Lenin imperó de 1917 a 1924 (en realidad, de 1917 a 1921, por los motivos de «especificidad» que hemos señalado), esto es, durante solamente cuatro años, en medio de circunstancias interiores y exteriores adversas; 2 - Stalin impuso su dominio a Rusia de 1927 a 1956 (en realidad, de 1921 a 1956), o sea, durante treinta y cinco años, valiéndose de circunstancias interiores y exteriores todas favorables, a fin de cuentas, para la instalación y la prolongación, no de su tiranía, sino de la tiranía totalitaria marxista-leninista; 3- en cifras relativas y, si bien se quiere, absolutas, Lenin mató cantidades de rusos más considerables que Stalin, aún cuando aquél lo haya hecho de modo siempre salvaje, mientras éste lo hizo con métodos flexibles, que iban del salvajismo al estado bruto a la aparente «moderación», sin preocupaciones exteriores como las que habían logrado preocupar, de tanto en tanto a Lenin; 4- si Wilson permitió a Lenin zafarse del «cordón sanitario» y utilizarlo en provecho de su tiranía, Roosevelt ayudó poderosamente a Stalin a defenderse de la agresión hitleriana y a vencerla, y a promover en escala planetaria el proyecto de subversión elaborado por su maestro.
Sumando y restando, Roosevelt no hizo más que recoger y ampliar el legado wilsoniano, porque podía valerse de medios de presión más acabados en su país y en el mundo. Él tuvo la ventaja de alcanzar el poder en la oleada de una crisis económica y financiera demoledora que hacía del ciudadano, americano la presa indefensa de todas las experimentaciones, y de un desastre universal que había sacudido las bases de todas las naciones europeas y americanas. Pudo, pues, interpretar más libremente que su predecesor su partitura en el teclado nacional e internacional (15).
Sigue teniendo vida la leyenda rosa de un Roosevelt culto y altruísta, de un Roosevelt sin problemas personales. No era ni culto ni bondadoso y tenía problemas personales tremendos. Estudiante de familia rica, no había logrado terminar siquiera sus estudios de de- ...
(15)- Cuando estalló la primera guerra mundial la industria americana, con todo su «economicismo» en expansión, seguía siendo tributaria del capital extranjero, singularmente del británico. Cuando, a 105 tres años, Wilson lanzó a su país en el conflicto, la economía británica y la francesa ya eran tributarias de la americana. Francia, Gran Bretaña, Italia, para sus abastecimientos, empezando por los indispensables a su alimentación, dependían completamente de Estados Unidos con el que, en tres años, se habían endeudado irreparablemente. De allí que, de haber permanecido neutrales, los Estados Unidos hubieran perdido, no sólo la renta, sino el capital de sus inversiones en Inglaterra, Francia e Italia a las que Alemania y Austria Hungría estaban a punto de derrotar o de constreñir a la paz negociada. Apuntemos que los capitales americanos invertidos en Alemania, que eran pocos, fueron recuperados después de la guerra gracias a las operaciones del grupo westfalo-renano de Walter Rathenau; los de Rusia, mediante concesiones otorgadas por Lenin y Stalin; los de Francia e Inglaterra mediante la, «ocupación» de sus estructuras financieras; operaciones completadas por FDR en la lanzada del segundo conflicto mundial y de la política de descolonización.
...recho, y su cultura general alcanzaba su ápice con la posesión de una biblioteca de varios centenares de volúmenes sobre.. yachting y pesca del salmón. Su superficialidad era aterradora mas, como le permitía hablar de todo empezando por lo que ignoraba, no admitía discusión y se rodeó cada vez más de individuos que abrían la boca con admiración ante la más ramplona de sus oraciones, y que aprovechaban esta situación para hacerle cumplir los deseos de la Logia y –o- de los agentes de la URSS. En efecto, casi todos sus amigos «personales», reclutados en el círculo de su esposa Eleanor o compañeros de su eminencia gris Harry Hopkins, eran filosoviéticos, o cuando no simples agentes soviéticos como Alger Hiss, Frederick Vanderbilt, Harry Dexter White, Henry Morgenthau, etc. Ninguna originalidad de pensamiento puede distinguirlo, fuera de su oratoria insulsa e inagotable y de su «antifascismo» visceral. Que muchos europeos hayan sido antifascistas, se lo entiende: los italianos lo tenían en casa si bien, aún cuando éste fuese un fascismo soportable, quienes no lo aceptaban hubiesen optado por vivir en París, en Londres o en Moscú según el estilo particular de su oposición al régimen; los alemanes tenían un pretendido fascismo, el nacionalsocialismo que, éste sí, no habría podido sostenerse sin el recurso constante al terrorismo policíaco. Pero ¿qué clase de peligro podían encarnar para Estados Unidos uno u otro de estos fascismos que no fuera superado por aquella amenaza que se expendía sobre el mundo desde la central moscovita del Komintern? El antifascismo de Roosevelt sólo puede entenderse y apreciarse en su naturaleza verdadera colocándolo en el cauce del «anti-habsburguismo» de Wilson. Un mero pretexto electoral necesario como medio para terminar con la prosperidad, la independencia misma de Europa, fuese ésta fascista o liberal. La situación en que se debaten Gran Bretaña y Francia, naciones «vencedoras» por causa de alianza con los Estados Unidos, Alemania e Italia, naciones derrotadas por ellos, lo ilustra con claridad pues se sitúan en la susodicha y poco envidiable secuencia del proyecto Wilson-Roosevelt... Sólo hablaremos a modo de referencia de J .F. Kennedy, que no alcanzó a gobernar más de «mil días» pero que, de todos modos, tuvo tiempo suficiente para descubrir medios suplementarios, o complementarios, para perfeccionar la demolición de Europa, de Asia, de África, de América Latina y de los mismos Estados Unidos, imponiendo a la primera política de apertura a la izquierda; a la segunda y a la tercera, la política de descolonización acelerada, a la cuarta la adopción de unos esquemas pandemocráticos que, por el canal de «revoluciones en libertad», desembocaban necesariamente en la liberación de los nudos de víboras de la subversión. En cuanto a su país, basta con la lectura del Washington Post. Ya que con el «muchacho de América», irrumpe en la escena mundial otro intelectual frustrado en sus ambiciones juveniles. Estas se habían expresado a través de dos o tres libros absolutamente inútiles y que, pese a un Premio Pulitzer, no alcanzaron la menor audiencia, aún cuando el viejo Joe hubiese invertido mucho dinero en su difusión. Pésimo alumno universitario, se había graduado porque, gracias al sistema de educación behaviorista, todos acaban siempre por graduarse de cualquier cosa por el canal del curriculum flexible. Como no podía pensar en alcanzar cargo académico alguno, mal grado la fortuna familiar, en las ya deterioradas universidades de Yale o de Harvard -las únicas que cuentan a los ojos de esos advenedizos con pretensiones intelectuales-, «entró en la política».
