y además, que dentro de las figuras centrales de ese fenómeno, estaba Alberto Falcionelli. Es cierto que al resaltar el fenómeno se introducen tanto a tirios como a troyanos, ya que intelectuales los hubo destacados desde distintas corrientes del pensamiento y no faltaban duras discrepancias entre estas figuras, pero en sí el fenómeno está bien pintado y quizá no era el momento de hacer las diferencias. A partir de esta idea se resalta el periplo intelectual de Alberto y se lo valora en tanto que intelectual, historiador y periodista, sin dejar por eso de testimoniar algo de su resonancia como personalidad; pero nos falta ese centro que hace justificable la tarea intelectual, que es su fundamento. Hernández en el Martín Fierro nos dice que existen cantores de todas layas, pero cantar, es cantar con “jundamento”, y un intelectual es valorable desde este punto de mira.
En cuanto al fenómeno en sí, es un acierto el destacar que la venida de Europa de varios pensadores y artistas, sacaron a la UNC de su cerco “provinciano”, ampliando sus miras y dando a la actividad académica una resonancia inédita e impensable para el común de las universidades argentinas, y en esto podemos afirmar sin ambages lo que el conferencista sólo sugiere para no opacar a nadie, fue Alberto muy principalmente quien dio este lustre y esta proyección a todos los docentes formados en dicha institución. Lo trajo con él desde Francia y tiñó la universidad, barnizó desde su capacidad, formación y experiencia de vida, la provincialidad de una cultura, una amplitud de miras y un gusto que ningún otro tenía ni podía tener. Abrió para todos una ventana enorme e hizo entrar un aire refrescante con una temática universal que escapaba de esa tendencia aplastante que suelen tener estas casas de estudio (como las tiene ahora) de dedicarse al fácil cultivo especializado de las absurdas expresiones locales. Y en eso le debe especialmente mi padre. Pero le debe más…
Guido Soaje exportó lustre desde Mendoza al mundo, Alberto lo importó, y el viejo (el mío) lo sembró. Cuestiones de temperamento y vocaciones.
Un breve agregado: pareciera en la charla que el mérito de esta Universidad fue por una apertura mental producida en la época peronista. En parte es verdad, pero cabe resaltar que el componente católico (que era el más resaltado) fue raleado ya en el año 52 y se volvió a componer después de la revolución del 55, en que el Secretario Académico fue a la sazón mi padre, y “repatrió” a Mendoza tanto a Alberto como a Guido y permitió a otros que estaban impedidos, el insertarse, y a los que instaló en las cátedras (no manu militari, sino por concursos abiertos y a base de sus inobjetables méritos y antecedentes). Siendo a partir de esa época la verdadera época de oro de dicha universidad.
Nada podemos agregar a lo que se dice sobre el fuste de Alberto como intelectual; pero podemos agregar que Alberto no era solamente un intelectual. Era mucho más que eso, y aunque el conferencista se plantea el asunto en esta perspectiva, corresponde a nosotros agregar el faltante. Alberto era un católico tradicionalista francés, formado en la Acción Francesa y trajo a Mendoza esa visión comprometida. Vino perseguido, cuando a la intelectualidad del tradicionalismo francés la estaban pasando por una literal degollina (cerca de cien mil muertos), de la que no era ajena la curia vaticana influida por el traidor Maritain, quien era embajador en el Vaticano y marcaba los blancos de sus antiguos camaradas. Su padre había sido secretario de Maurras y esta descendencia no auguraba nada bueno.
Alberto traía consigo el núcleo de la batalla que hoy libramos desde el catolicismo, lo que para nosotros era algo que iba a ocurrir, para ellos estaba ocurriendo. Y es por esto que Alberto se explica no tanto, como resalta el conferencista, por su participación en la guerra, como por su participación en la derrota y en el temprano enfrentamiento de las cabezas tradicionales con el modernismo vaticano, al que venían sufriendo brutalmente en sus vidas y bienes. Y si esto no se ve, se ve poco, y si se ve y no se dice, se dice poco. Es por esto que decíamos que Alberto se agranda desde la intimidad cordial, donde se descubre al hombre cabalmente Cristiano, no de la civilización cristiana, sino de Cristo, enamorado de Cristo, apasionado de su Madre Santísima, y jugando esta batalla. Batalla en la que comprometió todo su prestigio, por la que sacrificó sus posibilidades de brillar (que eran enormes) y ser publicado, lo que hubiera logrado con una mínima ocultación o camuflaje intelectual. Alberto enfrentó sin titubeos la vulgaridad del Concilio Vaticano II y no tuvo dudas ni cálculos al públicamente negarse a asistir a la Misa reformada y hacer suyas las puestas del tradicionalismo católico, comandadas por Mons. Lefebvre, al que conoció y reconoció y a cuya obra consagró su vida y la de su familia.
Escuchando con atención, veremos que cuando el conferencista cita, un breve párrafo de una introducción, el intelectual confiesa abiertamente su vocación apostolar en su obra, que es una historia de Rusia, pero que es también una visión teológica de la historia de Rusia, en la perspectiva de los mejores hombres de la Francia tradicionalista. Su fundamento es Cristo, y no sólo el cristianismo.
¿Cómo se puede hablar de Alberto sin nombrar Acción Francesa, sin decir Tradicionalismo Francés, sin decir militancia en el Catolicismo Tradicional…? Sí, es verdad, fue un gran intelectual, pero siempre fue primero un Católico.
Para nosotros cabe una última reflexión de aquel fenómeno de la UNC en los años 40 al 70. Tres grandes intelectuales se destacan por sobre todos, Guido, Alberto y Rubén Calderón. Los tres adheridos al tradicionalismo católico y volcando sus fuerzas en crear nichos de resistencia católica con sus familias. ¿No es un dato importante para evaluar una personalidad, lo que esta quiso como principal preocupación para dejar a los que más quería?
Nos toca a nosotros completar en este punto esencial sus pensamientos y sus obras, que de otra manera quedarán como trabajos intelectuales y no como testimonios de un cristianismo perseguido y desalojado, que resistió en un momento en que nadie lo hacía. Que vio donde los demás no veían.
Los dejamos con el orador.