Y vaya que se despachó de inmediato, en la Cámara de Representantes, en el Senado y, finalmente, en la Casa Blanca, como para demostrar a sus maestros que no habían entendido «el negocio». Empezó colaborando con Joseph McCarthy, persiguiendo a los comunistas y jaqueando al Presidente Truman por su debilidad en la conducción de la guerra fría y termin6 condenado -hasta el extremo de cubrir el asesinato de Ngo Dinh'Dziem el anticomunismo, propiciando el «anti-anticomunismo» y la política de coexistencia pacífica al asumir las posturas más eficaces para que el Oeste fuera derrotado por el Este en las operaciones de la guerra fría. Pues estas posturas son frutos genuinos de su resentimiento de intelectual fracasado y de político resentido, esto es, dispuesto a todo con tal de demostrar al mundo la genialidad diamantina del pensamiento vivo. El cual pensamiento vivo -más muerto que el caballo del general Sherman- siguió repartiendo coletazos letales tras la desaparición de su portador, gracias a los «intelectuales» de primer mosto Lyndon B. Johnson, Richard M. Nixon, Gerald Ford y seguirán dándolos a través de las letanías puritanas del predicador bautista Jimmy E. Carter, con sus varios, e intercambiables W.W. Rostow -inventor de la extravagante teoría de la No victoria y explorador audaz de las «etapas del crecimiento»-; John Kenneth Calbraith -descubridor en menos de 90 páginas del método mejor para «controlar a los militares»-, Henry Kissinger -Premio Nobel de la Paz, responsable del genocidio vietnamés-, y de otros Sol Linowitz y Zbigniew Brzezinski -cuyas prospectivas nos abren desde ya una perspectiva terrorífica-, sin olvidar, claro está, al embajador Young, para quien «el comunismo no representa ningún peligro, pues el único peligro de nuestro tiempo es el racismo... .
Por lo visto, el virus panliberal, hijo de las Luces, hace que esos intelectuales frustrados se reproduzcan cual plaga de langostas en un mundo ¡ncurablemente desbrujulado.
WINSTON CHURCHILL
Pese a lo dicho hasta ahora, me permito sostener que, en esta parte del siglo XX que corre desde las vísperas del segundo conflicto mundial los dos «grandes estadistas» con derecho preeminente a ocupar posiciones estelares en ese luminoso panorama de intelectuales fracasados, son los finados Sir Winston Churchill, Caballero de la Jarretera, y Charles De Gaulle, general de brigada, a titulo provisional Ellos también entregaron a sus compatriotas y al mundo un legado inmarcesible en el que la literatura mediocre disputa el primer lugar a las demoliciones nacionales e internacionales «A tout seigneur, tout honneur» o, como solía repetir el bueno de Roosevelt, «Noblesse oblige». Empecemos, pues, por el inglés.
La nobleza de su familia es indudable. Winston Churchill, segundo génito del extravagante Lord Randolph -tercer hijo del duque de Marlborough- que se había casado con la americana Jennie Jerome, desciende en línea recta de John Churchill, personaje singular. En efecto, amigo de Jacobo II, lo traicionó en 1688 y utilizando, tanto su indudable talento militar como la dudosa amistad de su esposa con la reina Ana, logró transformarse en primer duque de Marlborough a comienzos del siglo XVIII. Saqueó a mansalva a Francia, Alemania, los Países Bajos durante sus campañas, y a la misma Inglaterra con sus requerimientos ininterrumpidos para «embellecer» el Palacio de Blenheim, fruto de sus rapiñas, en recompensa por los servicios prestados a la dinastía usurpadora y a la clase triunfante de los mercaderes y especuladores pues, sin él, hubiera fracasado la triste jugada que ciertos historiadores ingleses se empecinan aún en llamar «la gloriosa revolución de 1688». Pero, logrado el golpe, sus beneficiarios reales lo enviaron a guerrear en el continente sin dejarle tomar cartas jamás en los asuntos del Estado, que era lo que más le interesaba. La historia de los Churchill es la de una larga serie de frustraciones pol1ticas, cumplidamente ilustradas por Macaulay con su retrato feroz del fundador de la estirpe.
Curiosa estirpe, cuyo componentes lindaban todos con la extravagancia más o menos acusada, lo cual, durante mucho tiempo, no les impidió seguir enriqueciéndose, y despilfarrando, pues, para ellos, el dinero era ante todo un medio para alcanzar el poder. La justicia inmanente hace que todo tenga un término ya en este mundo. y lo llamativo es que cuando alcanzaron el poder, a la familia se le había agotado la riqueza, a pesar de los matrimonios americanos. Esta es una crónica que hay que relatar. El beneficiario de esta ansiada promoción fue Winston Churchill, quien, para lograrlo, se valió de muchos medios, no todos cristalinos.
¿Quién era, pues, Winston Leonard Spencer Churchill?
Para empezar -había nacido en 1874-, un militar y un literato fracasado. Ni siquiera era hijo mayor de su empobrecido padre, lo que lo situaba aún más lejos del título y del palacio. Por consiguiente, tras haber cumplido, a tropezones, sus primeras y segundas letras en Harrow, fue admitido, en el furgón de cola, en la Academia militar de Sandhurst. Sirvió en la India como teniente de caballería, y tomó parte luego con valor innegable, en la batalla de Omdurmán y en la conquista de Jartum bajo las órdenes de Lord Kitchener, con el que se enemistó de inmediato por haber escrito artículos en los que denunciaba la crueldad de sus métodos contra los derviches. Anteriormente había prestado servicio «libre» en Cuba en las filas del ejército real español, lo que no había resultado del agrado de sus parientes americanos.
Tras retirarse del ejército británico, asistió, como corresponsal del Morning Post, a la guerra contra los Boers del presidente Krüger. Capturado, llevó a cabo una evasión sensacional que le valió una popularidad que lo condujo a la Cámara de los Comunes. Allí entró sin demora en conflicto con Joseph Chamberlain, líder del partido conservador, al que abandonó haciéndose reelegir como candidato del partido liberal. Esto sucedía en 1906. Acababa de cumplir los treinta y dos años y había tenido tiempo suficiente para demostrar que si no le faltaba coraje físico, no le sobraban escrúpulos con tal de lograr sus propósitos políticos. Empezó muy joven su carrera ministerial: primero, fue subsecretario del Colonial Office, luego ministro del Interior, finalmente, en 1911, Primer Lord del Almirantazgo. El estallido de la primera guerra mundial fue su gran oportunidad para cosechar fracasos resonantes con las desastrosas operaciones de Amberes y de Callipoli. Renunció y se fue a guerrear en Flandes, muy valerosamente como siempre, como jefe del batallón del Royal Scots Fusiliers. La experiencia duró menos de un año y, en 1917, Lloyd George lo encargaba del Ministerio de Municiones y, al poco tiempo, del de Guerra, en su gabinete de coalición. Derrotado en las elecciones de 1922, se consagró, como Adolphe Thiers, con quien tanto tiene en común, empezando por la despiadada frialdad del temperamento, a sus «queridos estudios», entre los que figuran una vida de su padre, una tentativa de rehabilitación de su antepasado John Churchill en respuesta a la demolición histórica ejecutada por Macautay que le valió, por parte de éste, una respuesta arrasadora que lo dejó fuera de combate como historiador; un estudio titulado: La crisis mundial 1916-1918 que, pese a sus cuatro volúmenes, por dejar fuera del tarro los asuntos de Amberes y CaIlipoli, confirma con creces el pesimismo de Macaulay (había empezado, en 1900, con una novela desesperadamente inocua titulada: Savrola, a Tale of the Revolution in Laurania. Por el momento, dejemos de lado estos afanes literarios desprovistos de consistencia real, a pesar del Premio Nobel de Literatura que su autor logrará cosechar en 1953.
Reelegido como diputado otra vez conservador, no tardó en enemistarse con los jefes sucesivos del partido, Stanley Baldwin y Neville Chamberlain. Y, aquí, brota otra crónica que es necesario relatar brevemente. A partir de 1922, para dar rienda suelta a sus pinceles, porque también era artista «vocacional» (ver más arriba los dichos de Arthur Waley acerca de las pinturas de Hitler y de Churchill comparadas con la poesía de Mao), visitaba Italia todos los años y aprovechaba la oportunidad para rendir pleitesía a Mussolini, declarando cada vez a la prensa que, «de haber nacido italiano, hubiera sido fascista» y que el Duce era «el hombre más grande del siglo XX».
Pues bien, cuando la guerra de Abisinia, se declaró partidario incondicional de las sanciones, aunque fueran militares, contra Italia y, en la lanzada, proclamó. su adhesión al bando republicano cuando estalló la guerra civil en España. A partir de 1936 justamente, encabezó sin disimulo el movimiento internacional al que, acertadamente, algunos 'historiadores llaman «partido de la guerra». ¿Cómo explicar semejante mutación aún en un hombre tan adicto a la voltereta política, como, por lo demás, lo había sido su ilustre antepasado? Esta explicación se llama: L’argent o, mejor dicho, the Money, como se llamaba en los tiempos de la «Gloriosa Revolución».
En 1935, Churchill estaba arruinado, cargado de deudas, perdido de reputación y muchos dudaban de que fuese reelegido, aún suponiendo que se pasara al laborismo, cuyos clientes tienen un estómago a prueba de cualquier menjunje. En 1936, sus deudas habían desaparecido, se había comprado la mansión campestre de Chattwell y era propietario de un stud de caballos de carrera. ¿Quién había enjugado el déficit?.
Roosevelt, por supuesto. El presidente de Estados Unidos estaba buscando una longa manus dispuesta a todo para la extensión de su «antifascismo» visceral a la escala del universo democrático. Así se creó el "partido de la guerra" que tuvo sus agentes en todas las naciones «liberales» de Europa, singularmente en Francia, a través de Paul Reynaud, de Ceorges Mandel, de César Campinchi, etc., agentes ingleses más o menos caracterizados ¿Quiénes eran los brockers de esta apetitosa operación financiera? El grupo Rothschild por sus filiales de París, de Londres, de Nueva York donde tampoco se quedaban atrás los grupos Harriman, Rockefeller, Margan y los herederos Loeb, Schiff, Warburg, financiadores de la revolución bolchevique. Sin querer quitarle nada a Hitler que, como belicista, tampoco entendía permanecer en segunda fila. De tal suerte, del nido de víboras que había ido multiplicando sus anillos, empezaron a emerger colmillos envenenados, al fin liberados de una modorra demasiado prolongada. Stalin y mi chekista estaban relamiéndose los bigotes ante la proximidad de tan poblados cementerios ...
De suerte que la guerra estalló. Fue la contienda más salvaje que la historia jamás haya registrado. E igualmente salvaje por ambos lados. De Hitler, hemos hablado ya suficientemente. Hablemos de los métodos de guerra preconizados por Churchill y aceptados, con estúpido entusiasmo, por Roosevelt y por los generales de uno y de otro (no todos, gracias a Dios), como los del austríaco fueron aceptados por algunos (muy pocos) generales alemanes los cuales, por lo menos, siempre conspiraron para eliminar a su tirano y sacar a su patria de esa empresa de genocidio universal.
Fue una guerra de exterminio, con las ideas del pobre Clausewitz falazmente utilizadas y elevadas al cubo. Los campos de eliminación física nacionalsocialistas, no deben echar al olvido los de Katyn y otros lugares privilegiados del comunismo en acción. Los bombardeos de Amsterdam, de Londres y de Coventry, no sirven para disimular los de Hiroshima y de Nagasaki y, mucho menos aún, los que la aviación inglesa, por orden expresa de Churchill, llevó a cabo con bombas de fósforo sobre las poblaciones civiles de Colonia, de Hamburgo (200.000 víctimas, de las cuales 20.000 niños de las escuelas) y de Dresden (300.000 muertos en una ciudad abierta superpoblada por el aflujo de los refugiados del Este). Es que el descendiente de Marlborough había proclamado ante el Parlamento que, para ganar la guerra, no vacilaría en «aliarse con el mismo diablo». Y, en efecto, lo hizo, y muy cumplidamente por añadidura, al pactar con Stalin perinde ac cadaver, siendo, a fin de cuentas, el único cadáver bien habido de esta alianza el del Imperio británico. De suerte que, en este cementerio infinito, Winston Leonard Spencer Churchill tiene que descontar una hipoteca fabulosa. Que es justamente aquello que le había predicho, en plena guerra, el eminente escritor militar inglés, el general J. F. C. Fuller, sin que nadie se haya atrevido, hasta la fecha, a desmentirlo ...
Y no olvidemos la entrega a los mastines de Beriia de varios centenares de miles de rusos anticomunistas refugiados en Alemania y en Austria: no sólo el general Vlassov con su estado mayor y todo su ejército; sino también combatientes de la primera guerra mundial y de la guerra civil terminada en 1920; civiles o militares, muchos de ellos habían pasado los ochenta años de edad, como el Ataman Krasnov. Pues bien aún cuando los autores materiales de este genocidio se llamen Stalin, Beriia, Zhadanov, Jrushchov, sus responsables intelectuales son Anthonv Eden, que sugirió la operación, y Winston Churchill que dio la orden de ejecutarla. Cierto es que éste no se vanagloria por su hazaña en sus memorias. Pero John Toland -historiador inglés- la analiza sin conmiseración en su obra reciente sobre Hitler y el nacional socialismo. Tales fueron las obras de quien se había iniciado defendiendo a los pobres derviches de Jartum.
CHARLES DE GAULLE
No perdamos demasiado tiempo con el general de brigada, a título provisional, Charles De Gaulle. No lo merece, porque, pese a su inmensa estatura, es un enano intelectual y moral. Pues mientras Churchill puede apreciarse como el causante principal de la decadencia sorpresivamente gratuita de Inglaterra que, antes de su llegada al poder, podía aún remediarse; él no fue más que el agente estupefacto, si bien consintiente, de una decadencia francesa que las guerras de la Revolución y del Imperio habían vuelto irreversible (ver, más arriba, los dichos del Almirante Castex).
Innegablemente, se hizo soldado por vocación. Mas, de inmediato, sus ambiciones se revelaron más fuertes y extensas que sus posibilidades. No pudo egresar en un buen rango de la Academia Militar de Saint-Cyr pero, en el momento oportuno, supo compensar este inconveniente con un olfato excepcional para granjearse buenas protecciones militares y, sobre todo, políticas, sirviéndole las primeras de peldaño para las segundas. No tuvo mucha suerte en los comienzos porque era torpe y, en razón de su inmensa vanidad, no supo hacerse querer por sus camaradas ni estimar por sus jefes. Una vez estallada la guerra, no apareció en ningún boletín por sus actos de arrojo -pero esto, todo combatiente lo sabe, es cuestión de pura suerte- hasta que cayera prisionero en Verdun en 1916. Prisionero sin haber sido herido, ni haber agotado sus municiones.
Aquí es donde empieza la leyenda. Sus biógrafos dicen que había sido herido dos veces; otros, que tres; y algunos pretenden que los alemanes lo recogieron gravemente alcanzado por la metralla. Esta falta de precisión, en una época en que todo figuraba en la libreta militar, aún un ataque de gripe, es ya sospechosa de por sí. Y la verdad es que De Gaulle nunca fue herido antes de su captura y que el oficial alemán, al que entregó su espada, reveló más tarde - hace unos quince años- que se había extrañado por su intensa palidez puesto que no ostentaba siquiera el más leve rasguño.
Esto, por supuesto, no es deshonroso, o puede no serlo en ciertas circunstancias, pero tampoco es, en ningún caso, suficiente para tejer una leyenda épica. Después de la victoria, formó parte de la delegación militar francesa que, dirigida por el general Máxime Weygand, permitió a los polacos de Pilsudski derrotar al ejército rojo de Tujachevskiy ante las murallas de Varsovia y perseguir sus restos hasta las puertas de Kiev. Apuntemos al pasar que De Gaulle, en el campamento de prisioneros en el que había sido internado por los alemanes, había conocido a ese mismo Tujachevskiy, entonces mayor de la Guardia Imperial rusa, campamento del que la futura víctima de Stalin había logrado evadirse de modo espectacular: De Gaulle nunca lo intentó, «en razón de su estatura demasiado elevada para que lograra disimularse», afirmación desmentida, en 1942, por la hazaña del general Ciraud, que, tan alto de De Gaulle, logró evadirse, de modo igualmente espectacular, de un castillo fortificado de Prusia Oriental, en un momento, justamente, en que los mastines de Hitler se revelaban bastante más mordedores y eficaces que los de Guillermo II.
Weygand, que había confundido su ambición con una pura dedicación a los deberes profesionales -pues el personaje era sumamente disimulado-, lo recomendó al Mariscal Philippe Pétain, vencedor de Verdun, que, a su vez, lo «recomendó» cuando hizo acto de candidatura él la Escuela Superior de Guerra y aceptó, además, ser padrino de bautismo de su hijo, el actual almirante Philippe De Gaulle. Tampoco allí, mal grado esta protección, obtuvo resultados muy brillantes pues, al promoverlo al grado de teniente coronel le dieron por destino la cátedra de historia en la escuela militar de Saint-Cyr, cargo habitualmente reservado a un civil graduado en esta disciplina. Considerándose frustrado por la envidia de sus superiores, expulsó sus ambiciones escribiendo algunos libros de crítica militar, desprovistos, por lo demás, de toda doctrina concreta y sólidamente fundamentada. Se ha pretendido que los generales alemanes derrocaron a los franceses en 1940 con sólo poner en práctica la doctrina de De Gaulle sobre empleo de las grandes unidades acorazadas. Otro infundio, el libro de marras es simplemente una farsa; mas hete aquí.
Hete aquí que el propósito que me había fijado de «no perder demasiado tiempo con este personaje» se me revela ilusorio. He tenido que volver a transcurrir algunas horas con él, recorriendo sus dichos y sus escritos, rememorando, a través de mis fichas para mayor seguridad, sus actos de gobernante y de candidato a gobernante, esforzándome a la objetividad pues ¡tantos años han corrido desde ese lejano 18 de junio de 1940! Una vez más, hE tenido que enfrentarme con el nudo de víboras, y el asco y el horror me han invadido.
En él, todo se junta, el sentido agudo del fracaso, el resentimiento y el odio, la fría indiferencia ante todo lo que no concurra incondicionalmente a la satisfacción de su sed de poder, la falta abismática de misericordia, la ingratitud al estado químicamente puro, el desprecio por los hombres y por los juramentos más solemnes, la demagogia calculada, la mentira elaborada molecularmente, el gozo helado ante el sufrimiento ajeno, el gusto por la sangre derramada con especial apetito por la de los mártires, la retórica hueca y estúpidamente jacobina, el escarnio cínicamente espetado ante el grito de protesta de los hombres de honor y de sacrificio, el orgullo delirante, el vértigo por toda apertura sobre la traición, la falta total de inteligencia de la realidad, el arte de la falsificación que se satisface plenamente transformando en acciones heroicas actos de cobardía deliberada, la sensibilidad del tiburón y la morisqueta del simio conjugadas con la risa de la hiena, el fracaso absoluto que, por la mentira, se brinda como triunfo supremo: un Verjovenskiy que encuentra en si mismo al anhelado Stavróguin y que, como éste, no deja tras suyo más que sangre y dolor …
¿Adjetivación excesiva? Vamos a ver que no
Ha tenido, por supuesto, sus turiferarios. El más delirante fue el Académico de Francia y Premio Nobel de Literatura François Mauriac que llegó a calificarlo de profeta en política y de «Bossuet, pero menos estirado», en literatura Dejemos de lado su literatura que ha sido minuciosamente triturada por el ya citado Jean-François Revel. y hablemos de su «profetismo».
Este, como se sabe, encuentra su punto álgido en su ensayo: Vers L'armée de métier, publicado en 1934. Este ensayo que, en efecto, resultaría profético sin un ligero inconveniente del que hablaremos más adelante, se funda en la necesidad del empleo masivo del arma blindada en toda guerra futura. Allí encontramos la sentencia siguiente que llama la atención -recordamos la fecha de 1934- del lector desprevenido: «Pero, sobre todo, al atacar ella misma a vista directa y profundamente, la aviación se transforma en el arma por excelencia cuyos efectos fulminantes se combinan más completamente con las virtudes de ruptura y de explotación de las grandes unidades mecánicas». Pero el inconveniente del que se acaba de hablar consiste, justamente, en que, esta frase no figura en la edición de 1934, sino en la de 1944, o sea, paralelamente a la derrota de Alemania debida, precisamente, no a la inferioridad de sus medios blindados, sino a la pérdida de su potencial aéreo.
El tema de la masa blindada que rompe las líneas enemigas e irrumpe en su retaguardia había sido enunciado, en 1920, por el general Estienne, y el del papel preponderante de la aviación en la acción de ruptura y de explotación, en 1924, por el general italiano Douhet. El primero no había atribuido mayor importancia a la aviación; y el segundo, con su fe total en el poderío aéreo, había caído en la misma falta de previsión con respecto al arma blindada. Pero, ya en 1922, el general austriaco van Eimannsberger había previsto el conjunto de posibilidades implícitas en el empleo del arma acorazada cubierta y precedida por el arma aérea. Por otra parte, en 1933, sin esperar las «profecías» de De Gaulle, unos jóvenes coroneles alemanes (Cuderian, van Thomas, van Mannstein, entre otros) habían trazado ya y aplicado experimentalmente los planes de este empleo conjunto, tras haberse entrenado en la Unión Soviética, pese a las interdicciones de Versalles y valiéndose de las cláusulas secretas del Pacto de Rapallo, firmado en 1922 con vistas a tener por no avenidas estas interdicciones. Entrevistado después de la guerra por Liddell Hart, el general van Thomas afirmaba haber leído sólo recientemente el ensayo de De Gaulle y haberlo encontrado «más bien extravagante y volando por las nubes ... », lo que parece una definición perfecta del libro y del autor.
Por las nubes andaba, de seguro, en el momento de la primera edición de su obra «profética", pero sin aviación. La aviación vino después de la guerra; cuando era demasiado tarde para ... Francia. Pues, esta guerra, Francia la había perdido, no porque le faltaran carros de combate, sino aviones, esto es, en suma, una doctrina estratégica que los combinara unos con otros. Por otra parte, De Gaulle había descubierto la excelencia del tanque bastante después de haber egresado de la Escuela Superior de Cuerra con la calificación siguiente: «Parece, por lo demás, tener más aptitud por el estudio general y sintético de un problema que por el examen profundizado y práctico de ejecución». Descubrió el carro en los estudios de Liddell Hart, de Robinson, de Fuller y en los de los tratadistas militares alemanes que publicaba la revista MiIitarwochenblatt y que la Revue militaire française reproducía regularmente. Y lo había descubierto y adoptado porque el tema se había puesto, digamos, de moda, entre profesionales de la «guerra futura». Circunstancia que, por otra parte, no le había impedido sentenciar, apenas egresado de la ESC, en un artículo publicado por la segunda de las revistas citadas que la «fortificación permanente» -inventada por Vaubanenel siglo XVII y actualizada por el ex sargento Maginot, que le dio su nombre- debía considerarse como el medio irreemplazable por el que Francia se había salvado en el pasado, y que era urgente restaurarlo dotándolo de los medios más modernos de defensa. Estamos bastante lejos, pues, del «profetismo» tan caro a Mauriac ya Malraux.
Como si esto fuera poco, el 26 de enero de 1940, esto es, empezada la segunda guerra mundial y copiosamente demostrada a expensas de Polonia la eficacia de la combinación arma blindada-aviación, nuestro profeta, simple coronel, dirigía a los generales Camelin, Weygand y Ceorges y a los ministros Dajadier y Reynaud (su protector más reciente) un memorandum en el que figura la inefable sentencia siguiente: «Los aviones en número insuficiente, los carros demasiado ligeros que el Reich puede, en el momento actual, poner en línea no bastarían para romper la línea Maginot». Este retorno in articulo mortis al cómodo refugio de la fortificación da al mentado «profetismo» todos los acentos del humorismo negro, y bien se lo comprueba con la «famosa» batalla de Moncornet en la que la católica «división blindada» mandada por De Gaulle (sin aviación, por supuesto) no logró atrasar siquiera durante veinte minutos el avance arrollador del cuerpo acorazado (con aviación) del general Cuderian, quien se enteró de la intentona en 1945.
Pues bien, dejemos la guerra que nunca es alegre aún cuando, a veces, pueda resultar exaltante, tanto para quien la pierde como para quien la gana, aunque más no sea por las muestras de coraje y de espíritu de sacrificio que libera. Dejemos la guerra, y entremos en la catástrofe, es decir, en el modo particular con el que De Gaulle concebía los días y los trabajos de la paz.
Sus ideas nunca habían sido muy claras ni definidas puesto que variaban al ritmo de la moda militar y de la moda política. Por esto mismo, lo habían ayudado a entrar en contacto con el mundo de los políticos profesionales, singularmente con el trapisondista Paul Reynaud que, siendo primer ministro en el momento del colapso de Francia, había distinguido al profeta nombrándolo subsecretario en su lastimoso gabinete, y general de brigada (a título provisorio).
Este fue el trampolín que el profeta buscaba para treparse al Sinaí
Se conoce las líneas generales de la aventura: en el momento del armisticio y, tras haber comprobado que el Mariscal Pétain no lo había incluído en su lista ministerial, huída a Londres en el avión personal del equívoco general Spears, tan «general» como House había sido «coronel», pero altísimo exponente del Intelligence Service y conmensal consuetudinario de Churchill y de los Rothschild; enemistad creciente con el primer ministro británico que tras el fracaso de Dakar, no se dignaba a comunicarle ninguna de sus decisiones, ni siquiera la fecha del desembarco en Francia; constitución en la capital británica de un fantomático Comité de la Francia Libre; creación de un gobierno provisional en Argel, tras el asesinato del Almirante Darlan y la cuasi eliminación física del general Ciraud; inclusión de numerosos comunistas y criptocomunistas en este primer gabinete at large, cuya función esencial consistió en preparar listas detalladas de «colaboracionistas» que habría que ejecutar en el momento mismo de la liberación del territorio, empezando por el Mariscal Pétain, sus ministros, sus generales y sus adictos; llegada a París en los furgones del extranjero y constitución inmediata de un gobierno definitivo, con cuatro comunistas en ministerios clave, incluído el Secretario General del Partido, Maurice Thorez que, por haber desertado, a través de Alemania, en los primeros días de la guerra, se había merecido el apodo de «Primer Desertor de Francia»; y ejecución somera en menos de seis meses de 105.000 franceses, no «colaboracionistas» por cierto pues éstos pasaban por las llamadas Cortes de Justicia (1.500 fusilados), sino simplemente derechistas y, por añadidura, resistentes auténticos. Porque, bueno es subrayarlo, la única resistencia eficaz contra el ocupante alemán fue la que llevaron a cabo estos elementos de derechas en aplicación de las consignas precisas del Mariscal y de los generales Weygand y Huntziger. Como será útil recordar que la conspiración del 20 de Julio de 1944, empezó a organizarse en los servicios especiales del ejército de armisticio por orden de Pétain y de Weygand, y que sus primeros pasos consistieron en poner en contacto los elementos antihitlerianos de la Wehrmacht, ya a fines de 1941, con los servicios especiales ingleses, a través de Madrid y de Lisboa, por una parte, en dar los avales y los medios indispensables a los elementos de la resistencia alsaciana para que entraran en contacto con los servicios del Almirante Canaris, por otra parte. Entre las víctimas entregadas al verdugo por De Gaulle en 1944-1945, figuran no pocos miembros de esta central francesa de la mentada conspiración.
Después de lo cual, tras haber cumplido su misión de restaurar, con creces infinitos, la república masónica y socializante, el «católico» y «nacionalista» Charles De Gaulle fue devuelto sin contemplaciones a sus «queridos estudios», corno su predecesor en fusilamientos masivos Adolphe Thiers, y su contemporáneo en genocidios igualmente masivos Winston Leooard Spencer Churchill. No sin haber firmado un pacto de amistad con «la grande et génereuse Russie», como decía él, confundiendo a Rusia con la Unión Soviética. Escribió, pues, sus Memorias. Las he leído, pero no las analizaré. A mi edad, la re-lectura de tantas afirmaciones tramposas y mentiras deliberadas me produce náuseas con sólo pensar en ello. Por otra parte, otros lo han hecho de modo tan completo que me contentaré con aconsejar al lector que lea, a su vez, los libros del General Weygand, de Alfred Fabre-Luce, de Jacques Laurent, y se convencerá de lo que digo acerca de las memorias de De Gaulle que igualmente vale para las de Churchill. Interrogado por René Cillouin en 1942 para saber si estaba escribiendo sus memorias; el Mariscal Pétain le contestaba: «¿Para qué escribiría mis memorias, si no tengo nada que disimular?» En efecto.
Volvamos, por consiguiente, a De Gaulle «estadista»
Tras haberse comido las uñas durante doce años, en lo que él mismo, nuevo Moisés, llamaba modestamente su «travesía del desierto», volvió al poder en 1958. Mediante una trampa, la Trampa con mayúscula, esto es, la más sofisticada de su larga carrera de jugador de ventaja.
Muchos habrán olvidado porque todo, o casi todo, se olvida cuando resulta conveniente para la propia tranquilidad de la conciencia, que De Gaulle volvió al poder a consecuencia del levantamiento de los civiles y de los militares franceses de Argelia del 13 de mayo de 1958. Pues bien, este levantamiento estaba dirigido, no sólo contra la ineficacia y el espíritu de traición de los dirigentes de la Cuarta República, sino contra el, sistema republicano y demoliberal en sí.
Cuando el levantamiento de Argelia se completó con el de Córcega y se hizo evidente que los rebeldes, que contaban con el apoyo de las tropas estacionadas en Francia y con la adhesión mayoritaria de la población civil, iban a lanzar paracaidistas sobre París y los principales centros de la metrópoli, los diputados y senadores, hijos genuinos, no de la resistencia, sino del «resistencialismo», empezaron a temblar por su seguridad y sus haberes mal habidos. Se juntaron, pues, apresuradamente, conservadores, radicales, demócratas cristianos, socialistas, encabezados por el igualmente conservador presidente de la república René Coty, y llamaron al «más ilustre de los franceses» para que los salvara, no sólo a ellos de una inminente zambullida en el Sena, sino a las. instituciones republicanas. Como en 1944. Para los militares de Argel y de Córcega, el fondo del problema no era tanto político como nacional o, mejor dicho, Argelia era territorio francés, no colonia, y, por otra, se habían comprometido a ello solemnemente sobre su propio honor ante los muy numerosos indígenas musulmanes partidarios de dicha presencia, amenazada por la voluntad de abandono alimentada por los políticos. A los militares, De Gaulle les prometió el oro y el moro, si puedo decir, o sea, la perennidad de dicha presencia francesa. A los políticos, instrumentados por Vincent-Auriol, primer presidente (socialista) de la Cuarta República, les hizo la guiñada consuetudinaria, y, por consiguiente, lo invistieron del poder supremo, encargándolo de la reforma de la Constitución en sentido republicano-jacobino y, bien entendido, laico-masónico. Así son ciertos «católicos» que han empezado leyendo L' Action française porque ello «hace intelectual» al tiempo que complace a la superioridad, y acaban abonándose a Témoignage Chrétien porque, siempre «haciendo intelectual», ello es señal de progresismo y de apertura a los vientos de los tiempos nuevos.
Por supuesto, con toda su atención fijada en la necesidad primordial de ganar la guerra, los militares no se preocuparon por ese tejemaneje, cuyos entretelones ignoraban totalmente, por lo demás. Los cuales entretelones implicaban, precisamente, la entrega de Argelia (y de los petróleos saharianos) a los fellaghas en el momento mismo en que estaban a punto de pedir el amán por haber sido completamente derrotados en el campo de batalla yen la guerrilla. ¿Por qué De Gaulle se trasladó con tan asombroso cinismo de su juramento de la "Argelia francesa" a la capitulación de la "Argelia argelina"? Se ha glosado mucho al respecto, en pro yen contra. Lo que se ha dicho en pro, o sea, la inevitabilidad de la descolonización, no tiene la menor consistencia aunque más no fuere, repito, porque Argelia no era colonia francesa, sino territorio nacional y que sus habitantes musulmanes habían recibido la plena garantía de que gozarían de los mismos privilegios, libertades y posibilidades que sus conciudadanos cristianos. Se ha hablado también de una presión incontenible de la diplomacia por la voz del presidente Kennedy De Gaulle mostró más tarde a los americanos qué caso hacía de ellos cuando los obligo a evacuar del territorio francés al estado mayor y a las instalaciones de la OTAN, reconoció diplomáticamente de China Popular y lanzó personalmente las primeras operaciones de la guerra contra el dólar. Lo que se ha dicho pará condenar dicho abandono es mucho menos contestable, aún cuando pertenezca al plano de la psicología.
Y es que De Gaulle odiaba profundamente a los pieds noirs porque éstos, en el momento en que se instalaba en Argel con su siniestro y fantomático Comité, le habían mostrado a las claras su respeto y su admiración ... por Pétain y su política; porque las únicas tropas francesas que, aún cuando no llegasen a desempeñar partes resolutivas en la victoria de los Aliados, habían restaurado el honor de las armas de la nación, todas reclutadas entre pieds noirs e indígenas partidarios de Francia, habían sido organizadas por los generales Weygand y Juin en la clandestinidad, bastante lata, por lo demás, que reinaba en África del Norte, tras orden específica del Mariscal Pétain y del Almirante Darian; el cual Almirante Darian, valiéndose del pretexto de la grave enfermedad de su hijo, había viajado a Argel justamente pocos días antes del desembarco anglo-americano, tras orden del mismo Pétain y en conexión con los estados mayores inglés y americano. Y también se ha hablado de los negocios de Rothschild Fréres que habrían pretendido quedarse con la torta de 105 petróleos saharianos para crear un pool con sus demás empresas petroleras de Estados Unidos y Canadá. En 105 acuerdos de Edvian, en efecto, «se especificó» que dichos petróleos saharianos seguirían bajo control francés, temperamento que, a los dos años, Ahmed Ben Sella violó con la mayor tranquilidad traspasando su explotación de los franceses a los soviéticos, sin que De Gaulle se conmoviera por tan poca cosa, y los Hermanos Rothschild manifestaran la mínima preocupación. Los acuerdos de Edvian fueron firmados por el príncipe de Broglie, entonces ministro de Asuntos Argelinos, luego poderoso magnate petrolero y, en diciembre de 1976, «misteriosamente» asesinado por orden de una organización cuya naturaleza permanece impermeable.
Mientras tanto, casi dos millones de pieds noirs, de toda condición y, generalmente, de condición modesta y aún más que modesta, habían tenido que irse de su terruño natal, abandonándolo todo, esto es, el fruto del trabajo de tres o cuatro generaciones, y los 300.000 harkis, o supletivos, del ejército francés habían sido abandonados por el príncipe de Broglie, tras orden expresa de De Gaulle, a la «buena voluntad y a la indulgencia» de Ahmed Ben Bella. El cual Ahmed Ben Bella no perdió tiempo en discusiones ociosas, los hizo descuartizar a todos, agregándoles, para que la cuenta resultara completa, los miembros de su familia. ¡Y se habla tanto de Idi Amin Dada! Y no se habla de De Gaulle más que para decir que «fue el hombre del destino» porque: 1- «salvó a Francia de la esclavitud hitleriana» y, con ello, se pasa por alto que no tuvo ninguna participación que no fuera indirecta, quiero decir, radiofónica en la liberación del territorio; 2- supo cuadrarse ante el «imperialismo de los yanquis» cuando los obligó a trasladar la OTAN de París a Bruselas, y se olvida mencionar que los yanquis habían planeado ya bastante antes esta evacuación, que les vino de perlas para quitarse de encima a un aliado tan indiscreto e inseguro; 3- aceleró los tiempos de la coexistencia pacífica y la détente mediante su acercamiento a la Unión Soviética que habría provocado la adopción de la Ostpolitik alemana, y se deja en el cuarto obscuro el hecho de que coexistencia pacífica, détente y acercamiento franco-soviético (en el supuesto caso, muy opinable, de que éste haya desempeñado algún papel) han sido instrumentos eficaces para que los soviéticos perfeccionaran la instalación de su dispositivo estratégico ofensivo en escala planetaria. ¿Qué más se quiere para completar el expediente? Quiero decir, el nudo de víboras en que todo se junta para mejor cumplimiento de la revolución mundial, a partir, si se quiere, de mi pequeño chekista personal del año 37.
Sí, algo hay que decir de todos modos, y muy brevemente. Para ilustrar su infinita misericordia, su espíritu cristiano, su amor al prójimo, empezando por el de casa, basta con recordar el trato que impuso a sus primeros protectores, el Mariscal Pétain y el General Weygan, y al que lo trajo de vuelta al poder en 1958, el General Salan. «El odio -decía mi padre- es la forma habitual del agradecimiento». Si queremos dejar de hablar -y habría que hacerlo, sin embargo- de la manera cumplidamente salvaje con la que ordenó la ejecución del poeta Robert Brasillach, del capitán de navío Paul Chack, de los periodistas Ceorges Suarez, Jean Hérold Paquis, Julien Luchaire, del Coronel Bastien-Thiry, del Teniente Degueldre a los que, con algunas decenas de franceses más, magistrados serviles condenaron a muerte tras orden expresa suya. Como se ve, corren algunas diferencias entre las «órdenes expresas» de De Gaulle se colocan cabalmente en la filigrana de las de Robespierre y de Napoleón, de Lenin, de Stalin y de Mao Tse-tung.
Porque existen muy distintas maneras de «hacer la revolución», es decir, de echar a perder este mundo de Dios entregándolo por porciones, gruesas o menudas según las oportunidades, al imperio de Lucifer. Los hay que, hipócritamente, eligen e imponen el camino del panliberalismo que, de una u otra manera, siempre encuentra su punto de llegada en la «muerte de Dios». Otros, más resueltos y, por ende, deliberadamente criminales, toman por punto de partida esta misma «muerte de Dios» que les es indispensable para la esclavización y la matanza en masa de aquellos hombres. Allí donde el liberal se detiene, el comunista lo releva y concluye la tarea. ¿No ha logrado completarla del todo aún? ¿Qué importa mientras quedan hombres por matar y liberales para desarmarlos?
Robespierre quiso destruir la Iglesia Católica, y fracasó. Napoleón entre cuyos méritos se coloca, muy a la ligera, la restauración de la religión gracias al Concordato con Pío VII, en realidad utilizó este instrumento para domesticarla pues, según él mismo decía, «un obispo es también un coronel de gendarmería». y tal es, en verdad, la fuente del llamado catolicismo liberal, matriz del modernismo y, a través de éste, de la irrupción de los «cristianos para el socialismo» que han acabado reemplazando al Evangelio por el Manifiesto, a San Agustín y a Santo Tomás, por Lenin, por Mao y por Fidel Castro.
Esta misma antífona de la «muerte de Dios» el ciudadano losef issarionovich Dzhugashvili, ex seminarista, la entendió mucho mejor -ésa es su única superioridad sobre él- que el ex abogado Vladímir Iliich Uliánov. Del mismo modo que la «política religiosa» de Bonaparte resultó, con el tiempo, más eficaz que la del Incorruptible, descartó como dudosa para los efectos buscados la matanza masiva de los clérigos, pero lo hizo atando al carro del marxismo-leninismo a los Patriarcas Sergio y Alejo. Y parecen haberlo entendido tan bien como él los humanistas Jrushchov y Brezhnev. Lo que no les impidió, al bandolero georgiano y a sus sucesores, seguir poblando Solovki, Kolima, Magadán con sacerdotes y fieles puestos por los susodichos patriarcas y por su continuador en el cargo y el encargo a disposición de la organización Gulag, por intermedio del Departamento de Asuntos Religiosos, siempre dirigido por militantes ateos de la mejor cosecha, es decir, filtrados por los laboratorios del KCB.
Wilson era presbiteriano y masón, creía en un Dios despojado de todo atributo divino -su religión era la Humanidad, claro está que democrática- y lo único que quiso, y logró, fue acelerar la ruina del Viejo Mundo y la eliminación de la Catolicidad Evidentemente, trabajaba sobre un terreno suficientemente abonado ya como para obtener resultados promisorios y que se han vuelto bastante satisfactorios, diría yo, a partir del momento en que su legatario en la ideología yen la secta, en pleno acuerdo con sus clientes y cofrades de allende el Océano, entregó la mitad de Europa a los portadores del ateísmo militante y completó la descristianización del resto poniéndolo bajo el signo del «economicismo» materialista. Pues éste es un materialismo tan dialéctico como el otro, puesto que actúa a lo hondo de las sociedades que afecta intoxicándolas subrepticiamente a partir de sus raíces espirituales.
No resulta muy evidente que Churchill haya creído en algo más definido que su propia sed de poder. Sus actos muestran que, en su visión política, no pudo tener mucha importancia que Dios hubiese muerto o siguiese existiendo: los genocidios por amor al arte de Hamburgo y de Dresden bien valen los de katyn y de Buchenwald, y también los valen los de Hiroshima y de Nagasaki.
Lenin, Stalin, Mao Tse-tung eran, sin duda posible, unos endemoniados, cuya alma había sido plasmada molécula por molécula para la matanza. Con ellos todo resulta claro.
Lo es mucho menos con los otros, aún con De Gaulle Este, católico de formación y de práctica ritual, más por conveniencia política que por convicción íntimamente sentida, duerme su último sueño bajo una cruz gigantesca que, en verdad, no es la cruz de la Iglesia Católica. yl la cruz de Lorena, contrariamente a lo que se cree o pretende, nunca fue la de Santa Juana de Arco que, por lo demás, no era súbdita del duque de Lorena, sino del rey de Francia, y ella nunca puso ese signo sobre sus estandartes. ¿Por qué será que un antiguo dicho del Este de Francia sentencie: «lorrain, traitre a son Dieu, traitre a son Roi. .. »?
Tal es la simple y, a la vez, complicada historia de los «grandes hombres» de estos tiempos de revolución y de sangre derramada a raudales. Tiempos que, abiertos por Robespierre y su pandilla de cretinos frustrados en su vocación primera, no parecen muy próximas de proporcionar a los pobres hombres que sufren y penan el estado de paz que apetecen desde que Caín mató a su hermano. Pues Caín fue el primer ejemplar de la frustración vocacional. Trabajaba sin descansar, labraba, desbrozaba, esquilaba ovejas, cazaba para granjearse el aprecio de sus padres y el amor preferente del Todopoderoso. Lo cual me parecería perfecto si no sospechara que sus afanes no eran desinteresados. Tengo para mí que Caín es el portador primigenio del materialismo dialéctico, y pongo esta hipótesis de trabajo a disposición de los «cristianos para el socialismo». Tanto trabajaba que no tenía tiempo para orar, consagrándose únicamente a los imperativos de los «signos de los tiempos» (otra hipótesis de trabajo, a disposición de los mismos sujetos). Mientras que Abel que, seguramente, tomaba menos a la tremenda las cosas de la vida cotidiana, se apartaba, de tanto en tanto, del trabajo, no para holgazanear o cazar mariposas, sino para arrodillarse ante el Supremo Hacedor, pidiéndole únicamente que, con él, hiciera Su Voluntad.
Que aquel que me lea acepte o repudie estas interpretaciones -que, lo reconozco con toda modestia, podrán parecerle excesivas, si no desorbitadas- del pensamiento y de las obras de los grandes carniceros de la edad contemporánea, poco me da. Admito el repudio porque ésta es la era del conformismo global, lentamente conseguido, primero, mediante la instalación homeopática de gotas dosificadas de sometimiento, luego, por la violación cínica de las conciencias así debilitadas, por el terrorismo intelectual de los mass media y por la corrupción del gadget al alcance de todos, puertas abiertas de par en par a fin de tornar incontrastable la irrupción de los bárbaros. Si bien con tristeza, considero natural este repudio porque, a estas alturas, me siento como un injerto rechazado por el cuerpo social. Vislumbré que algo de esto iba a sucederme cuando me paralicé ante mi chekista en 1937, víbora surgida en mi camino para recordarme la presencia del Maligno en el mundo.
Ese chekista no era más que un eslabón diminuto del Mal cuya cadena ha ido aherrojándonos a todos desde hace más dedos siglos, y los grandes carniceros a los que acabo de acompañar en su trayectoria han sido, son esta cadena misma, Por ellos es cómo Caín sigue matando a Abel dondequiera lo encuentre o perciba su presencia, y así es como descubrirnos a Cristo sin cesar crucificado.
Con lo cual, después de tanto panfleto, me despido del lector, excusándome ante él por la virulencia de mi adjetivación que resultará escandalosa salvo a los ojos de quienes han asistido con lucidez impotente a la destrucción demoníaca de la Creación. Una Creación que, durante tantos siglos, encontró su signo en la Palabra y en el Honor de Dios, escarnecidos ahora por los hombres de sangre que nos han aplastado bajo su bota de acero al tiempo que destruyan gozosamente la vida de los inocentes.
Valparaíso, 3 de Marzo de 1977. Primer Jueves de Cuaresma y festividad de San Lorenzo
Alberto Falcionelli